lunes, 5 de enero de 2009

Día 5

“Día 5. No creer en las razones demasiado razonables.”

Esto sí que está bueno. Si uno se pusiera un poco fino nomás, tendría a mano todo un capítulo para este asunto de “...creer en las razones...”, no importa si demasiado razonables o no. Y por esa vía podría llegarse, incluso, hasta las relaciones entre la fe y la razón, de tanto coturno hodierno.

Un discurso racional se sigue o no se sigue, concluye o no, plantea bien o no, pregunta bien o no, falsea o no. No importa si se trata de lógica, dialéctica o retórica o poética. Y hasta si se tratara de sofística, y mucho menos si se tratara de sofística; aunque, en parte, por esa puerta creo que se escapan los pollos de los que habla aquí Braulio.

En cuestiones de razón, habitualmente, creer es menos importante, y se entiende por creer lo que se entiende habitualmente por creer. Habrá quien diga que Aristóteles le recomendaba al que aprende que creyera. Como habrá quien saque a relucir el agustiniano intellige ut credas, crede ut intelligas. Sí, señor, cómo no. Y no seré yo quien se oponga si alguno trajera al ruedo alguna de estas cuestiones. Ambas cosas son verdaderas.

Con todo, y tal vez precisamente porque lo que es verdad puede malearse, habría que apuntarle aquí a “creer” y no tanto a “demasiado”, aunque podría parecer que Braulio escribió para que se leyera primero “demasiado razonables”.

Pero vayamos por partes.

Claro que no hay que creerle a las razones demasiado razonables. Y creo que se ve fácil que demasiado razonables puede significar derechamente entendido que hay un paquete con moño, hay algún engaño que se ve racional pero que puede tener su raíz pasional, emocional, sensible o espiritual. Engaño al fin. Engaño buscado y querido o simplemente un error por defecto de realidad y exceso de razón, y la razón trabajando en seco por un defecto o algún exceso. Esto es, racionalismo, romanticismo o lo que fuere. Hay al comienzo una emoción o una moción del espíritu, una intuición renga o imperfecta, tal vez liviandad de ánimo, de cabeza y de corazón, lo que fuere, igual allí mandamos a la razón para que vaya a la zaga, armando el tinglado racional que sostenga, para que justifique. O que ocurra que una conclusión errónea o mañosamente obtenida, resulte premisa mañosa para nuevos razonamientos. Es natural en el hombre. Tanto que así pecamos, por ejemplo: el intelecto –y también la razón– tiene que hacerse el distraído –y ella, la razón, disparatar un poco para acomodar lo que no tiene mucho acomodo, pero que vemos o nos decimos que vemos como bueno, real o aparente-: Peccatum in voluntate non accidit sine aliquali ignorantia intellectus: nihil enim volumus nisi bonum verum vel apparens, dice santo Tomás en Contra Gentes. Y pasa eso no sólo con el pecado.

Razonable también puede tener sentido moral, como defecto de la prudencia (y de la fortaleza), por ejemplo. Y aquí el adverbio (ah, los adverbios...) es la clave: demasiado razonable es a todas luces un contrasentido, una suerte de paradoja que tal vez nos dice que la razón hace de palanca para tratar de mover al mundo de sus raíces. Porque eso puede hacer la razón cuando el que razona tiene sus propias ideas respecto de cómo debería ser el mundo, o cuando el que razona está muerto de miedo invencible (por ejemplo a contradecir al mundo o a lo que haga las veces de tal para él), o cuando su apetito de provecho propio (cualquier provecho: placer, riquezas, poder) le despierta una malsana creatividad para unir con lazos, que son cadenas, ideas y palabras, en una telaraña que haga del otro su presa. Y aun de sí mismo se haga presa y víctima.

Lo cual me deja justo en la esquina de lo que me suena en esta Florecilla.

La cuestión de las razones demasiado razonables está muy dicha ya, me parece. Y en todas partes: en lo político, en lo teológico, en lo moral y filosófico. Y más. Hasta en la poesía, si vamos al caso.

Por eso.

Me interesa ese “no creer...”, del que ya dije es expresión que me salta a la vista cuando se habla de razones que razonan.

Y se me ocurre entonces pensar en las cosas que se dicen razonada y razonablemente para sostener lo que en definitiva es una creencia, dicho en vulgar. Una convicción personal, una devoción particular. Incluso una buena cosa, una buena causa, incluso la mejor causa y cosa, pero que está llamada a tener mejor destino que el de una posesión personal. Algo como una especie de conclusión, pero que aparece antes, como punto de partida, no como punto de llegada. Una de esas cosas que se cree, más bien, una de esas que se atesora o porque se la ha recibido o porque se la ha adoptado. Asuntos, ideas, materias que se reciben sea como fuere. Y no digo que esté mal recibir (pues qué tenemos que no hayamos recibido de un modo u otro) y tampoco digo que no haya obligación de conservar lo que se tiene porque se lo ha recibido.

Pero esta cuestión que traigo ahora me queda en la frontera misma del intellige ut credas. Lo que pasa es que esa mitad de la frase agustiniana (como la otra mitad) mira tanto para adentro como para afuera: pide tanta docilidad como atrevimiento y abandono como coraje. Y pasa en el caso que digo de las cosas así creídas como un útil propio, que la razón debe aplicarse no sola ni necesariamente a las materias nobles, a las cosas verdaderas, sino a cualquier cosa que sea propia, nativa o por opción, pero propia. Propia de uno, propia del partido de uno, de la secta de uno, del club de uno, propia del barrio, de la manzana, de la cuadra. Pero propia. Y aun a las nobles y verdaderas como propias.

Es asunto complicado y en el que uno debe estar alerta 24 horas al día. Sobre todo por la razón, que es mandada a hacer para levantar edificios de razones demasiado razonables para sostener una seguridad o una creencia que sea el refugio y la trinchera de una seguridad. O de una inseguridad.

Y podría ser que aquí se juntaran las dos posibles glosas a esta Florecilla.

El que crea que está seguro, que se cuide. Es una inveterada costumbre del hombre eso de fortificar su posición, de hacer el mundo circular en un círculo cuyo eje y centro es algo propio o algo de lo que se participa, algo que se ha apropiado de nosotros tanto como uno se ha apropiado de ello y que por eso llamamos “nuestro”. Y bueno, y verdadero. Y razonable.

Es una razón hasta cierto punto demasiado razonable pensar de esta guisa: “yo no pienso lo que piensan los que están equivocados, y no pienso lo que piensan equivocadamente cada vez que piensan los que están equivocados; luego, compadre, yo pienso bien y pienso buenas cosas..., siempre”.

Cierta libertad, cierto ímpetu, cierta honestidad. También eso hay que poner en juego cuando se razona. Incluso cuando se razona acerca de lo que se cree. Y de lo que hay que creer. Cierto coraje.

Esta Florecilla pide sin pedir cierto élan, cierto talante, cierto desparpajo, cierta falta de respeto –mundano, por ejemplo y sobre todo– que es infrecuente.

¿Dónde es infrecuente? ¿En quiénes es infrecuente?

Pues, a mi sabor, en casi todas partes, por no decir en todas partes. Y en casi todos, por no decir en todos.

Porque se me hace que, por ejemplo, cuando uno tira una piedra, debería preocuparse por sobre todas las cosas de apuntar para acertar y preocuparse menos de que lo vean tirar una piedra.