lunes, 31 de agosto de 2009

Plan de vuelo

El año pasa. La vida. Y todas las cosas, menos las que permanecen.

A veces viaja uno, en el espacio como en el tiempo. Y, tal vez, un día vuelve. Se va uno lejos de casa (de tantas cosas que son nuestra casa para cada quien), lejos de cosas, de asuntos. Los deja, los suelta. No los mira del todo ni los sigue con la mirada. Aunque los esté viendo en otro sentido, incluso viéndolos alejarse. No es que se vayan ellos, exactamente. Tal vez quedan en el mismo lugar en que uno los deja o en el que están. Y no es tampoco que se vaya uno, exactamente. Es hacia dónde va la mirada, en realidad. Y eso, tal vez, pase igualmente con lo que está en el espacio, como con lo que va en el tiempo.

Es de algún modo irse dejar asuntos en manos del tiempo que pasa, como volver a mirarlos y volver a hacerlos presentes puede ser de algún modo volver.

Una imagen, por ejemplo, para ilustrar un aspecto de este asunto.

Supóngase uno en una estación terminal fijada como punto de encuentro, o en una esquina convenida de antemano (y tal vez la cuestión es ésa, precisamente: un punto de encuentro convenido de antemano...)

Muy bien. Allí está uno, en cualquier caso. Pasan cientos de gentes, las hay por todas partes: viandantes, madres, turistas, empleados, secretarias, albañiles, abogados, niños, ingenieros, desocupados, ancianas tramitantes, estudiantes bisognos. La mar de gentes.

Todos son seres vivientes, claro. Todos visibles. Todos vistos por uno. Todos existen. Y todos al mismo tiempo. Todos en sí mismos tienen su densidad e importancia. Todos representan algo para alguien en un sentido existencial y hondo y aun en un sentido menos grave. Todos tienen sus historias, todos portan un dolor y una felicidad. Todos son indiferentes a algo o a alguien. Todos se entusiasman con algo o con alguien. Aman, lloran, ansían, piensan, sufren, ríen. Van por la vida. Existen.

Pero, de un modo serio y definitivo, no le son a uno más que un paisaje móvil. Resultan a la vez tan irremplazables en el cosmos, tanto como sólo son referencialmente numéricos en ese momento. Una multitud, como follaje de la vida. Y tal vez porque la mirada va en otra dirección determinada, los miramos andar y no necesariamente los vemos.

Hasta que distinguimos entre ellos a la persona, aquella persona cuya existencia y presencia nos ha puesto allí, en aquel punto: un fruto entre las ramas y las hojas, una flor entre el verde multitudinario de la foresta de hombres. Y digo distinguimos y creo que eso es: hacer eso, hacer a alguien distinto, un punto en una sucesión de puntos. Esa persona –una cuestión, un tema– lleva un estigma, la marca de un punto en la frente que nos la hace distinta del follaje de cosas, del follaje humano, que nos permite distinguirla. En cierto modo, se entiende, sólo ella –esa cosa, esa persona– existe de un modo distinto.

Y si bien los otros, las otras cosas también son, ella se yergue existencialmente por encima de toda cosa y de todos.

Digo que ocurre tanto con alguien como con los asuntos y las cosas que se nos quedan en el espacio como en el tiempo. Tal vez habrá un asunto, una cuestión, alguna cosa, que distinguimos del resto de las voces y asuntos, del follaje de asuntos y cosas. Y el resto queda atrás, aparte de algún modo, aun siendo y estando entre todos los asuntos que son y están en el espacio y el tiempo. Aun cuando todos ellos, muchos de ellos, nos sean interesantes, o, por decirlo de modo menos trivial, nos sean importantes.

Decía que a veces, tal vez, pasa que uno vuelve. Vuelve a cosas y a asuntos y a personas que han quedado atrás, de algún modo, que han quedado aparte.

Y vuelve a ver. Vuelve a mirarlas, en realidad, para empezar. Y porque vuelve a mirar, ve.

No es un ejercicio siempre voluntario, en el sentido de programado o empecinado. Será con la voluntad, eso sí.

Las razones de nuestros viajes en el espacio y en el tiempo, no siempre nos son conocidas del todo. A veces nuestros viajes se llaman intuición, pero también pueden llamarse descuido. Hay viajes justos y otros injustos.

Ir de aquí para allá, en el espacio como en el tiempo de nuestras vidas, puede ser una aventura con destino, o puede ser producto del tedium vitae. Tal vez haya que tener más lucidez y coraje del que solemos gastar para saber por cuál de todas las posibles razones parecemos interesados en ciertas personas o asuntos y desinteresados de otros.

