jueves, 15 de enero de 2009

Día 15

“Día 15. Lo malo de las mujeres legítimas es que se creen siempre mujeres de ley.”

Se puede elegir. Porque el caso es que esta Florecilla puede hablar de dos cosas, y para glosarla habrá que hablar de las dos. Pero no se haga ilusiones, compadre, porque verá al final que son más o menos la misma cosa.

Vayamos a la primera, entonces, que parece peliaguda y no lo es tanto.

Allí dice con claridad que las mujeres legítimas se creen siempre mujeres de ley y que eso es lo malo de ellas. Y claro que, para empezar, con esta clarinada las queridas y amantes podrían dar por iniciados los festejos, poner cara de satisfacción gremial y apenas asordinar un “¿y yo qué dije...?”. Las queridas y amantes, digo, que se entiende aquí sin decirlo que son de la categoría de las que se oponen a las mujeres legítimas, porque si no fuera así, a qué ponerle el adjetivo que especifica y además universaliza, poniendo los límites completos entre lo malo y siempre. Pero está claro también que no niega aquí don Braulio que a veces algunas mujeres de ese universo de las legítimas esposas sean efectivamente mujeres de ley. Y más. Al decir ‘se creen siempre’ parece decir que por alguna parte las mujeres legítimas deberían ser mujeres de ley pues también puede entenderse legítimas como de ley, en algún sentido (y ya veremos qué es esto...), y dice que lo malo de ellas parece en realidad no tanto que se crean de ley sino que no siempre lo son, malhaya.

Y es posible que así sea. Y no sólo eso: pasa bastante.

Si uno se pusiera estadígrafo –al menos con lo que ve y sabe–, parece más bien la regla que sea difícil hallar mujer de ley, a secas, y más que siendo de ley sea además la legítima. Por lo menos, se dice que precioso e inestimable tesoro resulta que el hombre halle mujer tal y que además coincida con ser su legítima mujer. Vaya usted y léase, nada más que por ejemplo, los capítulos XXV y XXVI del libro del Eclesiástico y después me cuenta a santo de qué tantas advertencias y recomendaciones, celebraciones y lamentaciones, según y conforme resulte de ley o no la doña de la casa. Y el alborozo de tanta felicidad por la mujer (legítima, porque de la otra no hay que esperar eso, se entiende..., aunque hay veces...) sensata, buena y prudente. Y las terribles comparanzas para cuando no lo es. Y más cosas a sumar tanto en su haber como en el temible debe. Claro que sí. Pero si el encomio es tal es que mujer legítima de ley, lo que se dice mujer legítima de ley, es cosa rara.

El asunto, entonces, es qué quiere decir legítima, tanto como qué quiere decir de ley. Y lo segundo parece más fácil que lo primero, porque las notas de una mujer que se diría de ley son más o menos previsibles. Es verdad también que en esos quilates entran muchas cosas y no todas son universales, que para cada uno hay un cada quien y entonces una será generosa y caritativa y la otra perspicaz y hacendosa y la otra sensible y discreta y la otra madraza y magnificente y otra bonita y sagaz y otra ‘interesante’ y hábil y otra de buen gusto y profunda, y otra piadosa y buena cocinera. Y otras, varias de esas cosas juntas. Y algunas otras dizque todas esas cosas juntas, y más que no dije, aunque eso ya no es sólo de ley sino un portento de milagro, que no hay tampoco varón que habitualmente junte dones viriles tantos que tenga todo o casi y nada o casi le falte. Y cualquiera de ellas puede ser amorosa y amante, cómo que no. Como cualquiera puede tener tanto en su haber como en el debe, a la vez.

Por cierto que hay algo en la mujer que no puede faltar, tenga lo que tuviere de otras cosas, y es lo que sustenta cualquiera de ellas. Puede llamarse femineidad, como creo que hay que llamarlo, si no fuera que por eso se entiende habitualmente coquetería, arreglo o cierta delicadeza. Con todo, sépase que la femineidad puede mostrarse así pero no es eso; lo que se muestra vendrá de allí, en todo caso. Algo propio de ellas es lo femenino. Algo sin lo cual ni siquiera serían mujeres, digámoslo, y menos de ley. Porque al fin y al cabo -dicho misteriosamente- en eso está la raíz de su ley. Al fin de cuentas, lo que un hombre no puede dejar de advertir en ellas, y advirtiéndolo resultarle atractivo, es su femineidad, en cualquiera de sus manifestaciones.

