jueves, 31 de diciembre de 2009

Veinte años (III)

Pues, bien.

Otro año. Pasó. Y viene uno más.

Años del calendario, por cierto: Chronos puro.

Lo demás es Kairós.

(Vi que para los psi, Kairós es insight. ¡Qué tiernos son! ¿Nunca dije que los psi no me caen bien? ¿Sí lo dije? Ah…)

No es igual. No es lo mismo, para nada. Me refiero a Chronos y Kairós, claro.

Chronos, por ejemplo, está diciendo ahora mismo cosas extrañas sobre lo que soy y la edad que tengo, o sobre los años que he vivido, los que he ganado. Y los que he perdido. Y se arroga un saber sobre mí y sobre mis cosas que no tiene en absoluto; y ni qué decir de lo que cree saber acerca de la historia. Mide y habla de medidas como si la pura y dura medida por sí nos hiciera alguna mella. Pero Chronos es Chronos, qué remedio. Él debe de haber inventado frases estúpidas sobre el tiempo, como eso de que el tiempo es oro, o eso otro de que a los males los cura el tiempo, o eso de que no hay que perder el tiempo (pronunciado como lo pronuncia él, siempre goloso y fagocitador de toda cosa, con la excusa de que él es el tiempo…)

Chronos mide y hace estragos al medir, pobre. Cree que es la misma materia y forma del tiempo.

Casi como el hijo mayor de la parábola del pródigo, refunfuña ante Kairós y más refunfuña ante el Señor de cada Instante.

Habrá sido él quien le habló al oído a Abraham cuando le hablaron de que sus hijos serían como las arenas del mar, y también a la incrédula Sara cuando le dijeron que iba concebir. Tiene que haber sido él el que empujó la espada de Pedro en el huerto. No pudo ser sino él el que le calentó la cabeza a Judas. Pobre Chronos. Si supiera que es la mitad, si acaso, del tiempo.

Si él supiera lo que, por ejemplo, sabe Kairós sobre los veinte años que hubiera dado papá por tañir un instrumento. Pero Chronos no entiende frases así. No sabe qué significan en el corazón de los hombres ni los veinte años, ni la semana, ni los minutos.

Él los mide, los pone en fila como patitos y los hace marchar. Sincronizados, claro. E intenta que suframos por eso (o que nos alegremos, a veces), por el transcurso a secas, mecánico y fatal, como si no hubiera en el paso del tiempo nada más que una extensión mensurable.

Chronos no conoce alegrías o tristezas. Entiende los fuegos artificiales porque es 24 de diciembre a las 23 horas, ó es 31 a las 12 de la noche. Sabe de las lágrimas porque es un aniversario. Sabe de la ansiedad porque cuenta los segundos para atrás hasta la hora convenida o fijada. Conoce la alegría cuando ve que es mi cumpleaños en el almanaque o porque el partido que voy ganando terminó cuando el cronómetro marcó el final. Pobre Chronos.

Mi Kairós habla otro dialecto, a Dios gracias. Apenas si ve las hojas de abajo del almanaque. Le gustan más las de arriba, claro: paisajes, pinturas, hasta frases insólitas. Es comprensible. Es Kairós. Es lo más parecido al tiempo humano; es el tiempo humano en realidad, es la substancia del tiempo humano, por tiránico que sea su vecino Chronos. De su materia está hecha el mundo y nosotros. Y yo.

Kairós sabe algo de hojas verdes o secas, sabe de frutos y flores, sabe de la desesperación o del éxtasis. Los conoce, desde adentro (sin insight, amigos, sin insight…); Kairós ve mientras Chronos solamente camina. Kairós respira y llora y ayuna y se demora y quiere la eternidad del abrazo, del beso a la frente del hijo, la plenitud de la fiesta, la eternidad del encuentro y del desencuentro.

Kairós -creo al final que fue él- le dijo a mi padre que dijera que veinte años de una vida bien pueden usarse como moneda de cambio, que veinte años son nada porque son mucho y son mucho porque son nada (lástima que el tango Volver diga otra cosa…); se lo dictó, creo, irónicamente. Le dijo que la felicidad tiene algo de eterno, de acrónico. Le dijo, cada vez que papá decía aquello, que es así la eternidad: el instante, el intenso y alto y hondo instante.

Y es así con cada cosa que toca y bendice Kairós.

Después, si acaso, volveremos a ello con el corazón, recordaremos y la felicidad –y a veces la pena misma- de entonces será la substancia de la que volvamos a sentir al recordar. Pero Chronos no estará allí, casi. Volveremos allí de la mano de Kairós, como nuevos y estrenando el afecto o la emoción o la admiración y la sorpresa, no importa el tiempo que haya pasado.

Y un día, también de la mano de Kairós, seremos conducidos y estaremos –ya no será volver, discúlpeme, don Platón…-, cara a cara con aquella cara que fue nuestra dicha; cara a cara con aquella voz; cara a cara con aquella calle –sí, Dolina, de verdad será…-; cara a cara, incluso, con aquello que alguna vez Kairós nos quitó de adelante y no pudimos alcanzar o ver.

Y entenderemos.

Y entonces Chronos, al fin, espero, entenderá.

Veinte años (II)

Lo que uno querría es una cosa. Lo otro, es otra cosa.

Puede pasar que uno quiera tanto alguna cosa que esté dispuesto a dar lo que tiene, y hasta lo que no tiene, por hacerse de ella. Y supongo que una parte de lo que mi padre decía tenía ese sentido.

Pero creo que la frase es cómoda para cuando uno quiere algo que no hará. Al menos cómoda en un sentido psicoespiritual. Consuela y calma pensar de ese modo. Acomoda un apetito, lo hace menos gravoso y, finalmente, hace que lo apetecido no pida nada a cambio. Porque quizá no se trata de dar, ni de hacer.

Daría veinte años de mi vida. Daría, obsérvese bien. No los daré, claro. Pero los daría. En suma, es nada o casi: no tengo que dar mis años.

Ahora.

¿Es algo que vale la pena aquello por lo que daría mis años? ¿Tanto? ¿Es algo apetecible por sí, en sentido lato? ¿Quiero algo –lo que fuere- que verdaderamente podría obtener, ni hablar de que debería obtener? ¿Por qué el daría, entonces? ¿Por qué la frase misma, sin ir más lejos? Hágalo, mi amigo, y ya no diga nada. Y si es que tiene que, con más razón: hágalo. Tal vez quiere decir que debería hacerlo si pudiera quererlo lo suficiente, pero de hecho no logro quererlo lo bastante. No porque no sea bueno, ni para mí. Tal vez porque ni siquiera lo quiero-quiero, sino que me parece o me figuro que debería quererlo. Pero hay algo que en la frase dice -a mi sabor- que no tengo siquiera que quererlo demasiado, ni morir por ello. No es algo estrictamente mío tal vez. No es algo para mí. Es un querer más bien afectivo que quién sabe en lugar de cuál querer efectivo ha venido a quedar. Digo que lo haría, digo que daría una parte de mi vida por hacerlo. Lo digo. Y al decirlo queda dicho y si está dicho, de algún modo, se me hace que está hecho, está cumplido, está realizado o patente mi deseo verdadero. Mi deseo, claro, en todo caso. O la expresión, más bien, de un deseo que de alguna manera me honra formular. Y, creo, al fin con todo y sin embargo, que nada de eso es del todo verdad, lamentablemente. Puede fallarme la voluntad, claro, y así no hacer lo que hay que hacer. No hacer lo que hago, no estar haciendo lo que tengo que hacer, diríamos más ramplonamente. Pero creo que en general esas cosas se dicen respecto de algo que sé casi de cierto que no haré y hasta casi que no tendría por qué hacer.

