viernes, 30 de octubre de 2009

Como un río

Y así se va octubre. Y hay que dejarlo ir, nomás. Como un río, manso y poderoso, así pasa con octubre.

Octubre es un mes difícil, me parece. En medio de la segunda mitad del año, puede parecer que no es ni una cosa ni la otra. Acá en el sur del sur, al menos.

No es tiempo de empezar, pero todavía no termina. Es un mes como cansado, diría.

(En el norte es otra cosa, claro. Pero quién está pensando en el norte.)

Vamos a dejarlo ir, entonces. Como un río manso y poderoso, marrón plateado como algunos de esos ríos de por acá, con ese calor de agua que tienen los ríos de por acá, los ríos del nordeste nuestro.

Las imágenes me vienen prestadas, en realidad. Estaba oyendo al Chango Spasiuk y esa música que hace, que tiene tanto de otras partes como del litoral nuestro. Difícil que alguien pueda recoger siglos de música y hacer algo nuevo; y, sin embargo, a él me parece que le sale.

Allí van dos de las cosas que oía. Una se llama Tristeza y la otra Doña Fidencia-Apóstoles.

Y esa música se me figura octubre. Como uno de los ríos grandes nuestros, mansos y lentos, pero poderosos.

Y, ahora que pienso (Spasiuk tal vez no tiene la culpa...), me pregunto si a veces la grandeza no se nos hace un poco como si dijera triste; si la altura y la majestad no tienen para nosotros un aire melancólico.

Será, quizá, que lo alto y lo hondo son lo mismo en cierto sentido. Y que a veces llamamos tristeza a lo que es misterio.

Una idea lleva a la otra. Tal vez estamos demasiado acostumbrados a pensar, parafraseo a Chesterton, en la frivolidad como en un asunto de jocosidad.

Es verdad que ser frívolos en cuestiones de alegría es asunto gravísimo. Pero pienso que no lo es menos ser frívolos en asuntos de tristeza.

Porque si es terrible usar la alegría como un subterfugio de la desesperación y de la vacuidad, es terrible también usar la tristeza como un subterfugio de la vanidad y como una pose de altas -y hondas- preocupaciones.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Garcilaso de la Vega se apresta a recibir a Don Juan de Austria, en el cielo de los grandes de España

He venido a servirte en lo que mandes,
Sire, soy Garcilaso de la Vega,
y ahora es otoño en tu rincón de Flandes.

Es otoño y octubre y sé que llega,
Serenísimo Juan, pronta la muerte
que viene a darte paz en esta brega.

Y estamos hermanados de esta suerte:
octubre es nuestro puerto de partida,
cuando el otoño su borgoña vierte.

Y hermanos somos en dejar la vida
por amor a Don Carlos, cautiverio
que nos da gloria, sin dolor ni herida.

A Felipe, Don Carlos dio el imperio.
Pero tuyo es su fuego solamente,
tuya es la luz del sol y su misterio.

Tuyo el ardor amante, el insolente
destino, el mundo y ese grito osado
de dar batalla contra la corriente.

Yo sé que Alteza nadie te ha nombrado
ni te hicieron Infante de Castilla.
Pero el cielo y el mar te han coronado.

Y en tu corona de grandeza brilla
más que el oro y diademas, tu grandeza,
que más que nada brilla de sencilla.

De mi sangre en mi canto di belleza
y hoy la traigo a tus pies. Vengo a decirte
la alteza de tu luz y tu nobleza.

Quise venir, Don Juan, a recibirte
para cantar con gozo a tu memoria
y algo del gozo de tu luz pedirte.

Aquí, Señor Don Juan, no hay más historia
ni traición, no hay más pena, ya no hay celo:
todo es gloria, Señor, ya todo es gloria.

Llegó hasta el cielo en tu coraje el vuelo.
Ya eres el vuelo mismo. Y mi alegría
por tanto cielo que trajiste al cielo.



miércoles, 7 de octubre de 2009

De una luz en el cielo de Lepanto

El turco ya no está. Y un mar fragante
macera en sal Lepanto día a día.
Llora nostalgias de la voz brillante
del capitán que al batallar reía.
Ahora Don Juan comanda una galera
que navega las nubes de ese cielo.
Otoño en cruz ayer, y primavera
de rosas de rosario ardiendo al vuelo.
Herido va de estrellas. Don Juan pasa
y esparce luz sobre Corinto. Cantos
de mar y cielo dicen la memoria
del capitán amado que se abrasa,
todo fuego, en su fe. Dicen la gloria
de Don Juan en el cielo de los santos.

martes, 6 de octubre de 2009

Che farò senza Euridice (IV)

Hay un vecino ciprés calvo, cerrando el noreste del jardín, que ya está en su gloria verde-oro, erguido y vivaz, joven, renovado.