Los motivos pueden llamarse vanidad, frivolidad y desaprensión, como pueden llamarse verdadero vigor, salud o pureza del corazón. Y hasta ocurre habitualmente que tengan un poco de cada una de esas cosas.

Difícil saber sin trabajo qué nos lleva a la presencia de cosas y de personas. Y tampoco nos es fácil saber del todo por qué en un momento determinado nos alejamos a distancias de años de las cosas que tenemos ante la vista, cosas propias en ocasiones, o cosas que a todos o a muchos o un buen –o mal– número de algunos les parecen definitorias y perentorias.

Y acaso un día volvemos. Y volvemos a mirar asuntos y cosas. Y hasta personas.

A veces pasa que al volver a mirar las cosas se muestran de un modo distinto. Pasa que al mirarlas y verlas después de un tiempo muestran aristas y costados inadvertidos antes. Incluso dimensiones distintas. Porque es claro que el tiempo y la oportunidad hacen cosas extrañas y comprensibles a la vez con el tamaño de los asuntos, con la importancia o significación en nuestras vidas de personas y cosas.

Conmovedoras y apasionadas pudieron haber sido aquellas emociones y mociones fulgurosas y haberse vuelto con el tiempo levemente ridículas y tan opacas como prescindibles. Aquella cuenta angustiante que hoy no puedo pagar, tiene grandes posibilidades de transformarse en un vago recuerdo dentro de dos años. Y más probablemente se volverá un nítido olvido. Una antigua relación, un tópico siquiera que haya perdido el sabor que tenía o que creíamos que tenía cuando solamente nos creaba fofas adiposidades intelectuales o afectivas. Una insipidez de asunto o de persona que nuestro gusto inmaduro y liviano no pudo saborear entonces, pero que ahora nos es imprescindible y nutricio.

En cierto y determinado sentido, ojalá que así sea. Y tanto con las penas como con las dichas.

Hay un aspecto dinámico en la existencia temporal de los hombres que pide prestar atención mientras se va viviendo, por lo mismo que nuestra existencia es temporal. Es aquel dinamismo que nos pide, y nos exige, el recuerdo. El recuerdo que nos hace alejarnos a sabiendas y nos hace retornar a sabiendas.

Pero es ese mismo dinamismo connatural a nuestra existencia temporal el que pide, exige, cierto olvido.

Un dinamismo -ni quieto ni vertiginoso- de nuestra existencia temporal que, bien vivido, podría ser el sembrador que sembrara en uno esas formas destiladas de recuerdo y olvido, de presencia y ausencia que los hombres llamamos desaprensivamente silencio.

jueves, 13 de agosto de 2009

Parábola

Proteges a los hombres que te dieron.
Tú los cuidas.
Custodias sus tesoros, que les duelen
como heridas.
Nunca lejos, discretamente dentro
de sus vidas,
aquietas madrugadas de tinieblas,
noches frías.
Los llevas por veredas que no saben
y que alivian
los miedos, las nostalgias, las traiciones
que no olvidan.

Tú proteges al hombre.
Tú lo cuidas.

En los días sin luz, tú eres el aire
que ilumina.
Y si arrecia ese páramo que taja
como astillas,
o un llanto seco de tristeza muda
que se inquina,
vienes con mansedumbre silenciosa
y los miras.
La intemperie de todos los dolores
se apacigua,
y tu voz, en el mar de las tormentas,
es la orilla.

Tu proteges al hombre.
Tú lo cuidas.

Cuando la sombra ahoga la esperanza,
tú respiras;
y si el combate amarga los dulzores
cada día,
los ojos que te buscan no te encuentran,
pero brilla
algo en el pecho que consuela y basta:
medicina
que cura el corazón de cada pena
que mutila,
para que vuelva entero de esas muertes
que moría.

Tú proteges al hombre.
Tú lo cuidas.

Tú, que esperas mirando al horizonte
mi venida,
y sales a buscarme si no llego;
y mi fatiga
restauras con tu vino y que a tu mesa,
ya servida,
la aromas con el sándalo, el incienso
y la mirra,
te apuras a mi encuentro para darme,
inmerecida,
una fiesta en el gozo de tu casa,
que es la mía.



sábado, 8 de agosto de 2009

Agosto

Agosto llega, al fin. Y agosto llaga
con memorias de luz y viento amado.
Viene sereno agosto, puro, alado
y libre en todo. Sé que agosto embriaga
con vinos de quietud. Destila un mosto
que arde en su noche clara y punza leve
de lado a lado el corazón. Agosto,
león de garra firme y furia breve.
Agosto, agosto... Un día, creo, un día
todo agosto será. No habrá más horas
que las de agosto. Y creo que, a tu vera,
no importa cuándo, agosto, yo tendría
en la hierba que estallas o que doras,
verano, otoño, invierno y primavera.