lunes, 23 de noviembre de 2009

Don José

La primera ginebra que tomé en mi vida, me la convidó un caballero. No. No dije “un caballero…”

Dije un verdadero caballero.

Tenía yo 17 años y él más de diez que los míos. Yo empezaba mis Letras y él coronaba las suyas, que ni falta que le hacía, creo. Estábamos en el bar de la facultad y él tenía acceso regio al licor que la universidad vedaba, con cierta vacuna estolidez. Y se lo merecía. Al menos el posadero tenía buen sentido y sabía distinguir a los hombres distinguidos.

Tan jovial y rotundo era, tan noble y sereno. Además, fumaba Particulares 30, que siempre fue cosa respetable y de apreciar. Recuerdo un conejo a la cacerola memorable, una noche sin tiempo, en su casa. Entre la primera colada y la segunda del animalito en sus hortalizas, regada la mesa de bon vin, y ginebra en porrones sucesivos, leímos poemas mutuos hasta la madrugada, hombre anfitrión y pródigo; mirábamos, con su mujer de testigo, los dibujos que él hacía, las letras que dibujaba con maestría, los diseños de los muebles que había fabricado, los planos de la casa que había remodelado, y todo sorteando el sueño de sus hijos chicos por entonces, yendo de cuarto en cuarto para ver aquello y esto, como un trío vagabundo en una especie de viaje por la ciudad callada y dormida que era su casa.

Era un señor. ¡Qué feliz estoy de haberlo conocido y de haberle tenido tanto cariño a semejante bondad de alma! Se merece el cielo, fíjense lo que les digo. Y me alegra tanto saber que seguramente allí está ahora, después de dolores lacerantes y hondos, que jamás vi que se le volvieran agrios.

Se me acuerdan ahora aquellos versos de Marinero en Tierra que Rafael Alberti le hizo a Garcilaso y que se le aplican al buen amigo que se nos murió anoche.
Si Garcilaso volviera,
yo sería su escudero;
que buen caballero era.

Mi traje de marinero
se trocaría en guerrera
ante el brillar de su acero;
que buen caballero era.

¡Qué dulce oírle, guerrero,
al borde de su estribera!
En la mano, mi sombrero;
que buen caballero era.
¡Qué homenaje nos ha hecho este buen hombre con su paso por este valle!

En el primer número de aquella revista entusiasta, que hace tiempo no mento por aquí, y de la que él participó con el entusiasmo de un príncipe y la humildad de un verdadero rey, dejó escritos unos versos que pongo ahora aquí como envío.

Tal vez con un sentido del humor tan fino como benévolo, puso en aquel poema que era un poema por amor, dos epígrafes. Uno, del De docta ignorantia, de Nicolás de Cusa: La precisión de la verdad luce de un modo incomprensible en las tinieblas de nuestra ignorancia. Y otro de La decadencia del analfabetismo, de José Bergamín: Cuando llegamos al fondo es cuando vemos que es superficial.

Tus repliegues uno a uno desdoblando
penetro ansioso con ojos que no ven
ni el andamio, ni el soporte, ni el sostén
que para mí te has ido apuntalando.

-Ciego soy.

Y… cuando al fondo tuyo voy llegando
me abruma no haberlo descubierto cien
mil veces otrora, o antes, más que ahora, amén
de que hay más, mucho más, que voy tanteando.

-Ciego voy.

Pueda yo descubrir dentro mío algo así
de tu mano, con tu lumbre, el pedernal
horadando hasta la veta que haya en mí…

-Luz de ti.

Ya recóndita, ya profunda o abismal…
¡mas que vea lo que yo hasta ahora nunca vi
o arda una pavesa en mi yesca banal!

-Ciego fui
-que no vi
-que era así.

No tengo modo –ni ganas– de explicar ahora el bien que le ha hecho este buen hombre a sus alumnos de tantos años, a sus amigos, a tantas gentes, y todo en un silencio que lo honra todavía más.

Y no puedo –y no quiero– evitar la felicidad que me da recordar su discreción, su generosidad, su valiente mansedumbre.

Fue un buen caballero. Tiene razón Alberti.