Hasta allí, por ahora.

Pero hay algo más. Y ahora tomándome la frase en serio. O, al menos, un aspecto que me apasiona de esa frase: veinte años de mi vida.

No es nada el hecho de pensar siquiera cuántos años tiene mi vida y si acaso de ella podría sacar veinte años para dar a cambio de una digitación melodiosa y precisa, o de lo que fuere que quisiera o dijera querer, a cambio de esos años. Que si no tengo años o no me sobran, ni modo.

Por eso hay algo que me gusta más pensar e imaginar, ya que estamos: ¿Así que veinte años? ¿Y cuáles veinte años, me gustaría saber?

Supongamos, efectivamente, dar veinte de los años de mi vida; pero eso, en todo caso, tendrá que ser sin discriminar los años “valiosos” de los comunes y prescindibles. Porque eso estaría bastante mal, si vamos a ver: dar los que creo que me sobran o no querría ya tener que andar cargando, es algo que desluce la frase y la misma acción: doy cosas de supuesto escaso valor o nulo a cambio de algo que siento valioso asaz. Muy feo es eso. Sí, señor. No debería ser así. No, señor.

Pero, por otra parte, ¿dijo prescindibles? ¡Ja! Claro que esos años no existen: ¿cómo se le ocurre pensar que hay en realidad años baldíos y descartables?

Porque, veamos un poco: ¿cuáles años le gustaría a usted descartar o donar a cambio, si dice que habrá de desprenderse de esos 20? ¿Los del dolor? ¿Los de la sombra? ¿Los de la enfermedad y la muerte? ¿Los del deseo frustrado o la mera y habitual frustración? ¿Los del desprecio o el menosprecio? ¿Los de la espera incumplida? ¿Los de la opacidad o la amargura? ¿Los del odio? ¿Los años infecundos o estériles? ¿Los de nada de nada?¿Los de la desesperación? ¿Los años de la distancia y la nostalgia? ¿Los años sucios? ¿Los años de la infelicidad y el ahogo? ¿Los años de la injusticia? ¿Los años del daño y la mentira? ¿Los años del mal?

No.

No, mi querido amigo. No. En absoluto.

Ni aun dándole crédito a la frase la puedo salvar por ese lado. No hay una sola brizna del tiempo prescindible, así, de ese modo. Si el caso fuera de dar tiempo a cambio de algo, siempre estaría dando algo valiosísimo. Siempre.

Si me pongo a pensar, claro que yo propio voy a encontrar veinte años de los que me gustaría, me convendría, estoy seguro de que me sentiría feliz de poder deshacerme. Y si me pidieran el doble, también encontraría. Pero eso sin pensarlo bien. Eso a las apuradas, atolondrado y loco. Porque, de veras, no hay tiempo baldío.

De veras que cada segundo es un acto de misericordia que tiene raíces infinitas.

Sí, oyó bien: el tiempo es misericordia. El tiempo es bienaventuranza. Para el hombre lo es. Para cualquiera y todo hombre.

Veinte años

Mi padre cantaba. Mucho. Había hecho una carrera desde chico en esas cosas y la interrumpió abruptamente. Pero era bueno en eso. Tenor de joven, barítono después, cuando ya cantaba porque sí y para sí. Ya podrán los paladares de gourmet decirme que si esa coloratura y ese tal por cual y el otro que trina el treno. Uf.

El caso es que papá cantaba. Y silbaba. Mucho también. De tan musical que era, componía versos y era bastante bueno también allí, aunque, con la escuela jesuítica a las espaldas, le costaba pasar por alto tropos y recursos. Pero tenía buen gusto, debo decir, por lo que recuerdo, porque murió relativamente joven. Había hecho letras y le gustaba ponerle melodías a las cosas que había leído. Hay que decir también que sus letras, como la carrera lírica, se cortaron de pronto. Quedaron de ambas cosas magníficas hilachas. Pero hilachas. Pero magníficas. Pero hilachas. No pude aprovechar lo que hubiera querido, porque cuando él se iba, yo llegaba. Con todo, hace treinta años que murió y todavía hallo cosas suyas muy de tanto en tanto y de veras valen la pena.

Pero.

Cuando íbamos a Córdoba –fue así hasta mis 17 años- cada verano, se juntaban los tres hermanos: una solterona, un cura y el menor, papá. La primera cosa después de acomodar las maletas en la casa, era irse al piano ella, al violín el cura y papá en un sillón verde oscuro de cuero, en la penumbra del cuarto más fresco de aquella casa. Nosotros, los chicos, alrededor. Y empezaba el concierto. Primero se desentumecían los dedos de la pianista durante una media hora con piezas triviales, como de Mozart (no se pongan así…, sé lo que digo) o zambas de Ariel Ramírez. Mientras, el violín crujía afinando. Papá, mudo, las manos entrelazadas a la altura de la boca, los codos en los apoyabrazos, reposaba; se sacaba los anteojos, los ojos entrecerrados oyendo a su hermana. Al fin, ella se daba vuelta y miraba a mi padre: “¿Vamos…?”, preguntaba críptica y papá, sin moverse de su posición, asentía. Así era cada vez. Y empezaban. Ella cantaba mirando el teclado, mirando a un punto indefinido cuando levantaba la cabeza y mirando a la gloria del canto en ese trío, que era su hermano menor. Modulaban al principio, aunque parecía que cantaban, como si ensayaran. De pronto, con un acorde del piano que parecía una contraseña, se terminaban los aprontes y arrancaba una cosa en serio. Así por un rato. Y por las noches o cuando había un hueco otro tanto. A veces, cuando estábamos en la casa de las sierras, se hacía sobremesa bajo las estrellas, se apagaba el farol y empezábamos otra vez. Y empezábamos porque entonces los demás, especialmente mi hermana mayor y yo, podían acompañar. Y aprender. La sierra silenciosa se llenaba de dos, tres, cuatro voces armonizando a capella canciones viejas, italianas -bastante dialecto norteño- y españolas o argentinas, algo en alemán. Una cosa rusa que entonaban. Bromas líricas algunas, melancolías suyas otras. Cualquier cosa pasaba por el tamiz de las armonías, aunque fuera una marcha militar que terminaba pareciendo un madrigal o una po´lifonía del XVII. Y así por hora, hora y media. Cuando se daba el fin de fiesta, todos a dormir, menos mi padre que se quedaba en una reposera de tijera, en silencio bajo las estrellas, no sé hasta qué hora, porque yo era de los que tenían que acostarse.

