domingo, 17 de mayo de 2009

Pioggia (II)

Dicho lo cual, tal vez habría que mirar un poco el asunto ése de
per non piangere da solo
Y no tanto -se entiende- por el piangere como por el da solo.

Suena un poco duro tener que esperar la lluvia porque no tiene uno con quien llorar.

La mirada más inmediata, y casi obvia, diría que el hombre es un zoón politikón y su natura le pide otro. Una mirada menos obvia tal vez exige definir mejor qué significa exactamente 'otro'.

Podría también uno preguntarse cuán solo está el hombre cuando no está con otro. O también si siempre está solo el hombre que no está con otro. Y aún podría decirse -¿cómo no?- que cierta soledad no sólo es buena sino necesaria al hombre. Como también que no todas las soledades son para llorar, sino, algunas cuantas, para un gozo inefable y hasta intransferible.

En cualquier caso, no creo que se trate aquí de estar solo en medio de esas ausencias más nominales que reales. Como cuando alguien viaja y otro espera que vuelva, mientras ambos saben que existe otro.

Es claro que hay ocasiones terribles en las que el hombre parece indescriptiblemente solo. Cuando es llamado a la existencia, cuando muere. Pero también cuando toma decisiones y obra libremente.

Pero, hasta donde entiendo, solo tal vez signifique aquí la pura y dura soledad de no tener a alguien en ningún sentido. ¿Es posible esto? ¿No es una exageración, una hipérbole de la soledad? ¿Existe realmente eso?

Me gusta, en cierto modo y no poco, la idea de que un hombre crea o sienta que la lluvia le es compañía, siquiera para llorar. Porque es verdad que, bien mirado, todo lo que es, es una presencia; y esto sin necesidad de recurrir al tarado animismo ramplón y fácil de los que hablan con el gato, la luna, las piedras o las flores divinizadas, sin saber lo que tocan cuando manosean esas cosas.

Pero, de verdad dicho, creo que no existe la pura soledad, la pura distancia de uno respecto de cualquier otro, de otro que sea una persona. Creo que sí existe la experiencia subjetiva de esa distancia, digamos infinita, entre alguno y un otro. Pero, insisto, creo que no existe la distancia objetiva, la distancia real con algún otro personal.

Lo que tal vez sí podría pasar es que no prestara uno suficiente atención, que fuera tan sí mismo-que fuera tan en sí mismo- que se le escapara cualquier presencia de otro. O podría pasar que no entendiera qué significa otro. O aun podría ocurrir que cualquier presencia le quemara de tal modo el alma a alguno que rechazara siquiera la suposición de la presencia y a eso llamara soledad. Incluso, podría pasar que la cuestión estuviera en la mera elección, de modo que nadie es otro sino aquel que quiero presente y que sin esa presencia, toda presencia es nadie.

Casas más, casas menos, todos esos y otros del estilo, son modos algo sofisticados de injusticia.

De Andrè, con todo, dice otra cosa allí. Este mundo nuestro hace soledades, terrores de soledad, páramos de soledades. Crece en número de otros y hace crecer la distancia entre unos y otros, todo a la vez. Y es verdad, en cierto modo. Y digo en cierto modo porque el espíritu, en rigor de verdad, nunca está solo en sentido absoluto. Claro que reduciendo el espíritu a la mínima expresión, ahogándolo, matándolo, ya es otra cosa y así sí que parecerá posible esa soledad. Claro. Salvo que el espíritu muere sólo secundum quid, es decir, nunca muere.

También hay poses de soledad, claro que sí. Hay refracciones impostadas. Hay apartamientos mañosos o enfermos. Miedos, odios, frustaciones y locuras que se encubren así o se refugian en esa soledad; y hasta viceversa, de algún modo. Y hay romanticismos a la violeta de un amargor cuidadosa y trabajadamente carpido, regado y almibarado; como hay dolores hasta cierto punto reales algunos y otros impostados, que son o terminan siendo al cabo simplemente ombligos omnipresentes, abismos de mismidad.

Simone Weil asocia la desgracia -y lo que ella entiende por tal cosa- con la mayor distancia entre el desgraciado y cualquier otro y, en consecuencia, con la mayor soledad. De otros y de Otro.

Pero, a la vez, el ejemplo por excelencia de ese horror es Cristo.