Fin de un día
Y la tarde era frágil.
No sabía
que esta comarca en humo
y alhucemas, y sombras,
brillaba resplandores de memorias
y de días;
que estas huestes
de silencios espaciosos y quietos
que hay por todas partes,
conocían mi nombre,
yermo y mudo;
y que seguían mis pasos.
Pero la tarde frágil
no mira huellas vanas, ni vuelve su cabeza;
exhalando su niebla al aire frío,
con la luz de la noche en ciernes,
ya clama silbos de agua de rocío.
Ya truenan fuegos viejos
y crepitan
gozosos de maderas novísimas
que sin arder
reparan con un calor sincero, tan desinteresado;
generosos abrigos alegres,
las llamas desusadas...
Era frágil la tarde.
Y era una espuma en ondas al compás
de una música alta
como un vino denso de aromas,
al ritmo de unas manos ateridas
y ardientes,
al son de unas miradas sin tiempo,
apenas brillos. Un cúmulo
de alientos de tormentas
que están por todas partes,
que susurran
y se desvanecen.
Como recuerdos.
La tarde, frágil, bulle.
Y sobre esta tierra en armas de dolores y grávida
de olvidos,
enhiesta y seca, y gris y azul,
rugiente como las casuarinas,
camino la vereda recién atardecida y ya apenas leve,
en su oro antes y en su plata ahora.
Voy despacio.
Sin sombras.
La noche,
libre de mí en su sigilo oscuro,
compadece los pasos firmes;
se sonríe:
sabe cosas antiguas...
Hoy es limpia esta noche, fin de un día.