En esas ocasiones, como en otras musicales (tal vez en algún concierto, u oyendo algo en disco o radio), papá, en algún momento, mirando con los ojos entrecerrados, solía decir: “Daría veinte años de mi vida por tocar así…”, y se refería al instrumento del caso, especialmente piano o guitarra, que eran sus preferidos. Cantaba y escribía pero apenas si tocaba algo. Pocas veces lo vi al piano y menos veces con una guitarra en la mano.

Creo que uno de los nombres del cielo para él era la lira literal: poder tocar con arte algún instrumento.

Ya lo he dicho alguna vez en esta bitácora. Durante años oí aquella frase. Muchas veces la repetí. Creo que hasta que murió, acríticamente. Después, creo que es natural, la pensé. Hace treinta años que solamente la he usado como si dijera al revés. Muchas veces la he analizado con otros, para decir qué se me hace que lleva ese deseo en sus entrañas. Y por qué tomarla al pie de la letra es tan peligroso. No sólo porque es peligroso tomar sólo la letra de algo y no su espíritu. Sino porque en el espíritu de ese dictum paterno algo hay que no está del todo bien.

El sentido y valor tópico creo que se entiende y con cierta facilidad. Dar algo a cambio de algo. Dar algo valioso y muy querido a cambio de algo tan valioso como apreciado. No es raro. Es natural. Casi diría que es la extensión de aquello de vender todo lo que se tiene y comprar el campo donde está enterrado un tesoro. También vale como oblicua exclamación admirativa cuando uno se delita tanto con lo que otro hace bien, que daría algo propio y querido por poder hacerlo y hacerlo así. También podría sonar como una admiración y deleite superlativos.

Bien. Fácil de ver.

Pero en el espíritu de aquella expresión había algo que no era tan fácil de ver. No se aplicaba a un género, se aplicaba a una especie de cosas y casi a un individuo determinado: hacer una determinada cosa. Y no es solamente querer hacer algo, que así dicho hay quien quiere haber nacido en otra época o no ser quien es. Se trata, en el caso de la frase, de querer hacer algo posible de hacer para uno, se entiende. Poder hacer algo y dar veinte años de la vida para lograrlo. Por eso. Casi diría que lo más peligroso de aquella frase que tantas veces le oí a papá es que era (parecía ser, siempre oí que era) literal.

Daría veinte años de mi vida.

Mire usted. ¿De veras?

En fin: veremos.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Hablemos de sexo (es decir, de plantas…)

No sea torpe, m'hijo... ¿Cómo se le ocurre que voy a a hablar de eso...? Ni con el sexo de los ángeles me voy a meter ahora. Ni con ningún otro.

Simplemente, le digo que hablemos del jardín.

Si hay alguien a quien respeto la mar en esas lides, ésa persona es mi madre. Harto tengo a más de cuatro ponderando sus sutilezas verdes. Pero. Una cosa es lo que ella sabe y el modo de saberlo. Con eso ya tendría uno bastante, no tanto oyéndola jardinear, sino viéndola. Y entonces uno sabe que el mundo se divide en dos: los como ella y los otros. Son raros los como ella, conozco pocos, y por suerte varios. Algunas de ellos son mujeres y ahí está la cuestión.

No sé si ha notado usted, caro amigo, que en general las mujeres dicen el jardín de un modo, lo ven de un modo, lo hacen de un modo. No diré femenino, aunque debería. Pero es distinto del modo masculino, casi siempre.

Habitualmente, el varón se aplica de un modo substantivo a la cuestión. Menos adjetivo y casi nada adverbial, salvo en el caso de los veros-veros, que sí lo hacen de modo íntegro y armónico, adverbios también incluidos. Circunstancias y medidas, tiempo y lugar, modo y causas. Siembras, podas, gajos y trasplantes, cosechan y floraciones, sol y agua y sombra y viento: todo lo saben sin medirlo, casi. Hay quienes saben eso de un modo empírico y otros científicamente. Me gustan más los primeros, no puedo evitarlo, sobre todo porque –y cómo- aplican las manos y tallan y hunden los dedos en la tierra y deshojan con suavidad y como al descuido, pero con la precisión y la elegancia de un relojero.

El asunto es que empalmé el insomnio lunar de anoche con el tren rápido de la mañana y me fui unas horas a la ciudad. Volví pasado el mezzogiorno y como un autómata, calcé vestes de labor y me zambullí en el jardín. Y ahí me di cuenta, al cabo de un rato, de mi extraño y habitual soliloquio acerca de las cosas que se van haciendo. Soliloquio frecuentemente mudo, que no habla tanto de las cosas inmediatas, sino a propósito de ellas. Noté que, por mucho que me pese, no hay modo de hablar en esos términos con mi madre, y no sé si con alguien más, y creo que no. Al menos cuando de jardín se trata.

El caso es que allí estaba la Summa entium realmente plantada ante mí y era cuestión de ir viendo de qué trataba cada cosa. Cortar el pasto a máquina es fácil y sirve para poner la mente en blanco, un barbecho de lo que vendrá, tal vez.

Me sirve mejor enumerar algunos de los asuntos.

El zapallo anco. Tiempo atrás, la madre me trajo unas semillas. “Son como calabazas, muy dulces y amarillas por adentro. Cuidado dónde las ponés: sufre lo que está cerca…”; y no sabría ella quizá lo que estaba diciendo. Lo verdad que era. Y las verdades que había allí. Dulces y bonitos serán los calabacines-ancos que ella me dio. Pero la planta hace sufrir: tuve que disciplinarla fiero para que no ahogara romeros y jazmines, para que no se desbordara en otras cosas, matando pastos y azaleas. Y créame, compagno, no lo voy logrando y me da que tendré que volar el zapallo, por dulzuras que me haga. Claro. La vida. Vea usted bien esas dulzuras tales y dígame después qué hacerse con ellas…

Las campanitas. No sé si sabrán todos que son una de las plagas más bonitas que hay. La hoja áspera denota su bajeza, la flor efímera su liviandad. Pero ese color azul sí que recrea, más cuando natura lo mezcla a su gusto y al llover tienen un aire agreste y húmedo que no es despreciable. Pero viene rastrera también ella y crea otros problemas, además de los similares a los de la planta de zapallo. Sus venas de tallo recorren todo lo que pueden, se enhebran en fisuras y se enredan. Son el nombre de tantas cosas. Ceden sin demasiada resistencia, pero no siempre. Obran por saturación, no como las hiedras, que se vigorizan y aprietan lo que hallan al paso. No así las campanitas, que con sus modales anodinos, vistosos de lejos, distraen, hacen perder el tiempo y en cierto sentido afean, con todo y su cuota módica de gracia colorida. Una se enredó en el lote de lavanda, noble yuyo si lo hay. No hay elección: tiene que ser con suavidad, tratando de no dañar. Viendo de tratar con delicadeza a las dos debilidades, con el mejor resultado posible: las campanitas son débiles y molestan a la débil lavanda. No es ponerse del lado del débil, sin más. Las dos son débiles. Peliagudo asunto es ése.