Me siento cerca de la cidra en flor, a la vera de un jazmín nuevo y ya oloroso y miro la arboladura nerviosa del árbol al viento. Es el potro del ciprés como añoso y borgoña que había hace no más de dos meses. Él mismo es la vejez solemne y la juventud flameante, según el tiempo.

Hay sol y está fresco. Hay que convalecer de trajines y malatías y, mientras, corregir unos papeles de otros. No tanto que no se vaya uno a otros papeles.

Pienso sin mucho concierto en que los asuntos de Orfeo y Eurídice no están lejos de los asuntos aquellos de Galadriel, por los que anduve hace unos meses. No, es verdad: sin mucho concierto. Pero, algo hay. Entre lo que estaba mirando entonces acerca del problema del bien y esta pasión por retener a fuerzas lo contingente, sin distinguir entre lo de la tierra y lo del cielo, por decirlo sin mayores precisiones, algún puente hay.

Siquiera la idea madre de que, por mucho que se quiera retener lo que lo enamora a uno sobre la faz de la tierra –sea en Arda o en Tracia–, sea cual fuere la belleza o la gloria que se desea siempre viva y perenne, no es aquí donde pueda lograrlo uno. Y más: querer retener esa belleza, esa gloria o ese amor bajo el cielo de la luna es funesto para los hombres. Y para los elfos, claro.

Dicen que la Égloga de Garcilaso es pagana en su inspiración, y la estancia que traje también. ¿Por qué? ¿Por la mención del ‘tercer cielo’ de los antiguos? Pamplinas de eruditos. En todo caso, será tan pagana como la segunda carta a los de Corinto, donde san Pablo les cuenta haberle ocurrido otro tanto y con las mismas palabras.

Así que, al final, qué puedo decir: Garcilaso me sabe más bien cristiano en su aspiración de andar a sus anchas con todos sus amores, pero allá.

Allá era, mi estimado Orfeo, no acá. Acá las cosas son diferentes. Maravillosas y espléndidas, con todo. ¿Cómo no? Y de tan espléndidas, uno las retiene y se demora. Y es capaz de bajar al Averno para regresarlas, apenas vestido de muerto, fingiendo morir. Y hasta es capaz de terminar haciendo de su vida un infierno, si cuadra, no sólo por tratar de conservarlas y retenerlas, sino por haber fracasado en el intento.

No es igual querer morir para llegar al cielo que querer morir por no haber podido retener el cielo.

En ese punto, Garcilaso me resulta más próximo al muero porque no muero teresiano, con su ¿por qué de mí te olvidas y no pides que se apresure el tiempo en que este velo rompa del cuerpo y verme libre pueda?

El caso es que Orfeo, según el mito, terminó a los golpes con el mundo, con el que tantas cosas hizo y con el que tanto comercio tuvo y al que tanto amó. En alguna de las versiones clásicas fue despedazado por la Ménades o por los tracios a secas, en algunas otras. Cosas espantosas se dicen del final de Orfeo por allí. Para algunos, el inventor de tantas cosas, entre ellas le atribuyen la cítara y una lira de nueve cuerdas, parece también como un emblema del punto humano en el que se cruza –se junta, se separa- el culto a Dionisos y el de Apolo, divinidades a las que Orfeo sirvió consecutivamente, con lo que ello implica simbólicamente. Por eso dicen que las salvajes Ménades dionisíacas le cobraron caro su desprecio por su patrono, al irse con Apolo. Hay quienes dicen que se volvió misógino al perder a Eurídice y que fue eso lo que le hicieron pagar; puede ser, después de todo y su salvaje femineidad, las Ménades son mujeres.

Además de señalar sus nuevas costumbres de misógino, también dicen que se apartó de la sociedad de los hombres y dejó de hacer música. Y que cuando se la pidieron, merced a su fama, se burló de ellos, furioso, rompió su instrumento enardecido y cantó cosas espantosas. De allí que algunas versiones del mito le adjudican a los tracios a secas la muerte de Orfeo, a quien, en vez de abuchearlo, simplemente lo trucidaron.

