sábado, 31 de enero de 2009

Día 31

“Día 31. Hacer buena letra: he ahí lo menos que pide la moral.”

Don Braulio podría haber propuesto 30 Florecillas, después de todo ése es el número de días de un mes típico y como son Florecillas Espirituales para el mes de..., nadie habría dicho demasiado. Pero, tal vez previsor, quiso que a ningún mes posible le faltara.

Quizá, también, pensó en que 31 son los días del mes de julio, el último de los cuales está destinado a celebrar a san Ignacio de Loyola, patrono suyo, porque aunque le dijeran Braulio, eso no quiere decir que no se llamara Ignacio, ni que su ascendencia no fuera eúskara, como la del Capitán.

Quién sabe.

Lo cierto es que esta Florecilla de hoy es la última, efectivamente. Como es cierto también que, y no por mi gusto o propósito, hoy –en este 31 de enero en el que tocó glosar– no es la fiesta de san Ignacio de Loyola, sino la de san Juan Bosco, mire usted lo que son las cosas.

Y digo que se avispe, compadre, porque hay un detalle de la vida del santo piamontés que no se tiene en cuenta habitualmente y que viene como pintado al óleo para esta Florecilla.

Resulta que, según se dice, para cuando Juan Bosco nació y estudió sus letras y sus latines, todavía después de casi 200 años, y pese a las innumerables idas y venidas sobre sus proposiciones y prácticas, el jansenismo y su espíritu estaban vigentes -con ese nombre o con su talante- en buena parte de los seminarios y de las cabezas europeas, especialmente en Francia. Y resulta que, según se cuenta y cuenta él mismo, desde sus sueños tempranos –como aquel famoso de los nueve años– hasta lo que fue aprendiendo al margen de lo que solía enseñarse y practicarse -más lo que él mismo era, claro y la gracia, final y primeramente, claro...-, todo lo llevó por un camino distinto al de Jansenio. Y bien distinto, se ve, pues su obra ‘salesiana’, no es novedad, procede de su inspiración en san Francisco de Sales –casi paisano suyo, por Saboya– y de la consideración de la espiritualidad y el talante del obispo de Ginebra, tan distinto al de los seguidores del obispo de Ypres, siendo ambos casi contemporáneos.

No es esta glosa el lugar para dirimir otros asuntos. No es una discusión de escuelas o de teólogos la que hay que hacer aquí ahora. No habría cómo, además.

Acá digo simplemente que esta Florecilla de don Braulio le hace honor a Bosco tanto como a Loyola. No importa cuál sea el 31 del que esté hablando o en el que hubiera estado pensando.

Y la Florecilla dice precisamente ‘lo menos’, porque en realidad se trata de lo menos, de la mínima disposición del que quiere portarse bien, de la mínima honestidad, de la humildad –ella misma lo menos de lo menos, y eso es muchísimo– del que piensa que si no pudiera hacer otra cosa, por lo menos podrá con lo menos y querrá poder lo menos. Y que sabrá que lo más no lo pone él, a quién efectivamente le piden caligrafía, casi apenas: hacer buena letra. Querer hacer buena letra. No resistirse a hacer buena letra.

"Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa, y cenaré con él, y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono...", así me parece que se llama esta Florecilla.

Semejante cosa, un trono, nada más que por oír la voz y salir a abrir la puerta. Eso sí que es lo menos de lo menos. Oír la voz. Abrir la puerta.

Y entonces me figuro que si ésta es la última Florecilla, no es porque todas las demás vengan a parar a ella. En realidad, me parece que es la última porque es la primera. Haga la prueba, mi amigo. Fíjese, si quiere. Pruebe hacer incompatible ésta con cualquiera de las otras 30, y después me dice si pudo. Y no se puede. Por acá se empieza y en cada cosa se aplica. Es una condición, casi diría.

Hacer buena letra es una expresión de cuidado. Si alguno quiere tomarla liviana o torcida, podrá. Basta con hacer aparente lo que debería ser real. Basta con fallutear la letra, falsear el gesto. La virtud es elegancia, pero no siempre se puede revertir la expresión.

Buena letra es caligrafía, eso sí. Y caligrafía es un bello escribir, un trazo bello. Pero hay que prestarle atención a esa belleza tanto como al texto que se escribe. No es perfume caro esa belleza. No es ropa atildada, no son modales de señorito.

Si hay bellezas rutilantes que no permiten apartar la mirada, si hay puertas de artesonados imponentes que da gusto abrirlas para lucirse abriéndolas, diría, hay otras bellezas que necesitan de una mirada mejor todavía, puertas que sólo muestran lo que son a los ojos que puedan verlas. Y no porque la belleza esté en los ojos.

Hacer buena letra es lo menos. Puede ser. Pero sin eso no se puede ninguna otra cosa, si hacer buena letra no es una mera soltura de la mano.

No es fácil distinguir la buena letra. No es para nada fácil. Es algo que se le oculta a los grandes y se les muestra a los pequeños. Y en algo ya es hacer buena letra el ver la buena letra.

Son muchas las cosas que sirven y ayudan a hacer buena letra –y a entender qué significa hacer buena letra y para qué sirve–, y hacer eso es mucho más que lo que se entiende por moral, habitualmente o en no pocos casos, a favor o en contra de la moral, incluso.

Y pasa que si no se sabe eso, si no se entiende ni una cosa ni la otra, si no se sabe y no se entiende qué es hacer buena letra y qué es la moral, tenemos un problema.

San Juan Bosco, por ejemplo, sabía eso y lo entendía.