La yuca madre. Viera usted las veces que le he cortado las púas a la desdichada. No sé por qué no la he arrancado todavía. Y cada vez me digo lo mismo: crece, hay que dejarla… Y vuelvo a tusarla para que los chicos no se pinchen y el fútbol no se desaliente por falta de balón. Y me clavo yo mismo esas púas que no deben pinchar cuando las corto. Mi cabeza guarda tres o cuatro, cada brazo otro tanto, los ojos esquivan los lanzazos agudos y traicioneros lo mejor que pueden… La vida, claro. Lo que pasa. Sin querer hay que hacer de pararrayos. Sin querer, sí, me oyó bien. Queriendo no querer, si prefiere. Gruñendo y con más ganas de cortar la planta que de hacerla inofensiva o hasta benéfica, siquiera a la vista.

La eugenia. Para un cumpleaños, le regalé a Ana, la melliza, una planta. Se me ocurrió que era una manera de ayudarla a concentrarse en algo, tan dispersa y movediza como es. Pregunté, busqué y me conformó ésta. Resistente, viene frondosa semi árbol, con graciosas flores y breves frutos colorados. Ana jamás se ocupó de la planta y tuve que ocuparme de ambas. La vida, claro. Vea usted lo que hace cuando hace algo por otro. Que no es usted, es él…

La cidra. Ahora pasó los tres metros y casi toda su altura y fronda es de los últimos dos años (después de la nieve aquella…), de los más de 10 que lleva en tierra argentina, ese citrus mexicano. Me costó hacerla crecer y ahora no sé cómo sostenerla en pie. Se secaron dos semitroncos que tenía, malhaya. Pero el más alto quedó. Las flores de este año ya son frutos. Y son demasiados. Y como sé que son demasiado grandes (limones, digamos, del tamaño de melones), temo por ella, temo por su endeblez, por su altura. Sufrí por ella mientras crecía, sufro por ella cuando ha crecido, sufriré sus frutos. Viéndola esta tarde, le pedía que al menos durara hasta que el fruto tuviera semilla y hubiera posibilidad de empezar todo otra vez. La vida, claro. Parezco su padre y soy apenas su jardinero. Y pasará con ella lo que haya de ser, por mucho que la cuide.

Limonero, lirios de agua, achiras y el laurel chileno. Se fueron acercando al crecer y crecieron mucho. Hicieron un conjunto apelmazado y vigoroso, lindo de ver, ya casi impenetrable. En los entresijos de tanto follaje, al mayor de casa se le ocurrió hacer un experimento de compost…; la Eugenia, en poco más, se maridará con el limonero y noviará antes con el laurel. Allí bulle la vida, es un festín de verdes y colores, de aromas. Bulle todo allí. Menos el hombre, que casi no puede entrar a esa selva acotada y tupida que se expande ahora todavía más. Como mi casa (y otras cosas de la vida...), pienso, y lo que crecen y el volumen que desplazan al crecer los críos. En poco más, seré el hombre de ese jardín y habrá más plantas que hombre allí y tendré tanto lugar como el que ahora casi no me dejan las plantas y el compost, esto es: la vida bullente un día me pedirá que me corra...

Pues, bien: así es. Y más y más cosas que son ya demasiado aburrir.

Lo cierto es que no ve eso en el jardín mi señora madre. Ve plantas y estaciones del año.

Y lo bien que hace.

Pero, yo no soy mi madre, claro.

Nueva luna llena


Noroestes de luna sueña el cielo
y le sangra una luz en su costado.
Madrugada de insomnio, aroma y vuelo
del corazón en flor, quieto y callado.
Con su frente estrellera sobre el suelo
la niebla penitente ha dibujado,
al este silencioso de ciruelo,
un sol maduro y fresco, ensangrentado.
Y es tan nueva la luna que se ha ido,
tan lúcida amanece en retirada,
tanto incendia la noche en que ha caído,
tan llena y luna es, va tan preñada
del día nuevo como del que ha sido,
que ya no está, pero no falta nada.



martes, 29 de diciembre de 2009

Perra loca

Fue ayer y no me di cuenta de que era 28 de diciembre, porque de haberme dado cuenta me habría sentido víctima de una broma de inocentes.

La joven atendió el llamado con un displicente “sí…”, y con esa clarinada el diálogo ya pintaba breve, conciso. ¿Quién pasa a buscar el auto? ¿Vos o yo?: era ésa la aguda cuestión en juego, el asunto mayor. Llevó casi un minuto de lacónicas deliberaciones, mientras el 22 traqueteaba rumbo a Retiro. Estaba en el asiento de atrás, no la vi, no sé qué aspecto tenía, sólo oía su voz; es decir, sus monosílabos, porque las frases eran asaz escuetas y gruñientes. Me pareció que había sido despertada de un semisueño y traída a los asuntos mundanos. Como me pareció, no sé por qué, que del otro lado la voz era masculina. Pero eso lo imaginé.

Llegábamos al Correo Central por el Bajo cuando la joven formuló el sintagma más complejo y largo que le oí: “Bueno, entonces, dejá…; voy yo a buscar el auto; paso primero por el psicólogo a buscar a la perra, la busco y me voy para allá…”

Creo que bajó en seguida, no lo sé. Me quedé pensando y me olvidé casi de ver quién era la supuesta dueña. Cuando me di vuelta, había un hombre en el lugar de donde venía la voz.

He oído que existe la psicología para perros. Tengo pocas cosas que decir de la psicología, a secas. Pocas cosas buenas y pocas cosas malas. En general, el asunto no me interesa demasiado, por mucho que interese el alma humana, el corazón humano, los afectos humanos, los dolores humanos, los asuntos humanos. Siempre –no puedo evitarlo- tengo la mezzo injusta impresión de que, de habitual, la psicología tiene poco que ver con todo eso. No me son simpáticos los psi, y he podido ver que no pocos de sus clientes suelen tener en no pocos casos el aire orgulloso de los poseedores de algún arcano. He visto algunas veces que hay un fraseo, un tono, una impostación de sabiduría en ambos lados de la cuestión que me producen cierta molestia. Y cierta pena. Y esto que digo es exactamente lo opuesto a una generalización, aunque son pocos los casos que puedo de cierto aducir en contra de esa sensación. Y está, además, el asunto ése del posesivo del cliente: “dice mi psicólogo…”, “me dijo mi psicóloga…”

Qué se yo. No hago ahora sino transcribir lo que se me dio por pensar entonces, hasta que caí en la cuenta de que lo que había oído en realidad no se trataba sin más de la psicología y sus arrabales: era que la perra de marras tenía un psicólogo.

