miércoles, 21 de enero de 2009

Día 21

“Día 21. No dejarse embaucar por la buena fortuna.”

Embabucar, dice por el ejemplo el diccionario, si uno quiere saber de qué trata la palabra y por lo pronto vale lo que engañar, como se sabe.

El asunto ahora es que la buena fortuna podría –al menos podría– engañar, velarnos los ojos y el corazón, alucinarnos dice el diccionario, tomarnos por ingenuos, hacernos crédulos, y esto por conveniencia, además, supongo, porque es natural creer en un beneficio (hacerse la ilusión es una expresión bastante adecuada al caso), por lo menos en principio, salvo que uno se haya vuelto muy desconfiado (las cosas de la vida...) o cínico, directamente.

¿Qué es la buena fortuna? Da más o menos lo mismo definir la cuestión de un modo u otro: tener suerte, que las cosas le vayan bien a uno, que todo o casi todo sean bienes y pocos o nada de males. En lo que fuere, y más bien en todo, ya que vamos a suponer.

Esta Florecilla no se ocupa directamente de esa cosa tan común como es no querer sufrir contrariedad o daño alguno. Ninguno y para nada y jamás. Hay que decir que es claro que querer sufrir pena y daño, dicho así sin más, es sospechoso de cierto apetito torcido. Pero otra cosa es que en el menú de la vida que vivo y he de vivir, ni siquiera diga hay daño sino simplemente podría haber daño. El que no quiere ese menú está en problemas. Y graves problemas. Es un candidato a dejarse embaucar.

Algo de eso sí está dicho en esta Florecilla que tiene un rango amplísimo de consideraciones. Fíjese, mi amigo, que podría irse uno de la polémica De auxiliis hasta los pelagianismos varios, pasando por las sectas de la inarrugable sonrisa, o por el afán despepitante por el éxito de cualquier capitalista que se precie, por decir algo.

Y tanto se me hace que dice la Florecilla de hoy, que podríamos andarnos hasta por asuntos que parecen opuestos, como por ejemplo el caso de aquellos que profesan, como un credo imbatible, la certeza contraria: mi mala fortuna es necesariamente un signo de predilección divina, con las concomitancias conspirativas del caso, porque, se entiende, como todos saben sin decirlo ni admitirlo abiertamente que soy bueno y uno de los elegidos, y como nadie quiere lo que yo quiero tanto como yo lo quiero, que es lo que está bien querer y de ese modo, por eso me hacen o quieren hacerme literalmente la vida imposible. En fin, mi amigo, qué quiere que le diga..., es, como si le dijera y para empezar, muy posible que sea un sofisma o falacia de falsa causa. ¿Nunca lo pensó? ¿Ah, no...? ¿Tan seguro está de que la fortuna le es esquiva tanto como usted parece decir? Y si lo es, ¿está seguro de que es por eso que usted dice? ¿Segurísimo? Y ya que estamos, ese argumentillo suyo, que además parece decir que a usted no le preocupa el asunto menor y despreciable de la fortuna ésa, ¿no será una forma un poquitín retorcida de mostrar sin que se note demasiado que se muere de ganas por ganar, porque la fortuna le sonría y lo requetembauque –o requetembabuque– siquiera una vez en la vida, y así consiga de una buena vez riqueza y fama y toda clase de bienes de este mundo y de cualquiera? Piénselo, mi viejo, no vaya a ser cosa que...

Por cierto que hay un aspecto inicialmente psicológico que es central a la cuestión: ¿Es mía mi buena fortuna? ¿Me la merezco? ¿Me la hice a pulmón?

Creo que por ese lado estamos cerca ya de la glosa que me silba esta Florecilla. Porque por la respuesta a estas preguntas, u otras de esta suerte, podría uno advertir si se ha dejado engañar, si quiere ser engañado.

La primera cuestión sería otear de dónde nos vienen los bienes de la vida a nuestra vida. Y hay que pensar allí en todos los bienes que podamos pensar, desde la vida y la existencia en adelante.

La segunda cuestión sería vislumbrar qué bienes son aquellos sin los cuales vivir no tiene sentido y no vale la pena. Para lo cual hay que hacer un rápido ejercicio para saber por dónde empieza la lista y por dónde termina, suponiendo que arrancamos por lo sine qua non. Creo que, necesariamente, a cierta altura de la lista, la cláusula de que sin esto no vale la pena vivir o no tiene sentido, pasa a ser una medida de nosotros mismos y no sólo ya de los bienes que apreciamos.

Me da que a esto se refiere también la Florecilla. A un aspecto también psicológico, porque con justeza nos advierte sobre dejarse embaucar. Dejarse uno embaucar, no meramente pasivo y embaucado.

Siempre he pensado que las cosas nos miden, y nos dicen de algún modo algo de nuestra medida; nos hablan en un lenguaje a medias simbólico, a medias brutal. Pero nos hablan. Y esperan respuesta, claro. Nosotros podremos hacer una lista, pero la lista está ante nuestros ojos. Las cosas han pasado por nuestra vida y ahora las tenemos –o no las tenemos– y de algún modo es porque las hemos elegido, mayormente. Están las recibidas, claro, pero incluso con las recibidas hemos hecho algo –siquiera algo– propio y personal, no forzado, tal vez domarlo o tal vez acrecentarlo. Si acaso, haya cosas que nos embreten un poco más o un poco menos. De las recibidas sobre todo, pero de las que nos procuramos por nuestra propia industria, también, cómo que no.

En cualquier caso, la Florecilla pide atención, antes que nada. Prestar mucha atención. Pide saber y saber saber.

Podrá irnos mejor o peor, bien o mal. Pero la Florecilla nos advierte. Nunca deberíamos dejar de saber y de tratar de saber, todo lo posible, quiénes somos, qué hacemos, por qué y para qué lo hacemos, y cómo. Qué tenemos o nos falta y para qué y por qué lo tenemos o nos falta. Pero más que nada, la Florecilla parece que nos pide prestar atención al sentido que tienen las cosas, a lo que significan, al para qué son y están. Al por qué y para qué nos son. Por qué las tenemos, supuesto que sea un bien tenerlas. Por qué no las tenemos, que también podría ser un bien. Y cuánto de todo ello es obra de nuestras manos.

Incluso nos advierte, sin decirlo, respecto del altísimo valor y del sentidohondo del misterio, cuando es ésa la única -y la última, sí- respuesta a mano para lo que tenemos o no tenemos según nuestra buena fortuna.

Dejarse embaucar es querer creer. Pero para que querer creer no resulte un embaucamiento, tendrá que ser después de haber visto.