viernes, 30 de enero de 2009

Día 30

“Día 30. No respetar las ideas ajenas sino cuando coinciden con las propias.”

Me tienta traer a la glosa de esta Florecilla algo que decía Chesterton, que parafraseado ahora suena como sigue: entre dudar de mí mismo y no dudar de la verdad y dudar de la verdad y no dudar de mí mismo, me quedo con lo primero.

Por supuesto que me doy cuenta de que si voy por ese rumbo, la Florecilla pierde toda la insolencia y buena parte de su gracia prepotente. Aunque, a más de uno, entiendo que la prepotencia le haga poca gracia. Sin embargo, tal vez haya que mirar mejor.

Chesterton oponía esa alternativa diciendo que una era la modalidad del hombre antiguo –o tradicional– y otra era la modalidad del hombre moderno, que todavía es más o menos el mismo que en aquellos años. Y más más que menos, diría.

Certezas y dudas puestas en el lugar indebido, decía, era la característica del hombre de nuestros días. Confianzas y desconfianzas entreveradas.

La humorada de don Braulio y el entrevero chestertoniano, tal vez deberían ir parejos. Pero vamos a ver si es tal.

A como parece, don Braulio se está quejando de algo parecido a lo que glosaba en la Florecilla anterior, al hablar de la señora de nadie. Ese respeto del que habla, bien podría ser algo similar a la entrega de aquella señora. De hecho, respeto es la palabra que se ha venido usando en los últimos más de 200 años para decir que más bien no hay nada que respetar. Respeto significa o indiferencia o construcción o combinación o cualquier otro término que permita no afirmar, no estar cierto de algo, admitir no los matices y las aproximaciones a cualquier verdad sino la indeterminación lisa.

Respeto quiere decir habitualmente que no hay ningún fundamento en la realidad que obligue a que una proposición sea más verdadera que otra, o que una sea verdadera y otra falsa.

También significa que una de las coordenadas de cualquier diálogo posible ha desaparecido. Como si dijera que la horizontal del intercambio no tiene que estar en relación con la vertical del ser. Y es preferible que no haya vertical del ser. Y es abusivo si la hay. No sólo se espera que no haya una vertical del ser en el diálogo, que sea a su vez el eje de la posibilidad de intercambio real, se espera que el interlocutor no avance sobre el intercambio interponiendo de ningún modo el ser. Porque se estima que a mayor incidencia del ser, menos intercambio. De modo que respeto significaría en este planteo la primacía del intercambio por sobre el ser.

Si eso es respeto, nada obliga a respetar. Es claro. Salvo que uno quisiera reducir a términos nominalistas o comerciales una oferta y demanda de ideas, y hacer pasar eso por un diálogo. Es claro que si el respeto supone una idea y la persona que la sostiene al mismo tiempo, uno debe respetar a la persona pensando una idea, pero no necesariamente a la idea que está pensando nada más que porque es de la tal persona.

Tan claro es eso como que mis ideas propias podrían muy bien ser tan poco respetables como las ajenas. Aunque yo fuera tan digno de respeto como él, en cierto sentido universal.

Habrá quien pueda argüir que la salud de nuestras ideas –dicho así, en términos muy generales– es materia opinable. O podría serlo. Y no estoy en contra de ese argumento, enteramente. Porque conozco mis ideas y nuestras ideas. A las ideas va asociada una forma de pensarlas y de sostenerlas y de fundarlas y de difundirlas, todo lo cual podría ser materia del mismo argumento del argumentador que digo. Y tampoco estoy en contra en ese caso, enteramente.

La salud de mis ideas no es parte de la sustancia de las cosas pensadas y sostenidas por mí, en tanto pensadas y sostenidas por mí, en primer lugar, tanto que se haga mágico el efecto de que sean saludables y salutíferas ex opere operato. Sólo pensarlas y sostenerlas y ya me dan salud y la dan a otros, sin más. Porque una cosa son las ideas y otra cosa soy yo. Una cosa es lo que de ser y verdad y bien y belleza haya en una cosa vista, intuida y pensada, y otra cosa es identificar sin más eso conmigo mismísimo. De modo que dudar de mí resultara dudar de lo que pienso, y esto fuera dudar sin más de las cosas. No parece que sea el modo como pasa.

No quiero dejar pasar esta oportunidad para citar a Aristóteles, aunque apenas sacándolo de su intención primera, cuando dijo que de un modo son las cosas en la realidad, de otro en el entendimiento y de otro en las palabras.

Por una parte, el que oye debe asentir y hacer suyas esas ideas y entonces, en el caso de que sean buenas y no sean repulsivas –por mi culpa, se entiende, que puedo hacerlas repulsivas–, algo bueno le harán. Podría rechazarlas, así y todo. Podría tergiversarlas. Y es cosa suya. Pero también podría errar yo en algo al decirlas, también yo podría falsear algo al sostenerlas.

Si es verdad que es preciso decir la verdad -toda la verdad que esté a mi alcance poder decir, y aún considerar- no por otra razón sino porque es verdad y porque es buena la verdad y es un bien para mí y para otros, y decirla con prudencia y en caridad, aunque oportune et inoportune, en parte será porque de no hacerlo así, algo poco saludable hará eso en mí. Y hasta algo mortal, sin dramatizar demasiado. A más del tropiezo de quien recibe lo que doy si doy algo que no debería o doy lo debido indebidamente, tropiezo que corre a mi cuenta. Y tropiezo en griego se dice escándalo.

En esta Florecilla me parece haber tres asuntos. La verdad de mis ideas es un asunto, el falso respeto a cualquier gansada es otro asunto y la salud del alma y de la inteligencia y del corazón –la salud mía y la salud de otros– es otro asunto.

No se puede ver uno sin ver los otros dos. Y ver significa, parafraseando a don Braulio, también remirar sobre todo. Una y otra vez. Es cosa de hombres que sea así, los hombres tenemos esas tres cosas que atender todo el tiempo.

Si fuera de otro modo, si para los hombres las verdades volaran por allí y pudiera uno servirse de ellas no más estirar la mano, creo que la Encarnación del Verbo habría que entenderla de muy otro modo. No voy a extender mucho esta glosa, pero apunto ahora nada más algo tan sabido como que una de las consecuencias de esa Encarnación es la ejemplaridad precisamente en esos tres asuntos. Ejemplaridad que no significa llanamente identidad entre ese Hombre y cualquier otro hombre, eso está claro.

Porque el del Verbo Encarnado es el único caso que conozco en el que alguien puede no dudar en absoluto de la verdad que sostiene ni de la forma en que la sostiene y a la vez puede no dudar en absoluto de sí mismo.