Tratando de salvar el asunto (y todo el mundo sabe que no soy así de benévolo), pensé que alguien -que podría haber sido cuidaperros o estudiante de bellas artes pero resultaba que era psicólogo- tenía circunstancialmente la perra en custodia hasta que la dueña fuera a por ella. Podría ser. Ojalá fuera, pensé, aunque no tuviera ningún sentido. Ojalá que la perra no haya sido declarada insana, débil mental o depresiva o neurótica. Ojalá que no se les haya ocurrido que la perra “necesitaba ayuda para ir viendo las cosas que le estaban pasando…"

Pero ése era yo, creo. No los dueños. Menos el psicólogo. Mucho me temo que efectivamente hay quien cree –de un lado y del otro- que la psique de la perra necesita ayuda. Aunque la perra no tenga psique.

Estoy seguro de que habrá razones a pasto para ser psicólogo de perros, como tiene que haber argumentos sólidos en la cabeza de los dueños de aquella perra para acudir a uno de ellos. ¿Y qué dirá la perra? Pero ya estoy pensando en clave y ensañándome con la forma hodierna de entender el dolor del hombre y los perros del hombre y creo que no debería hacer eso…

Llegué a Retiro y “el rápido de y 48” estaba saliendo del andén. Lo perdí. Suerte perra. Suerte loca. Desganado, por la hora y el día y el durable non sense de la frase, me subí sin apetito alguno al local que para en todas; hacía calor, tenía sueño, había mucha gente dando vueltas.

Un poco me reía de mí y de la dueña de la perra loca y del psi. Pero, también, me sentía en algo el extranjero de Camus, abotagado pero inquieto, caminando al rumbo una playa ardiente y soleada con las piernas y los hombros pesando alternadamente, como en un pozo del tiempo y en un vacío de realidad.

Me imaginé una playa argelina de mar ruidoso y desierto a las espaldas, chilabas al viento caminando por las orillas, pies descalzos de plantas blanquecinas, niños morenos y de dientes blancos jugando con pelotas de cuero o de trapo. Viejos desdentados y cejudos, sentados con las piernas cruzadas sobre edredones a rayas de colores vivos, fumando cigarrillos armados, con las manos ajadas y curtidas, las uñas rosadas y combas, gesticulando y discutiendo.

De pronto, imaginé también, paseando por la playa aquí y allá, grupos pequeños de perras locas seguidas a la distancia por psicólogos ufanos, y por las dueñas semidormidas un poco más atrás, como en una tela surrealista, al óleo, colores apastelados.

Sí. Puede hacer eso con uno un 28 de diciembre, al atardecer, volviendo.

Pero, mi estimado, déjeme que le diga: en casa hay un border collie negro y de pelambre larga, pastor de ovejas él, en su origen; ahora citadino, el pobre. Le ladra a los relámpagos y aúlla cuando hay truenos en el cielo y corre como desaforado carreras de 30 metros de ida y vuelta cuando empieza a llover fuerte. Se escapa seguido y aterroriza al vecindario con su facha de lobo en furia, buscando, parece, a quién devorar. Sí, señor: una bestia. Aunque jamás mordió de veras a nadie, todos dicen –creen- que está loco. Come abejorros de los que revolotean sobre las flores de las salvias y se ha zampado más de un benteveo, y algún que otro zorzal, y claro que un par de palomones. Patea caracoles en verano y se lanza con el flanco contra las espinas del tala o las púas de la yuca.

Sí, señor.

Pero, mi amigo, eso sí: el día que me oiga decir que antes de pasar a buscar el auto, busco a Chango por lo del psicólogo, piense mal de mí, se lo suplico. Y tendrá razón.

Porque hay algo fieramente insano, hay algo enloquecido que no es para psicólogos, algo que se levanta como una pestilencia del humus y es fieramente demoledor del cosmos, cuando uno decide que debe llevar a una perra –por loca que estuviere- al psicólogo.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Bestemmia

En italiano, blasfemia se dice así. Y blasfemar, bestemmiare. La palabra que da origen es blasfemein, en griego, que a su vez es un verbo compuesto de otros dos: blaptein (dañar, ofender) y femi (decir, hablar). Para los italianos, la palabra blasfemia también existe, pero, vaya cosa, como un latinismo o helenismo.

Tienen ellos otra palabra vecina: biasimare. Por el polvo de los años y otras cosas, las palabras cambian y sus letras mutan. Y es así que existen en italiano ambas –bestemmiare y biasimare- y son ambas hijas de la misma madre: blasfemein.

Pero hay que hacer un recorrido breve. No dicen del mismo modo las dos. Biasimare se usa cuando se dice que alguien habla mal de otro, o lo censura o desaprueba o lo envilece con sus dichos, si exhibe sus defectos dejándolo en carne viva, diríamos. Como nuestra expresión ‘sacarle el cuero a alguien’, despellejarlo.

Bestemmiare, en cambio, tiene el sentido más conocido de blasfemar, injuriar a otro de palabra, querer ultrajarlo con palabras, vituperarlo, imprecar contra él, hablar tratando de ofender decididamente a otro, de herirlo; y, muy particularmente, se refiere a pronunciar una palabra ofensiva y que busca ser hiriente, respecto de Dios y los asuntos divinos.

No me la he cruzado, pero dicen los diccionarios que en español y portugués antiguos, la expresión blástima (recuérdese el origen en blaptein…) existe, con el sentido de blasfemia. En todo caso, deriva de un latín vulgar blastemare que reemplazó por un tiempo al blasfemare más griego y que en italiano vino a dar -ahorremos los pasos- bestemmiare y en español blasfemar.

El caso además es que en español tenemos el verbo lastimar y la palabra lástima. Y ambas, por cierto, derivan de aquella blasfemein de la que hablaba al principio. Y esto no es muy curioso pues en la raíz blaptein, está ese -lapt- que termina dando -last-, no sólo en lenguas romances como el español. Algo sí más curioso y significativo es lo que dice el diccionario respecto del verbo lastimar.

De hecho, lastimar y sentir lástima son opuestos. Busquen lastimar en un diccionario español y verán que significa tanto herir y hacer daño, como dolerse del mal que sufre alguno; es tanto agraviar y herir como compadecer.

¿Y qué nos hacemos con eso?

Por lo pronto, saberlo, que siempre es lo primero.

