miércoles, 22 de julio de 2009

Clama el viento y ruge el mar

Porque hay vientos y vientos, pensaba mirando aquello del ruido del mar.

En el Evangelio de san Juan (3, 8), Jesús habla con Nicodemo. Para explicarle algo que el fariseo, “príncipe de los judíos”, no entendía respecto de nacer de nuevo para poder entrar al Reino de Dios, Jesús le dice:
No te maravilles de que te haya dicho: ‘Es necesario que nazcan de nuevo’.

El Espíritu espira donde quiere (Spiritus ubi vult spirat, dice en latín; en griego dice: tò pneûma (h)ópou thélei pneî) y oyes su sonido pero no sabes de dónde viene ni adónde va, así es todo aquel que es nacido del Espíritu.
No se ponen del todo de acuerdo los exégetas y los Padres al comentar este pasaje ni respecto de cómo tratar a Nicodemo. Uno de los más acerbos es el Crisóstomo, según recoge la Catena Aurea. Duro, diría uno, leyendo los comentarios que trae. Hasta llegar a decir (a propósito de las preguntas que le formula Nicodemo, quien fue de noche a ver a Jesús y comenzó diciendo: ‘Rabbí, sabemos que eres Maestro venido de Dios, porque ninguno puede hacer estos milagros que tú haces, si Dios no estuviese con él’):
Le llamas Maestro, reconoces que viene de Dios, pero no aceptas lo que dice. Y hablas al Maestro de forma que puedan brotar muchas dudas. Esto -el saber preguntar de cierto modo- es propio de aquellos que no creen firmemente y muchos que así preguntan se han separado de la fe. Porque éstos preguntan: ¿cómo se ha encarnado Dios?; y otros: ¿cómo es impasible? Por lo tanto también éste pregunta llevado por la ansiedad, pero debe tenerse en cuenta que el que mezcla cosas espirituales con sus propios pensamientos habla cosas dignas de risa.
Será de oro el pico, pero bastante filoso, por lo que se ve.

El caso es que el Espíritu también es viento, según se entiende desde el Génesis al Apocalipsis.

Y no todo viento que sopla y ventea es un espíritu que debe ser dominado y debe obedecer a la voz que le dice “¡Calla!”. Porque hay un Viento que manda a los vientos.

Hay vientos y espíritus que rugen y aturden sobre el mar rugiente. Y hay un Viento y un Espíritu que los somete y los gobierna.

Y, soplando, los aquieta. Y, clamando, los acalla.

Discernir entre Uno y los otros, oír el viento y saber si es el Viento o son los vientos, no es cosa que el hombre pueda solo y por sí.

Y nos pasa ser como Nicodemo, al fin de cuentas. Y es cuando Jesús, llegado el caso, nos dice lo que a Nicodemo:
¿Eres tú maestro de Israel e ignoras estas cosas? En verdad, en verdad te digo: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que vimos y no aceptáis nuestro testimonio. Si os he dicho cosas terrenas y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales?

viernes, 17 de julio de 2009

El ruido del mar

El mar, dice la mayoría de los exégetas, es el mundo en las Sagradas Escrituras. Así Rábano Mauro comentando una tempestad calmada en san Mateo (la vorágine del mundo, dice más exactamente); y similarmente san Beda, en el comentario al mismo pasaje en san Marcos y más extensamente en el comentario al pasaje en san Lucas; así como san Ambrosio. Y otros.

No el mundo creado sin más, claro. La vorágine del mundo, la mundanidad del mundo opuesta al designio original que lo creó. La agitación tenebrosa y amarga de este mundo, que confirma san Beda, explicando el sentido alegórico de los elementos del pasaje. "Tú dominas el poder del mar, y calmas la agitación de sus olas", cita san Cirilo el Salmo 88, en el mismo sentido.

Poder y agitación. Pavorosos en el mar. Otro poder y una quietud gloriosos en Él.

En ese sentido, el mundo es por sí mismo ruido. Un ruido tan ensordecedor como sutil. Tan evanescente como poderoso. Tanto estrépito como susurros.

Batirse de vientos y olas parece ruido fuerte. Cualquiera que haya visto el mar lo sabe, nada más fuera parado en sus orillas, frente a su poder y su ruido. El que navegó una tormenta en el mar, lo sabe; siquiera quien vivió un mar ‘picado’ navegando sobre él, lo sabe. Y hasta el que navegó a secas lo sabe. Ese poder tan raro, ese dominio, esa seducción del mar.

Es poderoso el mundo mar. El mar del mundo.

Dicen también los exégetas que este mar bravo es tentación y tribulación. No sólo ruido de sonidos, sino vacíos de negrura y desesperanza. Olas de preocupaciones y agitaciones. Amargas, al fin, aunque tal vez dulces un tiempo en la boca, como el Libro de la Revelación que dice el Apocaleta, en otro sentido.

Tinieblas de mar, tinieblas de viento en el mar.

También se entiende así, por ejemplo, ante las dos pescas milagrosas, con un signo muy fuerte en la segunda y última pesca, Jesús resucitado en la playa y los hombres en el mar, como comentan san Gregorio, san Agustín, san Jerónimo y otros. Lo espiritual y el mundo.

Pobre mar, dirá más de uno. Y sin embargo, allí lo tenemos, campante en su símbolo.

Pero el ruido del mar es lo que importa ahora.

La agitación del mar. La agitación –con ruido o sin ruido–, el ruido como tiniebla y desazón, el ruido como angustia y ansiedad, el ruido como soledad estéril, el ruido como palabras huecas y movidas por la acedia y la desesperación. El ruido del mar en medio de los ruidos del mundo, la misma cosa. En la oscuridad del alma que teme quién sabe cuántas cosas del mundo mar, que teme según la mundanidad del mundo mar. Que teme los sustos mundanos, que se ahoga en las esclavitudes del mar. Que se ahoga, sin más.