Ahora bien, legítima es otra cosa. Más allá del contrato y alianza que legitima una unión conyugal, más allá del voto y la promesa de amor y fidelidad que hace de ambos legítimos unidos, la alianza es un signo y, por lo mismo, también la legitimidad participa de esa significación. Y así las cosas los ‘legítimos’ son los signos de una alianza y un pacto y un voto y una promesa que no excluye las felicidades y contentos terrenos, pero que es más que eso.

La Florecilla dice algo que, como dije, se puede entender fácil (como es más o menos tópico que a la legítima se la apode ‘bruja’) pero también, con aire claramente zumbón, dice algo de la posible decepción –bifronte, mi amigo, bifronte– que cada uno de dos puede sentir o padecer cuando advierte que el otro no está no sólo a la altura de sus expectativas de amor humano en términos más o menos lineales o de contentos inmediatos, sino que no está a la altura de una aspiración más alta que, aunque sea más o menos a tientas, es la razón por la cual tomó los riesgos inmensos de hacerse legítimo para alguien y el riesgo inmenso de tomar a alguien como legítimo.

La Florecilla parece casi una justificación del adulterio. Pero si acaso tuviera algo de esa traza, dice más que eso, queriendo sin querer. Porque de hecho es un encomio no solamente de la mujer a la que uno le cata su ley y la celebra y la tiene por amada, sea legítima o no. Es, me parece, un encomio de la mismísima legitimidad. Creo –como dije– que no se le pide tanto a la mujer que sea de ley, sino que la legítima lo sea.

Y vuelvo a decirlo, por si no quedó claro antes: hay algo en la legitimidad, algo simbólico.

Es la figura por excelencia de la unión de Dios con el hombre. El desposorio de lo divino con lo humano. Semejante cosa en la que el varón es Dios y cualquier hombre es la amada. Y Dios tiene por nombre, el celoso...

Puro lenguaje místico. Pero alto símbolo, también.

Se puede decir mucho al respecto. Pero para desear a una mujer –ya no sea la propia, ya sea la de otro– se puede simplificar: basta con la pasión, basta con un afecto desordenado, basta con el vicio, la frivolidad, y tantas otras razones de esa laya, como otras de otra laya.

Pero también es bien cierto que Dios, el novio, no solamente le pide a la amada que sea su esposa. También Él espera que ella sea de ley. Y deplora, también Él que ella se crea automáticamente de ley por ser en cierto modo legítima, con la legitimidad que Él mismo le ha dado.

Pero también pasa en el amor humano. No solamente es aquella cosa poderosa que tanto conmueve y colma felicidades. No es solamente el mayor motor de nuestros actos y la matriz más honda de nuestra plenitud, en toda cosa.

En un amor humano, como en aquello más alto de lo que es figura, ser de ley y ser legítimo corre una suerte parecida.

Porque –y ya no hablando específicamente del matrimonio– uno podría sentirse y saberse en alguna cosa de alguna manera legítimo y de allí nomás creerse de ley, siempre, automáticamente. Como si yo dijera que ser bautizado, ya me hace un cristiano de ley. O pensar que pertenecer simplemente, no importa a qué con tal de que sea lo que legitima, eo ipso me hace de ley. Y eso no le pasa solamente al miembro de una secta de pelo y barba. Tal vez me legitime leer lo que hay que leer, ser del club que hay que ser, estar con quien hay que estar y otras cosas así y sus respectivos opuestos.

Claro. En su misterio, Dios puede hacer de la ilícita y homicida pasión de David por Betsabé, la mujer (que su ley tendría) de Urías, el hitita, la ocasión para que Salomón exista, por ejemplo. Pero yo no haría de eso una ley, qué quiere que le diga, como si alguno dispusiera, como método para hacerse de mujeres que le parecen o le gusta pensar que son de ley, asesinar a sus legítimos maridos. David era un rey legítimo, pero no parecía en eso un rey de ley, siempre. Con ese mismo criterio, Boris Godunov se creía de ley, porque se creía el único siervo legítimo del terrible Iván.

En el amor humano, como en cualquier otra cosa humana, la tentación es siempre creerse legítimo, y es también que, siendo legítimo, se crea uno por ello de ley, siempre. Y hasta la ley, llegado el caso, cosa no menos peligrosa.

Para hacer justicia, déjeme decirle que hay notables ilegítimos. Y de gran valía. Y se me ocurre entre los primeros -no en el tiempo sino en la dignidad- mi estimado Don Juan de Austria, hombre de ley, si los hubo.

Será de ley ser legítimo, pero también es de ley ser de ley. E incluso así se ve que la legitimidad es cosa grave y no es ninguna pavada, si es tan serio acertar a ser a la vez legítimo y de ley.