Pero.

El ciprés batalla al viento de la tarde con sus ramas de un verde que no parece de este mundo. Los zorzales de la mañana hace rato dejaron sus cantos y se apresta el turno tarde para recibir a las sombras. Y lo bien que hacen.

Me pongo a ver entonces la música de Orfeo. No puedo avanzar demasiado por esa vereda. No como músico porque no soy músico. No tengo imaginación para ponerle un traje musical.

Y, entonces, me gana otra idea: ¿cómo habrá sido la música aquella que tanto conmovió a los dioses que le franquearon el engañoso descenso y el más nefasto ascenso? ¿De qué estaría hecha, qué sonaría en ella? ¿Cómo podrá ser la pena hecha música, capaz de conmover a un dios, si en verdad la divinidad se conmovió, cosa que algunos ponen en duda y hablan sencillamente de una trampa? ¿Qué es eso que aplacó demonios y tormentos en el abismo?

Hay, por su parte, quienes sostienen que a los dioses les cayó mal la debilidad –romántica, diríamos hoy- de este Orfeo desolado y que por eso mismo lo castigaron en su misma ansiedad de querer recuperar aquello por lo que debería haber dado la vida. Así aparece en El Banquete platónico, por ejemplo. Tal vez, muerto de veras, Orfeo se habría unido a Eurídice, cosa extremosa, aunque en algo parecida a la queja de Garcilaso. Incluso podría haber pedido morir en lugar de su tan amada, como le hubiera gustado a Platón.

No puedo evitar sentir alguna simpatía por Orfeo poeta y músico, el amansador de fieras y piedras y trasgos, el civilizador de hombres, dice el mito, a fuerza de donar belleza con la poesía y la música que heredó de su madre la musa Calíope, y con la lira de Apolo.

Haber tañido y cantado melodías que figuran o hacen ríos, forestas y montes y mares no es poca cosa. No es poco para un hombre.

Es tan complejo el mundo de Orfeo. Tan vasta su raíz, tan enmarañada, además. Si no fuera que el asunto se abriría en cientos de caminos, diría que entre Prometeo y Orfeo hay más de un punto de contacto. Al menos, ambas son figuras agridulces y sus finales son de espanto.

Pasó la tarde.

Con el último oeste, ando mirando el penacho ya francamente dorado del ciprés vecino que hizo guardia mientras yo viajaba por el sur surero y por la Tracia y el Hades.

Claro que se pudo hacer ambas cosas: los papeles de otros y los otros papeles. Pero me quedó la música.

Fueron apareciendo melodías y voces que recordé imaginando cómo conmover a los mismos infiernos, si viene al caso. Es probable que algunas suenen parecido. O podrían. No lo sé. Veremos.

lunes, 5 de octubre de 2009

Che farò senza Euridice (III)

Dante tuvo su Beatrice, llena de luz, cuando llegó -después de recorrer Infierno y Purgatorio- a la Luz.

De su mano recorrió los círculos celestes, en un viaje amoroso tanto como místico, que es a la vez una Summa de varios asuntos, pero también una Summa política, entendida todavía al modo antiguo de las esferas del cosmos que se comunican entre sí y también al modo simbólico en el que unos asuntos entran dentro de otros, cosa que nos cuesta entender después de tantos siglos.

Viajes de enamorados, sí. Viajes por el mundo de más allá de este valle, sin dejar de mirar este valle, también.

Sin duda que de otra laya es ese viaje de Dante, distinto al de Orfeo. Con todo, también el de Dante es un emblema de los amores consumados allá y a los que tiende todo amador terreno, lo sepa o no, ame lo que amare. Pero, visto de otro modo, también el viaje dantesco es un modo de ver las cosas de la tierra desde otra parte.

Y así, ya ve mi estimado, no hay modo de que el cielo –y el mundo de más allá de la tierra- no esté mezclado entre las cosas de la tierra, especialmente con el amor de por medio.

El problema, entonces, no es tanto qué cosa sea el cielo sino qué cosa es el amor.

En mis años mozos, y todavía no soy tan viejo, repetía -con mi mala memoria y con gran entusiasmo en mis clases- estos versos impagables de Garcilaso.
Divina Elisa, pues agora el cielo
con inmortales pies pisas y mides,
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas y no pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo, y verme libre pueda,
y en la tercera rueda,
contigo mano a mano,
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos,
donde descanse y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte?
Esta estancia, así se llama este tipo de estrofa, es la anteúltima de la inimitable Égloga I de Garcilaso de la Vega. Es de una belleza mayor. Y parece difícil que en 14 versos alguien pueda incluir tanto asunto y tan condensado como elegante.