Pero inmediatamente después, se me ocurre pensar por ejemplo si acaso no será que la palabra es lo que más lastima, o es el signo del daño mayor. La palabra que ofende y daña, la bestemmia, la blasfemia, tanto como el biasimo, la reprobación acerva e hiriente, lastimar y querer lastimar tanto en asuntos divinos como humanos. Y, a la inversa, pienso si acaso habrá algo que nos suavice el daño del espíritu y el corazón tanto como las palabras y el poder que llevan. Quién sabe, aunque se me hace que no.

Que tengamos en español una misma palabra, un mismo verbo, para lastimar y sentir lástima (lastimar, es las dos cosas, repito), para herir y compadecerse de la herida (incluso, hasta de la herida hecha por el mismo que luego se compadecerá y lastimará), deja también una cierta perplejidad, feliz perplejidad, a mi gusto. Curiosas son las vidas de las palabras y lo que los hombres, queriendo o sin querer, les hacemos hacer.

Llego a este punto y me pregunto incluso por qué 'darle a uno alguien lástima' es una expresión bifronte, también ella. Porque, según se la diga, significa el amor o el desprecio, la compasión o la displicencia.

Tal vez sea que los hombres tenemos cierta conciencia de nuestra limitación expresiva, tal vez sepamos algo que no sabemos que sabemos, cuando –como en este caso, que no es el único- se nos enredan las voces. Y algo más que las voces, porque es presumible que nuestra limitación expresiva venga de una limitación afectiva y cordial, que hace que tengamos sensaciones parecidas ante asuntos o circunstancias completamente diferentes e incluso contradictorias. Me pregunto si este caso que digo no muestra algo así. Recuerdo haber leído cosas parecidas hace varios años en un ensayo de Lewis (Transposición, se llama, y está en El diablo propone un brindis), y aunque los motivos y secuelas del inglés no son exactamente los míos, creo que provienen de una matriz parecida.

Sin embargo, más lo pienso y lo miro, más me parece que en este caso es la herida lo que mueve estas cuestiones, y que por la herida –o por su efecto- viene la palabra, tal como lo vengo viendo.

Ya fuere que se busque herir a otro, ya fuere que se compadezca uno de la herida de otro. Si es así, la palabra se vuelve el arma que hiere y, muchas veces, también es la que lleva consuelo al herido. No serán las mismas palabras, claro. Pero es la palabra misma.

Las palabras tienen un poder destructor impensado. Quien las usa en ese sentido de alguna manera lo sabe y en su verba viene algo de su corazón (siquiera de cómo tiene el corazón cuando las dice…); quien –tal vez herido él mismo, rabioso de dolor, triste de dolor- quiere herir, usa palabras que sabe que tajearán a otro. Eso, sabe, lastimará. Y sentirá cierto desahogo, tal vez, porque tal vez ha lastimado ahogado él mismo. Tal vez lo haga por razones menos leves que éstas que digo y no sea el inocente dolor o la pesante tristeza, sino cierta perversidad, o algún vicio del alma, claro, lo que haga hablar con palabras que lastiman, sabiendo que lastiman y para lastimar.

Pero, el fabuloso poder de la palabra no es sólo destructor, claro. Porque, aun en ese sentido, la palabra es destructora porque se supone que ella lleva verdad y realidad y que lo dicho es verdadero o lo que se dice es lo que verdaderamente se piensa o se siente.

Habrá que ver.

En el fondo de la copa, queda todavía un resto de diciembre, apenas un resto.

Y bien puedo dedicarlo a mirar la cuestión, mientras hago una lista mental de las veces que estuve frente a ambos verbos: bestemmiare, biasimare.

Y cómo me fue con ellos y cómo les fue a otros. Y así.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Panaderías

En 1932, Jean Giono, escritor provenzal hijo de un zapatero italiano, publicó Jean le Bleu, una novela dicen que autobiográfica, que no he leído. Tuvo su cuarto de hora, dicen. Una de las historias que allí aparecen es precisamente la que le dio pie a Marcel Pagnol para componer el guión y los diálogos de una película que estrenó en 1938 y que por supuesto dirigió: La femme du boulanger, es decir, La mujer del panadero.

La película fue tan exitosa como escandalosa en su momento y todavía años después. Casualmente, y a propósito de no me acuerdo qué asunto, me contaba mi madre ayer que un sacerdote muy conocido en el Buenos Aires de su juventud, allá por la década de 1950, solía quejarse de que los cristianos tenían poco criterio y preguntaban pavadas respecto del arte o de la literatura, como también acerca de cuestiones de moral. Puso ese ejemplo, precisamente: “No vengan a preguntarme todo –se quejaba el cura-: ¡no me digan que no saben lo que tienen que hacer! Viene una señora el otro día a decirme: ‘Padre, ¿puedo ver La mujer del panadero? Y, le dije, si el panadero se la deja ver… ¡Háganme el favor!”

A mí, si usted me perdona, me gustó película. La recuerdo con gusto, la vi hace muchos años, cuando en el canal estatal había un ciclo de cine en blanco y negro… a la 1 de la madrugada, que seguía con cierta disciplina de cinéfilo amateur.

Como pasa con esos filmes, era bastante teatral. Pero creo que me gusta eso precisamente. Es la forma en que el cine no se malogra en documental o en cosas peores y muestra su cara más artística, más asociada a la actuación y a los climas, que a los paisaje o las espectacularidades y tecnologías; eso a mi gusto, al menos, que no es mucho decir. Me dicen que hay una versión de esta película de hace unos 10 años, que no he visto.

El asunto es sencillo y casi minimalista, y tiene la porción casi canónica de esa materia ácida que pretende escandalizar con trazos gruesos: El panadero Aimable Castanier –que no en vano se llama Aimable y es la mar de bonachón- se instala en Sainte Cécile, pueblito provenzal. Pueblo chico, infierno grande… con los líos y broncas, que duran generaciones, y con personajes arquetípicos, en varios sentidos, incluso como caricaturas de modelos. Entre tantas reyertas y recelos provincianos, en algo están todos de acuerdo, sin embargo, desde la primera hogaza que cuece Aimable: el suyo es el mejor pan que hayan comido jamás. Aurélie, su bastante más joven mujer, modesta y siempre discreta, lleva la caja. Pero, no todo es tan terso. El caso es que una noche, Aurélie (que se revela más sensual que lo que uno diría viendo su carácter) se fuga con un seductor Dominique, pastor del señor local, el marqués Castan de Venelles. Aimable, desolado, no hace otra cosa sino emborracharse fastuosamente cada día desde entonces, hasta llegar cerca de la desesperación y un intento de ahorcarse. Aurélie, la infiel, no sospecha hasta dónde han llegado sus pasos, porque, gracias a su faux pas, no hay modo de que los comarcanos puedan sacar a su marido de su estado de tristeza y desengaño y convencerlo de que vuelva a hornear el pan exquisito, que ahora les falta a todos como si les faltara el aire. Y el pueblo, en este caso, no es tanto que quiera saber de qué se trata, sino que quiere que vuelva el pan de Aimable, tal como salía de sus manos, cuando su corazón era feliz. Y el final no lo cuento.

