domingo, 4 de octubre de 2009

Che farò senza Euridice (II)

Lindo el campo surero. Linda la tarde fresca en las rutas del suroeste si uno va pensando en la muerte de Eurídice. O en las muertes, sin más. O en la vida.

Y están esas sierras, unas bajas, otras recortadas al fondo fingiendo altura; muchas lomas de nada, algunas. Pero suaves a la vista y serenas.

El cielo que se va apagando en ese rosado levemente presuntuoso, y se rinde al final en esos anaranjados de fuego, después; y más después todavía acarminándose concentrado en un punto más o menos oeste, hasta morir en flamas de ese amarillo tibio de la tarde a campo abierto.

Animales mansos ramoneando la vida, por todas partes. Choiques de cría, unos pocos; tres llamas para lana; ovejas según la zona. Pocos caballos. Canteras ocres, piedras calizas, pastos grises, dorados, verdes de agua reciente. Silencio de aire fresco, de pampa. A mitad camino, una parada en medio de la nada del mundo, viendo crecer un aire y verlo hacerse viento.

Lindo el campo surero.

Uno, claro, va cansado y vuelve más. Pero mirar, mira. Y ver, ve. Oye. Y más adentro. Y algo afuera.

Y se me dio por no dar vuelta la cabeza. Como le mandaron hacer a Orfeo. No mirar a la Eurídice de la vida. O mejor dicho, a la vida Eurídice que cada quien tiene. Y, todavía más exactamente, entrecerrar los ojos para pensar en la vida como en Eurídice y en Eurídice como en asuntos de esta vida.

Porque, amigo mío, Eurídice apenas si es una mujer. Y se me ocurre que mucho más es algo, de lo que la mujer y el amor a la mujer quizá sólo sean un signo; un signo fuerte en el mito, aunque no tan poderoso como lo que tal vez haya –si tengo algo de razón– detrás de la mujer Eurídice.

Impresionante y doloroso le habrá sido al Orfeo del mito ver deshacerse ante los ojos a la mujer amada, lastimosamente muerta antes y trabajosamente recuperada del Averno después, y esto nada más que porque los dioses se encantaron con los conmovedores lamentos líricos de Orfeo, oyendo con piedad y emoción lo que él mejor sabía hacer.

Así fue entonces que le dieron la ocasión de ir a buscarla, descender a los infiernos y llevarla a la luz del día y recobrarla. Pudo volver del reino subterráneo para verla viva otra vez, resucitada, y ya no perderla. La única condición que le impusieron había sido no mirarla siquiera sino hasta que estuviera por completo fuera del Hades. Sólo y apenas un pie en los reinos oscuros tenía todavía Eurídice cuando Orfeo se dio vuelta y, todo a la vez, la vio y dejó de verla para siempre. Terrible asunto, sí. Aunque no puedo negar que me gusta pensar que al Orfeo tracio de verdad le fue más doloroso todavía, si acaso le pasó algo así o parecidamente así, que bien puede pasar.

Pero. Me inclino a mirar el asunto de otra suerte. ¿Usted dice que Eurídice no es una mujer? No, no dije que no fuera. Digo que, me parece, en el mito Eurídice es al menos un mujer, no sólo; digo que es además una mujer, pero, a mi sabor, es principalmente otra cosa.

Como en círculos concéntricos, creo ver que el primero y más exterior -la carne del mito, digamos- es la mujer Eurídice. Y todo el asunto tiene allí un sentido homogéneo. Basta pensar en ella como una mujer amadora y amada, basta ver el amor de Orfeo, las circunstancias, la trama de ese primer círculo, y la historia se cuenta sola. Tanto y sola que el asunto encantó a muchos desde el comienzo. Pero, creo, esa es la carne del mito. Como su materia.

Detrás de esa apariencia, hay otro círculo que con los mismos materiales bien puede referirse a otra cosa.

Por cierto que lo que es símbolo o mito, puede entenderse en capas diversas e impregnar sentidos complementarios unos de otros que encastran y se traban entre sí.

Como si dijera que, en la medida en que el amor a una mujer es emblema de amores, bien pueden otros amores están simbolizados en ese amor. Y entonces, así, el amor a una mujer no es el amor mayor, aunque en ella se cifra el amor mayor. En la misma medida en que, creo, el amor puede ser el emblema de otras uniones, de otras consubstanciaciones. Así como la fidelidad a una mujer es más que a una mujer, el amor a una mujer es más que a esa precisa mujer, o a una genérica mujer.

Y eso querrá decir entonces que habrá que ver el amor no sólo como lo que se nos aparece siendo, aunque al menos como lo que se nos parece siendo. Y así, hasta la política tendrá que verse como amor, por raro que parezca, fíjese lo que le digo.

A la vez, en mi caletre arrasado por las tierras y las luces sureras, pensaba entonces que la música y la poesía que Orfeo sabía como pocos, no eran en el mito solamente la mención de dotes encantadoras del buen Orfeo. Aunque hay versiones distintas, la historia dice también acerca del fin de Orfeo y la relación de ese fin con la música y la poesía que bien se sabía.

Sin necesidad de ponerme órfico, pensaba entonces en Orfeo a la vez como un arquetipo y un hombre a la vez. Con lo que Eurídice corría suerte pareja a la de su amador.

El paisaje abierto puede hacer eso con la mirada. Permite que uno extienda el asunto todo a lo largo y ancho y alto del campo y el cielo, sin tiempo ni apuro.

Claro, eso si acaso no oscurece antes, casi de repente, y se queda uno como en los abismos de Eurídice, suspendiendo la mirada con precaución y temblor, para que tampoco se deshaga la visión de lo que uno va mascullando, así como se deshizo la enamorada de Orfeo con sólo verla antes de que saliera de los abismos, mitad sombra, mitad luz.

Pero, al fin, me digo: ¿qué apuro hay?

En un poco de tiempo más, habrá tiempo surero para otro tanto, si es que uno tiene todavía esas cosas en la sesera. Y en el corazón.

Con miles de años en las espaldas, ¿quién piensa en resolver a las corridas las cosas del cielo y de la tierra y los abismos, mientras vaga por las tierras del sur en este mundo sublunar?

Yo no, le anticipo.