Amarguras, ansiedades, temores, dolor, angustias, vacíos, soledades, desesperanzas.

El ruido del mar. El ruido sin ruido del mar. El ruido oscuro del mar que agita y nos agita. La tiniebla del ruido del mar. Tribulaciones sordas del ruido del mar. Preocupaciones vanas del ruido del mar. Angustias prepotentes del ruido del mar. Falsas ocupaciones oyendo el ruido del mar. Inquietas preocupaciones que son más ruido en el mar. Los vientos vanos sobre el mar y dentro del corazón ruidoso frente al mar ruidoso, agitado, amargo, oscuro.

“¡Calla!”, dijo Jesús.

Y el viento se calló. Y el mar se calmó.

En una de las tempestades calmadas, Jesús deja a los hombres toda la noche en el ruido del mar, en la agitación amarga, en la tiniebla. Dicen los Evangelios que, recién a la cuarta vigilia, fue a ellos caminando sobre el mar tempestuoso e hizo ademán de pasar de largo (en otra noche triste y ventosa, en Emaús, haría el mismo gesto, ya resucitado).

San Hilario dice, comentando este pasaje de san Mateo, que la cuarta vigilia de la noche es la última anterior al día, esto es, el tiempo de la venida en Gloria de Jesús al final del tiempo. Los hombres han estado toda esa noche anterior batidos por las olas, aterrados y descorazonados por los ruidos del mar. Y por los silencios de Dios. Y por los silencios ruidosos y agitados de su propio corazón, que no son el mismo silencio.

Habló Jesús esa vez a los hombres que estaban sobre la barca agitada, les dijo que no temieran, que era Él y así lo reconocieron. Tanto que Pedro pidió ir a Él en medio del ruido del mar y la agitación del viento sobre el mar. Y fue, pero aunque no había temido lo más, que era caminar sobre el mar, temió lo menos: temió el ruido del mar y el ruido del viento feroz y así comenzó a hundirse, hasta que Jesús tomó su mano y lo rescató.

Esta vez, al poner Jesús un pie en la barca, el ruido cesó, el viento se aplacó y la nave fue muy rápido al punto de la playa de la tierra al que iban.

El ruido del mar es hoy también el mundo en su agitación amarga y tenebrosa. Y el eco de esas tinieblas y amarguras en nuestro corazón, también es el ruido del mar.

Nuestro silencio estéril, nuestras vocinglerías estériles. Nuestra angustia, nuestra desorientación y desazón. Nuestras presunciones, nuestras desesperanzas.

Ruidos de mar.

Ese ruido se detendrá cuando Él lo mande, claro.

Cuando le impere “¡Calla!” al mar y al viento. Cuando ponga un pie en la barca, en la cuarta vigilia.

A veces tratamos de tapar el ruido del mar con más ruido. Pretendemos aquietar la agitación con nuestras propias agitaciones e inquietudes.

Vana cosa. Vana luz tenebrosa, vana quietud inquieta, vano coraje temeroso, vana impavidez temblorosa.

Es parte del tiempo, se ve. No importa de dónde viene el ruido del mar. Un día serán las hipotecas tóxicas, otro las guerras y sus rumores, otro K o el neoliberalismo, otro el tsunami, otro la sequía, otro la precariedad de la vida, otro la Iglesia y sus cosas y sus dichos y silencios y sus hechos y omisiones, otro las pandemias, otro la muerte y los desamores, otro y otro y otro más. Y nuestros propios ruidos que cada quien sabe y oye, y nuestras agitaciones propias que cada quien sabe y mueve. O todo junto.

Se agita el mar. El ruido es espantoso. En el corazón del mar y en el mar del corazón. La furia del viento barre el aire y seca el alma.

Sí.

Pero más grito sólo será más ruido. Más agitación sólo será más viento.

La noche es larga.

Y el que duda se hunde, así como el que estira su mano es rescatado.

Llegará a la cuarta vigilia de la noche, o dormirá sobre un cabezal en la popa mientras el mar grita ruidos de mar y el viento azota vientos sobre el mar. Pero llegará.

Y dirá “¡Calla!” y se callará. Pondrá un pie en la barca y todo será calma.

Un día, un preciso día, lo hará. Lo volverá a hacer, como lo hizo en Genesareth.

Pero lo hace ya, lo está haciendo cada vez. Cada vez que alguno sabe que Él puede decir “¡Calla!” al mar y al viento, aunque no lo diga cuando yo quiero. Cada vez que alguno sabe que al poner el pie en la barca habrá ya calma, aunque no lo haga cuando yo quiero.

Cada vez que uno confía en que lo hace. Y en que Él es el único que lo hace.

Lo demás es ruido de mar.

martes, 14 de julio de 2009

Subida

Senda del Monte Carmelo: espíritu de perfección:
nada, nada, nada, nada, nada, nada, y en el monte, nada.


(Manuscrito de san Juan de la Cruz
con un dibujo del Monte Carmelo y dichos,
para las monjas del Carmelo descalzo de Beas)



Nada en el corazón y el sol del cielo
lúcido iluminando todo; y nada
queda en el corazón; ni su desvelo:
del suelo al cielo vuela su jornada.
Se lleva el aire al corazón en duelo,
sin dolor en el vuelo; y la mirada
toda mirando al cielo y nada al suelo
y va de vuelo al cielo, que es morada.
Sol en el corazón y el cielo, en celo,
amante busca el vuelo de la amada
sol del cielo, de puro iluminada;
ya sin duelo en la tierra sin consuelo;
y en esa luz de cielo consolada,
amante amada, que rindió su anhelo.