¿Y entonces?

Pues, por lo pronto, eso: la panadería, las panaderías.

ver

Es uno de mis berretines y gustos. Creo que hay pocos signos de humanidad tan nítidos como el aroma de madrugada en los lugares donde se hornea pan, a leña. Y las panaderías mañaneras del invierno, con su aire de refugio, caliente y sabroso. Mis recorridas por las panaderías del pueblo no tienen descanso. Ando siempre probando si decaen o mejoran, o conociéndolas, nada más, y catando a ver si tiene miga lo que hacen.

Debo confesar que, con una delectación infantil, también me gustan los almanaques que se reparten a fines del año. No sé qué les veo. Hay muchos horribles, adocenados, previsibles. Otros son sofisticados hasta el asco, tratando de pasarse de listos, y apenas dan un alarde insolvente de originalidad. La muestra de ingenuidad de algunos es enternecedora, la apuesta por las escenas camperas de moda de otros, es agobiante. Los números apelmazados o sueltos; santorales sí o no; semanas que comienzan el lunes; los feriados en azul o verde; las infaltables revoluciones de la luna y tantos otros detalles que me pongo a ver con ojo de arqueólogo o botánico.

Esta mañana, finalmente, en “la panadería de arriba” (por una calle, arriba) dieron almanaques, claro.

El cartón, de unos 15 por 20 centímetros, tiene sobre la izquierda –jamás había visto algo así- una frase, a cuyo pie había una Biblia abierta, todo montado sobre un atardecer en tono insólitamente verde con nubes verdes, pasto negro y una silueta oscura de un árbol solo sobre una loma suave, que ilustra el texto, precisamente.

Es el versículo 3 del Salmo 1: Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace prosperará.

No me hace muy feliz, dicho así, y me gusta más la versión que dice:
¡Feliz el hombre
que no sigue el consejo de los malvados,
ni se detiene en el camino de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los impíos,
sino que se complace en la ley del Señor
y la medita de día y de noche!
Él es como un árbol
plantado al borde de las aguas,
que produce fruto a su debido tiempo,
y cuyas hojas nunca se marchitan:
todo lo que haga le saldrá bien.

No sucede así con los malvados:
ellos son como paja que se lleva el viento.
Por eso, no triunfarán los malvados en el juicio,
ni los pecadores en la asamblea de los justos;
porque el Señor cuida el camino de los justos,
pero el camino de los malvados termina mal.

Fuertes palabras, claro. La panadera –porque se trata de una vieja y amable panadera- eligió algún deseo de prosperidad, se entiende, y, o descartó o no vio el resto del salmo. O sí lo vio y eso sería más interesante aún. No le pregunté.

Ese mismo asunto de estar plantado al borde de las aguas, dicho sea de paso, veo que aparece en el capítulo 17 de Jeremías, el profeta, con un paisaje similar:
Así habla el Señor:
¡Maldito el hombre que confía en el hombre
y busca su apoyo en la carne,
mientras su corazón se aparta del Señor!
Él es como un matorral en la estepa
que no ve llegar la felicidad;
habita en la aridez del desierto,
en una tierra salobre e inhóspita.
¡Bendito el hombre que confía en el Señor
y en él tiene puesta su confianza!
Él es como un árbol plantado al borde de las aguas,
que extiende sus raíces hacia la corriente;
no teme cuando llega el calor
y su follaje se mantiene frondoso;
no se inquieta en un año de sequía
y nunca deja de dar fruto.
Poderoso texto y hasta perturbador para muchos, al igual que el del salmo en cuestión. Y bastante más que la película sobre Aimable Castanier. Tal vez haya quien entienda de un modo lineal -o interesado- que al que se portare bien, le lloverán bienes y será rico y próspero y tendrá buena salud, lo querrán los amigos y lo pondrán todos por los cuernos de la luna, si se entiende la expresión en este caso. O tal vez se entienda al revés y se crea –no es un invento del calvinismo, al fin de cuentas…- que las fortunas de cualquier tipo son el dedo divino señalando a uno determinado, en pago por la predestinación o la elección…

Sé positivamente que hay lectores más inteligentes que eso y de mejor talante en su corazón como para creer tan mecánico el bien, y tanto que contradiga con flagrancia brutal los dolores de los buenos, las pobrezas de los buenos, las heridas de los buenos. No faltará quien se porte bien porque quiere algo a cambio, se entiende. Pero, ¿qué habría uno de querer? ¿Qué debe uno esperar portándose bien? Existe siempre la tentación de que el 100 por uno se vaya desgranando ya mismo, en este valle, mientras vamos de camino al otro; tanto como creo que hace bien quien aparta la tentación de ese feo toma y daca espiritual (y material), no por aspereza y estoicismo, no por desprendimiento y ablación ascética, sino para purificar los amores, en todo caso. Pero todo otro asunto es ése, y tal vez no para ahora.

Mire, usted.

¿Y Aimable Castanier? ¿Y la femme du boulanger?

Ah, es verdad... El panadero y su magnífico pan y Aurélie y su pastor y el pueblo triste sin pan.

Claro que sí.

Pues, en realidad, cuando vi el almanaque y su augurio me acordé de él, vaya uno a saber por qué.

Cosas de diciembre, tal vez.

jueves, 24 de diciembre de 2009

La peor persona del mundo

No es tan difícil.

Creo que es cuestión de aplicarse apenas un poco. O quizá no tanto, sabrá cada quien. Es verdad que también puede hacerse el recuento y hacer listas, que es siempre bastante más fácil porque de suyo la selección es más difícil, siempre.

Pero no se trata de un montón de personas y sus nombres. No es por docena.

Se trata de pensar –seriamente- en la peor persona que uno conozca. Y no es cuestión de conformarse con la tapa del diario o con el noticiero; menos aún se puede recorrer la literatura que uno se sepa, bien o mal, de cualquier laya; menos todavía pensar en la que dicen que es...

No. Ni personajes, ni personajones. Persona, tiene que ser. Una. Una sola. Concreta y determinada. Reconocible. Y eso supone de alguna manera clara y cierta que uno la conozca, no como conoce los nombres científicos de plantas que jamás ha visto, o como se pronuncian los nombres de capitales de países que no se sabe a ciencia cierta si existen o no.

No. Una persona. Una persona que uno conozca y que le produzca a uno por la razón que fuere el mayor desagrado hondo que haya jamás experimentado. Alguien de quien, al fin de cuentas, uno no pueda sino decir que por más que se esfuerce uno, no hay caso: es la peor persona que uno conoce, y qué se le va a hacer.

No hay que hacer trampas, claro. En lo posible, no hay que dejar que nada se interponga. Hay que esquivar hasta la misericordia, digámoslo así; hay que sortear cualquier atenuante, cualquier subterfugio. Hasta el propio afecto, porque a veces queremos –o nos parece que queremos- a gentes que son deleznables, evidentemente despreciables, o final y sinuosamente indeseables, que todo puede pasar.

