domingo, 24 de mayo de 2009

Niebla (VII)

Si hay algo que queda claro para cualquier lector más o menos atento de Tolkien, es que desde el más excelso Vala hasta el hobbit o enano más insignificante, cualquiera de los seres inteligentes creados, puede fallar, llegado el caso y según y conforme.

Otro aspecto de los escritos de Tolkien concomitante con el anterior y que no requiere demasiada perspicacia, es que el tono de sus obras trasunta el aire de un mundo cruzado por altas cuestiones, en tiempos antiguos o más recientes. Algo grave y serio pasa en el mundo, algo muy serio. En algún sentido, las cosas más serias parecen haber ocurrido al comienzo del tiempo, pero signando lo que viene, aunque los que vienen no alcancen a darse cuenta de ello. También ocurren cosas graves en los tiempos contemporáneos a la Guerra del Anillo, pero sabemos -se sabe- que casi todas ellas vienen desde ayeres profundos en los que han comenzado a crecer como semillas de un árbol que se ha vuelto coposo y complejo, demasiado como para que nos lo imaginemos cuando apenas era una semilla o un planta joven. Y demasiado como para que podamos distinguir dónde comienzan sus ramas y cuáles son las de otros árboles vecinos, más jóvenes o menos significativos. Sin embargo, en cada edad, en cada tiempo de los tiempos, cada quien debe vérselas con sus propias decisiones y una parte substancial de lo que ocurra, dependerá más de esas decisiones que de las extensas raíces de la historia. Por cierto que, ante seres que viven a lo largo de varias edades y tiempos, las cosas son o podrían resultar algo diferentes.

En El Señor de los Anillos, creo que magistralmente, se refieren asuntos -y muchos de ellos cantados en canciones antiguas y sabias- cuyo significado para el lector es a veces tan difuso, y hasta oscuro, aunque siempre grave, como podría serlo para cualquier hobbit de la Comarca. Magistralmente, también, el hecho de que el punto de vista de la historia que transcurre sea el de la mirada hobbit, obliga al lector a situarse en esa perspectiva y a adoptar la mirada mítica que Tolkien propone y que sirve como amplificador de los hechos presentes y en cierto sentido como velo de los más antiguos, a los que una mirada hobbit no entendería necesariamente.

Creo que en buena medida depende de esto último el hecho de que veamos a los personajes más altos -y en particular ahora a los Elfos- tal y como los vemos al oír la historia de aquella Guerra del Anillo, un episodio que está al final de una serie de hechos de larguísimas y profundas raíces. Elrond, Gandalf, Aragorn; la casa de Gondor, las mazmorras oscuras de Mordor, las rencillas entre hombres, elfos, enanos; traiciones antiguas, grandezas inmemoriales, espectros y luces de épocas cuya distancia está a miles de años. Todos asuntos que, como en un vórtice poderoso y vertiginoso, vienen a dar a la historia de una 'casualidad' de un hobbit aventurero como Bilbo y a una otra 'casualidad' todavía mayor en la vida de un pacífico hobbit algo soñador, como Frodo. Siempre nos queda la casi certeza de que no hay tales casualidades, claro.

Es también así el caso de Galadriel. Y así la vemos, no tanto como salida del pasado, sino como si nosotros fuéramos de algún modo hacia él, o como si el tiempo en torno a ella suspendiera el tiempo de todas las cosas, y, a la vez, nada tuviera mancha o defecto en su torno, o como si en su ámbito estuviéramos "dentro de una canción", diría Sam. Creo que en sordina, como en un misterioso segundo plano, el caso de su esposo Celeborn, quien, pese a que es indiscutiblemente el Señor de Lórien y obra en consecuencia en los capítulos dedicados a Lórien en la obra, parece representar menos que la Dama. O, menos notable aún, como en el caso de Círdan, errante constructor de naves. De todos ellos -y en algún sentido de Elrond también-, sobrevivientes de un tiempo completamente otro, tenemos en El Señor de los Anillos, si no me equivoco mucho, una impresión fortísima de seres casi angélicos, tan lejanos a nuestra experiencia como altísimos y hondos y viejos en el tiempo. Aunque viejos tal vez no sea la palabra y debería decir antiguos. Su majestad y poder, apenas visibles por sí, están más vislumbrados que patentes, y son a la vez menguante poder y melancólico poder y nostálgica majestad; vemos, a la vez, como un aura que los distancia y los eleva a un ámbito que ni soñamos podría ser el de nuestra percepción de las cosas cotidianas y mucho menos el de nuestra vida corriente. Salvo que ellos nos los mostraran, como ocurre especialmente en el caso que Tolkien mismo eligió: el de Galadriel.

Como digo, ni Círdan, ni Celeborn, ni siquiera, diría, el propio Gandalf o aun incluso Saruman, tienen el aura terrible con que Tolkien vistió a Galadriel en El Señor de los Anillos. Y a Lórien con ella. Terrible, por cierto, se dice aquí como Rilke dice en sus Elegías que todo ángel es terrible.