Sin miedo y sobresalto de perderte, dice el poeta, algo que también pudo haber querido decir Orfeo. Sin embargo Garcilaso va por otra vía: Estar ambos allí donde tú estás agora, sobre esa tercera rueda, que es el tercer cielo, sin sobresalto de perderte. No aquí en este valle. Allí. Mano a mano contigo en otro llano, otros montes, otros ríos, otros valles. Otros, no los de aquí. Y allí descanse y te tenga ante mis ojos sin miedo de perderte. Porque estamos allí. Y no aquí, que es estar entre lo vario y mudable que se mueve bajo el primer cielo que es el de la luna. Porque allí, en el empíreo, se ven las mudanzas estando uno quedo. Pero de este lado del mundo no quedan quedas las cosas. Y muchas veces desaparecen de sólo mirarlas.

Dicen, yo no lo aseguraría del todo, que este canto del pastor Nemoroso a Elisa, en la Égloga I, está dedicado a una portuguesa, Isabel Freyre, a la que Gracilaso nunca pudo tener ante sus ojos, pues dicen que era tan bonita como le era esquiva, y era muy bonita. Dicen más: que la Galatea que parece renuente a su enamorado Salicio en la primera parte del poema es la Isabel esquiva, y esta Elisa es la misma Isabel pero ya muerta, que finó a edad temprana para terrible desconsuelo del enamorado. Y he allí otra mujer que se va para ya no ser vista en estas márgenes.

Algunos, en voz más baja, aseguran que en realidad son para la esposa de su hermano, Pedro Lasso de la Vega, otra bonita portuguesa: Beatriz de Sá (ay con las Beatrices...), a la que por cierto a Garcilaso sólo le quedaría esperar verla en la tercera rueda...

Como quiera que fuere, y haya sido Isabel o Beatriz, ese será un amor si acaso consumado en la tercera rueda del mundo, allá en el cielo inmutable, allí mismo donde a Dante lo espera otra Beatrice, mujer que, dicho sea de paso, tampoco estuvo jamás mano a mano con Alighieri en la tierra, si le creemos al florentino y a sus biógrafos.

Pero otra vez, ahora con Garcilaso, estamos entre el cielo y la tierra. Ahora yendo de aquí hacia allá, en ese tráfico incesante entre este mundo y el otro cuando de amores se trata. Y amores, dije. No simplemente amor, con r de amor romántico.

Tal vez haya algo más aún. Porque desde aquí, me parece y sin ser por ello caprichoso, se puede ir sin duelo a unos versos del segrer gallego Bernal de Bonaval, que ya mencioné hace varios años, y que aparecen cantados por Amancio Prada, con la música que él les puso.



Por compleja que se vuelva la madeja con todos estos hilos, no se me hace que sean tan distintos, en cierto sentido, los lamentos de aquel Orfeo tracio de los de este Bernal gallego.

Ambos le pelean a la muerte la visión, siquiera la visión, de la amada. A dona que eu amo, que dice Bernal y la Eurídice de Orfeo están de algún modo ambas en manos de un dios que puede mostrarlas -o no- a sus respectivos amados. Y de no hacerlo, ambos sienten, quieren, piden morir. Ni siquiera están muy lejos Garcilaso, Bernal y Orfeo.

La visión y la posesión de la amada o la muerte. La muerte o la ausencia de la amada y la esperanza de cielo. Asuntos complementarios, parecen. O partes de un continuum, propio de los amores y del Amor en este valle, siempre transitando entre las cosas de arriba y las abajo. Mostrando que las de abajo nunca están del todo completas y seguras, y que nunca lo están sin las de arriba; subrayando siempre que la más mínima distracción, y mucho más la mera contingencia, las puede volver humo y cenizas, desvanecerlas en el aire, como a Eurídice.

Y hasta parece cierto que a veces la mera visión a destiempo de lo amado en este valle lo vuelve inhallable, inalcanzable, salvo en el mundo del tercer cielo.

Y a veces, tal vez, ni siquiera allí. Y todo ello con sus secuelas, que son no pocas y bien interesantes, viera usted.

