El capítulo VI (De Taciturnitate) de la Regla de Monjes de san Benito, trata acerca de la taciturnidad del monje, es decir, y en principio, del ‘callar’ del monje.
En algunas traducciones, creo que atinadamente, este capítulo se llama El Silencio.
Si uno lo lee extremando el contexto, podría pensar 'esto no tiene nada que ver conmigo, que ni monje soy...'
Y es claro que, así, esto está dicho para el monje, que no es un hombre en una vida corriente, sino enclaustrado bajo una regla de perfección. Y digo esto para que no se entienda que una disciplina de esta laya es aplicable sin más a cualquiera. Tanto para que no lo entiendan mal los del celo impertinente, que quieran medir con esta vara velis nolis y hacer monjes o símil monjes hasta de las piedras, como para que no lo entiendan mal sus adversarios de la vita dolce, que caerían con una excomunica por abuso contra la libertad de expresión inarrugable, ipso facto pronunciadas las palabras del fraile Benito.
Pero, a mi sabor, algo de universal hay en estas sentencias aplicables según y conforme a todos en, diría, toda circunstancia. Mírese bien y creo que con buena leche y recta mirada, se verá.
En lo que a mí toca, una cita del libro de los Proverbios que allí figura me acompaña desde hace decenios de años. Y creo que es aplicable a todos, y obligada más aun para el que tenga a la palabra como casi única vía y herramienta de casi todo lo que parece que le toca hacer en este mundo (además de portarse lo mejor que pueda en este mundo y estarse en condiciones de pasar a la otra vida en buen estado).
Mors et vita in manibus linguae, de eso se trata aquí, es tan espantable como prometedor. Después de todo dice mors y dice vita, no sólo mors. Del mismo modo, y por esto mismo, creo que no solamente hay que acentuar excesivamente el aspecto taciturno de la cuestión, sino que hay que observar también el parlante.
También la vida y no solamente la muerte está ‘en manos’ de la lengua. Y del hablar y el 'callar', claro, que eso quiere decir. Y hablar se habla de pensamiento, de palabra y por omisión, si uno lo entiende bien. También –y para completar la tetralogía– se ‘habla’ con las obras, pero eso es materia de otro asunto.
La cuestión para mí ahora, dicho todo lo anterior, es otra.
En este sentido de los textos bíblicos y de la Regla, suele pensarse, y no sin razón, en la palabra -y sus efectos- en tiempo presente y pasado. Si acaso se piensa en el futuro, se lo hace en razón de lo que será la cosecha transhistórica de nuestras palabras históricas: o mors o vita. Lo que digamos ahora irá al pasado y parece que allí quedará esperando, pero además habiendo hecho –y tal vez haciendo durativamente– lo que haya hecho al ser dicho (herida, consuelo, confusión, consejo, luz, tiniebla, en nosotros primero y en el otro después) y seremos juzgados por ello después del tiempo, allá en el Juicio, uno de cuyos capítulos será, precisamente, lo que hemos dicho. Y callado, por cierto, virtuosamente o no.
Muy bien.
Podríamos ir más adelante con este asunto, pero no es eso lo que querría ahora, porque hay otro aspecto que me interesa respecto de la virtud de las palabras, no referidas al después metahistórico, sino al después histórico.
Una peculiar relación entre las palabras que decimos, particularmente las proferidas, y nuestros actos. De modo que, según lo que quiero decir, las palabras que decimos arrastren desde el futuro nuestras acciones, futuras o presentes.
Se trata, en ese caso, de hablar (y callar) de tal modo que podamos y debamos hacer lo que hemos dicho (o callado). Que el haberlo dicho (o callado) nos embrete, por cierto que no de modo enteramente fatal porque eso sería pecado contra la esperanza, pero sí serio y para nada trivial. Hacer verdad mañana nuestras palabras (y silencios) de hoy.
No es sólo el hecho de ser íntegros en nuestros dichos y no baladrones, de modo que no digamos nada que no sepamos o que, por fanfarrones, no podamos solventar. No se trata solamente, en esto que estoy diciendo, de ser honestos, cabales y responsables, no se trata de simplemente hablar lo justo y necesario y callar cuando es prudente y conviene justamente.
Estoy pensando, en todo caso, en una relación delicada entre prudencia y palabra, de modo que, como ya dije, la palabra sea el motor futuro de nuestros actos futuros, y no por los actos en sí, sino por nosotros mismos, pues, en definitiva, nuestros actos tienen por objeto el bien propio, la propia perfección. No estoy pensando en los actos del arte o las manufacturas, sino, aun cuando estos u otros de este tipo queden incluidos, pienso en especial en el aspecto humano de todos nuestros actos. Nuestras palabras dichas, debieron haber sido dichas de tal modo que nos sirvan para obrar, como un modelo, un eidos, una forma anticipadamente formulada y posteriormente realizada. Por cierto que, aunque entendido con cierta acuidad, esto debe ser aplicable y aplicado también a la taciturnidad, al silencio, un modo de lenguaje humano no menos importante y significativo.
Y, por ahora, hasta aquí llego.