jueves, 22 de enero de 2009

Día 22

“Día 22. Ser cautos, pero a condición de que la cautela nada tenga que ver con el miedo.”

Y está bien, en principio. Cautela es cautela, miedo es miedo. Y no hay que llamar miedo a la cautela, ni, como creo pide la Florecilla, cautela al miedo.

Es verdad también que el miedo nos obliga a ser cautos. Miedo a algo temible que nos exige asegurar el pie a cada paso. En la montaña, por ejemplo. Un cresteo, una pared, una barranca, el hielo. Son temibles a veces y uno debe temerles. Y ser cauto con ellos y en ellos. Y está bien. Como en la vida uno debe ser cauto con los cresteos y las barrancas, las paredes y el hielo. Y también está bien.

Si la Florecilla parece que se queja de algo, debería ser, por ejemplo, del caso del que ha elaborado un mecanismo delicado, primero interior y después externo, por el cual sus acciones parecen la mar de prudentes y no lo son. Otra vez, viejo Federico, parece que vamos paralelos en el camino contra los pusilánimes, contra el cobarde.

No es miedo, es miedo de más. No es prudencia, es parálisis. Y algo peor: la cautela puede ser engaño, el astuto engaño que mueve el terror insano.

Un cauto es un precavido; incluso, dicen, un sagaz precavido. Y esta bien.

Lo que me llama la atención ahora son las formas en que se relaciona la cautela con el miedo. Y de todas, la que menos llama la atención es la más corriente. Y de todas, la menos perceptible es la que no tienen en principio forma de cautela, y por lo mismo parece esconder mejor el miedo que la mueve. Y sin embargo, es una especie también ella de cierta cautela movida por el miedo, es la mismísima precaución por temor.

Creo que es el caso de un aparente defecto en la cautela que hace pasar al que lo padece por arrojado y valiente, por imprudente y audaz. No digo que todo valiente obre por temor (aunque un valiente puede obrar con temor); no digo tampoco que ese arrojo del que hablo sea un simple reflejo, como animal, sino una precaución, algo premeditado, y bien meditado hasta que con un ejercicio consecuente se vuelve incluso un hábito. De todos los laberintos, sale matando; todos los cruces de caminos, los disuelve con un bulldozer.

Claro que, a primera vista, tiene más prestigio el músculo torneado y aceitoso del forzudo en acción que la flaccidez pálida del timorato y medroso que omite; claro que es un espectáculo más atrayente el del pechador y arrojado, que el del sinuoso y pasivo.

Pero ambos podrían ser –y más bien son, en los supuestos que digo– dos desesperados muertos de miedo. Uno se ha precavido y el otro también; uno quiere que su pánico no pase la línea de flotación y todos los vean a calzón quitado y el otro también. Uno le ha buscado un atajo a su terror y el otro también. La diferencia, tal vez, sea que uno cree que puede demorar lo que teme y el otro cree que puede apurarlo. Pero ambos se han precavido, han sido cautos, como para lograrlo.

Ninguno de los dos aguanta. Ninguno de los dos es fuerte. Y, por cierto, se recelan ambos mutuamente. Uno cree que el insensato se juega todo a una carta y tiene razón. El otro cree que el pusilánime no quiere enfrentar el peligro y también tiene razón. De modo que ninguno de los dos acierta.

Total que para que se cumpla el dictatum de la Florecilla hay que ser fuerte, básicamente.

No solamente blandir en la frente el nombre de alguna fortaleza. No basta –y no sirve– dar la impresión de que uno puede dar cualquier batalla o que puede evitarlas todas.

Salvando distinciones de otro orden, pero que no afectan el punto central de la acción u omisión por desesperación, si ambas cosas son el nombre bonito de un miedo insano, lo mismo da que sea el eterno fugitivo o el primer muerto.

La cautela que vale es la que puede decirnos cuándo hacer qué y de qué modo, supuesto que uno fuera lo suficientemente fuerte como para poder evitar la batalla, tanto como para poder darla.