Porque, por ejemplo, allí está también el caso de la mujer de Lot –ésa que no tiene nombre en las Escrituras, aunque la tradición oral judía suele llamar Yrit–, que es un caso que se ha asociado en algo y bastante naturalmente al de Eurídice. La sal inherte, la sombra evanescente.

Pero, por ahora, esto es suficiente para mí.

¿Y cuándo voy a hablar de religión y de política?, me pregunta usted.

¿De veras? ¿Y de qué cree que estuve hablando hasta ahora?

domingo, 4 de octubre de 2009

Che farò senza Euridice (II)

Lindo el campo surero. Linda la tarde fresca en las rutas del suroeste si uno va pensando en la muerte de Eurídice. O en las muertes, sin más. O en la vida.

Y están esas sierras, unas bajas, otras recortadas al fondo fingiendo altura; muchas lomas de nada, algunas. Pero suaves a la vista y serenas.

El cielo que se va apagando en ese rosado levemente presuntuoso, y se rinde al final en esos anaranjados de fuego, después; y más después todavía acarminándose concentrado en un punto más o menos oeste, hasta morir en flamas de ese amarillo tibio de la tarde a campo abierto.

Animales mansos ramoneando la vida, por todas partes. Choiques de cría, unos pocos; tres llamas para lana; ovejas según la zona. Pocos caballos. Canteras ocres, piedras calizas, pastos grises, dorados, verdes de agua reciente. Silencio de aire fresco, de pampa. A mitad camino, una parada en medio de la nada del mundo, viendo crecer un aire y verlo hacerse viento.

Lindo el campo surero.

Uno, claro, va cansado y vuelve más. Pero mirar, mira. Y ver, ve. Oye. Y más adentro. Y algo afuera.

Y se me dio por no dar vuelta la cabeza. Como le mandaron hacer a Orfeo. No mirar a la Eurídice de la vida. O mejor dicho, a la vida Eurídice que cada quien tiene. Y, todavía más exactamente, entrecerrar los ojos para pensar en la vida como en Eurídice y en Eurídice como en asuntos de esta vida.

Porque, amigo mío, Eurídice apenas si es una mujer. Y se me ocurre que mucho más es algo, de lo que la mujer y el amor a la mujer quizá sólo sean un signo; un signo fuerte en el mito, aunque no tan poderoso como lo que tal vez haya –si tengo algo de razón– detrás de la mujer Eurídice.

Impresionante y doloroso le habrá sido al Orfeo del mito ver deshacerse ante los ojos a la mujer amada, lastimosamente muerta antes y trabajosamente recuperada del Averno después, y esto nada más que porque los dioses se encantaron con los conmovedores lamentos líricos de Orfeo, oyendo con piedad y emoción lo que él mejor sabía hacer.

Así fue entonces que le dieron la ocasión de ir a buscarla, descender a los infiernos y llevarla a la luz del día y recobrarla. Pudo volver del reino subterráneo para verla viva otra vez, resucitada, y ya no perderla. La única condición que le impusieron había sido no mirarla siquiera sino hasta que estuviera por completo fuera del Hades. Sólo y apenas un pie en los reinos oscuros tenía todavía Eurídice cuando Orfeo se dio vuelta y, todo a la vez, la vio y dejó de verla para siempre. Terrible asunto, sí. Aunque no puedo negar que me gusta pensar que al Orfeo tracio de verdad le fue más doloroso todavía, si acaso le pasó algo así o parecidamente así, que bien puede pasar.

Pero. Me inclino a mirar el asunto de otra suerte. ¿Usted dice que Eurídice no es una mujer? No, no dije que no fuera. Digo que, me parece, en el mito Eurídice es al menos un mujer, no sólo; digo que es además una mujer, pero, a mi sabor, es principalmente otra cosa.

Como en círculos concéntricos, creo ver que el primero y más exterior -la carne del mito, digamos- es la mujer Eurídice. Y todo el asunto tiene allí un sentido homogéneo. Basta pensar en ella como una mujer amadora y amada, basta ver el amor de Orfeo, las circunstancias, la trama de ese primer círculo, y la historia se cuenta sola. Tanto y sola que el asunto encantó a muchos desde el comienzo. Pero, creo, esa es la carne del mito. Como su materia.

Detrás de esa apariencia, hay otro círculo que con los mismos materiales bien puede referirse a otra cosa.