Dos asuntos más, al fin y como un mero apunte que debería retomar más adelante, relacionados con lo que vengo diciendo más atrás. Y se refieren específicamente a quién es Galadriel y qué representa. Y también, por supuesto, con lo que Tolkien nos ha dicho sobre ella en sus obras.

Por una parte, está aquello que Aragorn proclama sobre la Dama, cuando Boromir dice que no confía demasiado en ella ni en lo que se propone.

-¡No hables mal de la Dama Galadriel! -dijo Aragorn con severidad-. No sabes lo que dices. En ella y en esta tierra no hay ningún mal, a no ser que un hombre lo traiga aquí él mismo. Y entonces ¡que él se cuide! Pero esta noche y por vez primera desde que dejamos Rivendel dormiré sin ningún temor. ¡Y ojalá duerma profundamente y olvide un rato mi pena! Tengo el cuerpo y el corazón cansados.
Por otra parte, están las dos canciones que le oímos cantar a Galadriel en estos episodios del Libro Segundo, ya al final de la estancia de la Compañía en aquel Bosque que ella custodia. Antes de invitarlos al festín de despedida, se acerca por el río la barca con los señores de Lórien y la Dama viene cantando.
Triste y dulce era el sonido de la voz de Galadriel en el aire claro y fresco.

He cantado las hojas, las hojas de oro, y allí crecían hojas de oro;
he cantado el viento, y un viento vino y sopló entre las ramas.
Más allá del sol, más allá de la luna, había espuma en el mar,
y cerca de la playa de Ilmarin crecía un árbol de oro, y brillaba
en Eldamar bajo las estrellas de la Noche Eterna,
en Eldamar junto a los muros de Tirion de los Elfos.
Allí crecieron durante largos años las hojas doradas,
Mientras que aquí, más allá de los Mares Separadores,
corren ahora las lágrimas élficas.
Oh Lórien. Llega el invierno, el día desnudo y deshojado;
las hojas caen en el agua, el río fluye alejándose.
Oh Lórien. Demasiado he vivido en estas costas
y he entretejido la elanor de oro en una corona evanescente.
Pero si ahora he de cantar a las naves, ¿qué nave vendrá a mí,
qué nave me llevará de vuelta por un océano tan ancho?
Más tarde, antes de que el Río Grande dé una curva y se pierdan para siempre de vista Lórien y la Dama, Frodo oye que ella canta su Namárië, aquel lamento del que Tolkien dice:
...Ahora ella cantaba en la antigua lengua de los Elfos de Más allá del Mar, y Frodo no entendía las palabras; bella era la música, pero no le traía ningún consuelo...

Ai! Laurië lantar lassi súrinen
yéni únótimë ve rámar aldaron!
yéni ve lintë yuldar avánier
mi oromardi lissë-miruvóreva
Andúnë pella, Vardo tellumar
nu luini yassen tintilar i eleni
ómaryo airetári-lírinen.

Sí man i yulma nin enquantuva?

An sí Tintallë Varda Oiolossëo
ve fanyar máryat Elentári ortanë
ar ilyë tier undulávë lumbulë
ar sindanóriello caita mornië
i falmalinnar imbë met,
ar hísië untúpa Calaciryo míri oialë.
Sí vanwa ná, Rómello vanwa, Valimar!

Namárië! Nai hiruvalyë Valimar!
Nai elyë hiruva! Namárië!
La traducción es ésta:
¡Ah! ¡Como el oro caen las hojas en el viento,
e innumerables como las alas de los árboles son los años!
los años han pasado como sorbos rápidos
de dulce hidromiel en las altas salas
de más allá del Oeste, bajo las bóvedas azules de Varda
donde las estrellas tiemblan
en la voz de su canción sagrada y real.

¿Quién me llenará ahora de nuevo la copa?

Pues ahora la Iluminadora, Varda, la Reina de las Estrellas,
desde el Monte Siempre Blanco ha elevado sus manos como nubes
y todos los caminos se han ahogado en sombras
y la oscuridad que ha venido de un país gris se extiende
sobre las olas espumosas entre nosotros,
y la niebla cubre para siempre las joyas de Calacirya.
Ahora se ha perdido, ¡perdido para aquellos del Este, Valimar!

¡Adiós! ¡Quizá encuentres a Valimar!
¡Quizá tú la encuentres! ¡Adiós!


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Está la conocida dicción de Tolkien recitando, en Quenya, la lengua de los Altos Elfos, el Namárië de Galadriel. En la Carta 144, dice del Quenya, y creo que con toda razón oyéndolo:
En realidad, podría decirse que, sobre la base del latín, se la ha compuesto con otros ingredientes (principales) que me producen placer "fonoestético": el finlandés y el griego. Sin embargo, (esta lengua) es menos consonántica que cualquiera de las tres.