Por cierto que lo que es símbolo o mito, puede entenderse en capas diversas e impregnar sentidos complementarios unos de otros que encastran y se traban entre sí.

Como si dijera que, en la medida en que el amor a una mujer es emblema de amores, bien pueden otros amores están simbolizados en ese amor. Y entonces, así, el amor a una mujer no es el amor mayor, aunque en ella se cifra el amor mayor. En la misma medida en que, creo, el amor puede ser el emblema de otras uniones, de otras consubstanciaciones. Así como la fidelidad a una mujer es más que a una mujer, el amor a una mujer es más que a esa precisa mujer, o a una genérica mujer.

Y eso querrá decir entonces que habrá que ver el amor no sólo como lo que se nos aparece siendo, aunque al menos como lo que se nos parece siendo. Y así, hasta la política tendrá que verse como amor, por raro que parezca, fíjese lo que le digo.

A la vez, en mi caletre arrasado por las tierras y las luces sureras, pensaba entonces que la música y la poesía que Orfeo sabía como pocos, no eran en el mito solamente la mención de dotes encantadoras del buen Orfeo. Aunque hay versiones distintas, la historia dice también acerca del fin de Orfeo y la relación de ese fin con la música y la poesía que bien se sabía.

Sin necesidad de ponerme órfico, pensaba entonces en Orfeo a la vez como un arquetipo y un hombre a la vez. Con lo que Eurídice corría suerte pareja a la de su amador.

El paisaje abierto puede hacer eso con la mirada. Permite que uno extienda el asunto todo a lo largo y ancho y alto del campo y el cielo, sin tiempo ni apuro.

Claro, eso si acaso no oscurece antes, casi de repente, y se queda uno como en los abismos de Eurídice, suspendiendo la mirada con precaución y temblor, para que tampoco se deshaga la visión de lo que uno va mascullando, así como se deshizo la enamorada de Orfeo con sólo verla antes de que saliera de los abismos, mitad sombra, mitad luz.

Pero, al fin, me digo: ¿qué apuro hay?

En un poco de tiempo más, habrá tiempo surero para otro tanto, si es que uno tiene todavía esas cosas en la sesera. Y en el corazón.

Con miles de años en las espaldas, ¿quién piensa en resolver a las corridas las cosas del cielo y de la tierra y los abismos, mientras vaga por las tierras del sur en este mundo sublunar?

Yo no, le anticipo.

viernes, 2 de octubre de 2009

Che farò senza Euridice

No sé cuántas versiones hay de esta aria de Orfeo y Eurídice del alemán Christoph Willibald Gluck, sobre unos versos que compuso para el libreto el poeta Rainiero de Cazalbigi, que modificó el mito original siguiendo a Ovidio, para darle al asunto final feliz.

No sólo hay decenas de versiones: las hay para toda suerte de voces y registros, varones y mujeres, tenores, contraltos, contratenores.

En mis años jóvenes me aficioné a una versión de Pavarotti, claro. Pero con el tiempo incorporé más de una docena de voces distintas, con sus más y sus menos y no porque la de Luciano no me gustara. Así, también y de paso, tuve tiempo en estos años para mirar con más atención a Orfeo.

Veamos la música.

Ahí está, para empezar por alguien, el modo como lo dice Michael Chance, por ejemplo, un contratenor.





O Andreas Scholl, más depurado dicen y más grave, aunque también él contratenor.





Pero, también y no puedo omitirla, está la fabulosa Teresa Berganza.





Y, si ya estoy aquí, entonces cómo no voy a recordar al mítico Tito Schipa. Dicen que no tenía voz. Claro. Pero le da una naturalidad al lamento de Orfeo, que al final resulta tal vez bastante más creíble que el virtuosismo de otros, o casi. Por lo menos, a mi gusto.






Pero.

Finalmente, y bastante más allá de Gluck, está el poderoso mito de Orfeo y Eurídice.

No ahora, no. No mientras viajo y ando por allí y más allá, en otros asuntos que ni a Platón, ni a Virgilio, ni a Ovidio, ni a nadie como la gente le interesarían tanto como lo que les interesó el asunto de Orfeo.

Eso vendrá otro día, si cuadra, con más tiempo. Orfeo, entretanto, sigue cantando su lamento sobre la muerte de Eurídice.

Ay, muchacho… Como si para Orfeo todo el asunto fuera la muerte de Eurídice, que no es poco, pero...

En fin, no me hagan hablar.