Nada de eso.

Si uno se pone en esta lid, hay que hacer el esfuerzo (en realidad, no hay que…, propongo, nada más, intentarlo, si acaso alguno quiere…) de ser todo lo preciso y ecuánime que se pueda ser, por mucho que pareciera dolerle a uno o por mucho que realmente doliere. Y dicho esto, precisamente, ni siquiera hay que intentar soslayar el propio nombre de cada quien y todo lo que uno supiere del portador, que seguramente no será poco. Nada de escrúpulos. Nada de tortuosos protagonismos, nada de falsas humildades. Si la cuenta da, por caso, que definitivamente uno no resulta la peor persona del mundo, no hay que ocupar un sitial que no nos corresponde. Como vale la inversa también: si después de un análisis honesto resultare que la peor persona del mundo lleva mi propio nombre, nada de echarse a menos o amagar.

Si acaso uno llega al final del ejercicio y advierte que sí puede bocetar el rostro de la peor persona que conoce en este mundo, deténgase allí. Aparte de sí el asco o la decepción, la furia o la sorpresa. Suspenda el juicio. No juzgue. Hágase a un lado, siéntese en una imaginaria piedra al borde del camino, alguna que esté bajo un árbol que lo proteja del sol con sombra fresca, mire el paisaje. Respira pusadamente. El esfuerzo y la impresión pueden haber sido grandes. Pero no es ése el final del camino.

Si llegó hasta allí, mi estimado, me parece que probablemente esté cerca de entender en parte la Navidad y con ella la Redención. No es el único modo. Ni siquiera postulo que sea el mejor ni el más adecuado. Ni sé si es del todo aconsejable para todo mundo. Pero sí digo que es el que se me ocurre ahora, incluso mientras hago este mismo ejercicio, tratando de hacer justicia.

Y mientras trato de ser justo con la Navidad. Y de ser justo con la Redención, que es el fin de la Navidad. Una justicia que no le hace nada a la Navidad ni a la Redención, sino a mí.

Creo que así podría vernos el propio Dios que se encarna y nace esta noche. Podría vernos casi como podríamos ver nosotros a la peor persona del mundo, que bien podría ser yo mismo.

Pero creo tambiénn que lo único que pide Dios es que uno crea que Él puede hacer lo que quiere y que crea uno, más todavía, que Él quiere el bien y el bien para el hombre.

Suena desafiante aquella frase conocida de san Agustín, comentando un pasaje de la carta a los Romanos, si no me equivoco: Etiam peccata . . . Sí, aun incluso el pecado coopera al bien de los que aman a Dios. Basta con creer que Dios quiere el bien. Y que por eso, también por eso, Dios es amable, además.

Por escandaloso que pareciera a quien no lo entiende bien, no es la expresión de san Agustín demasiado distinta del espíritu de aquella otra del profeta Isaías (I, 18):

Si fuerint peccata vestra ut coccinum, quasi nix dealbabuntur, et si fuerint rubra quasi vermiculus, velut lana alba erunt.

Aunque vuestros pecados fueran como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque fueran rojos como el carmesí, como lana blanca serán.

Y eso perfectamente le puede pasar a la peor persona del mundo.

Esta Noche puede pasarle, puede empezar a pasarle.

En esta Noche, quiero pensar en la persona peor que conozco en este mundo y ver así, de ese modo, qué significa la Encarnación y el Nacimiento, qué tamaño tiene la misericordia, qué clase de amor hace eso con –y sobre todo, por- lo más despreciable y abyecto, por lo más perverso, por lo menos amable a la vista y al corazón.

Tal vez el camino suene tortuoso. Tal vez sea entrar tiznado a la Navidad.

Pero parte del asunto está en que el bien de Dios es terrible. Terriblemente impresionante.

Creo que de tanto en tanto nos conviene recordarlo. De tanto en tanto podemos -¿debemos?- hacer pasar por Belén las caras de las peores personas que conozcamos en este mundo.

Después de todo, el Niño que tienen –que tenemos, que tengo…- enfrente, vino a vernos a la cara, uno por uno y a todos.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

(De Minaya Alvar Fáñez, a Messi)

(Bastaba con el gol. Con el festejo
no era más gol el gol. Con el decoro
quedaba a salvo el gol, igual. Reflejo
quizá de ser quien se es. La plata, el oro,
no garantizan nada. El señorío
es cosa de señores. La cucarda
habla sólo del pie. Pero el tronío
va más alto que el pie, da a la gallarda
frente del vencedor una corona
que es para pechos nobles: los mejores
no importa de qué oficio, de qué suerte;
que es del templado y justo, como el fuerte
Ruy de Castilla, flor entre las flores,
más alto que Carrión y Barcelona.)



martes, 22 de diciembre de 2009

Fin y principio (II)

Otra vez, por un tiempo breve, anduve la tierra sin monasterios. Trabajos con los hombres y las historias de los hombres.

Esta vez tuvo que ser el noroeste de aquellos parajes, por la montaña, los lagos y los bosques. Peor, en cierto sentido, por esa belleza evidente, ese estallido de retamas en incendio y flores, ese vigor de enormes árboles frescos y viejos, el brillo hondo de lagos azules y las nieves serenas, mallines de pastos tiernos y reverdecidos, entre moles de piedra nueva en los siglos del mundo.

Así no vale, pensé. La estepa y los desiertos, las costas huérfanas de todo, menos de vientos temibles, las ondulaciones yermas y casi anodinas, no tienen reparo para la vista y el corazón, no dan respiro casi en su nada de nada. Son casi la intemperie en sí misma. Son -siquiera para el que puede ver- como los huesos de la belleza, sin la carne ni el color de la belleza. Así no vale, pensaba. Es trampa. Es más difícil integrar al mundo y a la historia de los hombres la sola naturaleza cuando se amansa de ese modo que fulgura y con esa majestad, como pasa en la montaña y el bosque y el lago. Muy difícil es. Da la tentación de separarla de la historia y hacerla puro paraíso.

Hay que hacer allí un esfuerzo de atención para entender que los parajes deliciosos de la montaña de piedra y pinos, de nieve y lagos, son también la casa del hombre, no solamente la casa de los ángeles del mundo, ángeles viriles y montañeses, a la vez que de fina estampa, de maneras discretas. Y ahora que digo esto, se me hace que hasta los ángeles de la estepa son distintos, con sus vestes pardas y ceñidas a la cintura con un cíngulo de esparto gris u ocre, sus pies descalzos, sus ojos más oscuros y entrecerrados, catando el viento y el polvo del desierto y la estepa, erguidos sobre los promontorios de cara al mar helado, no menos alegres, aunque más cerriles, valga la paradoja.

Allí están, sin embargo, los hombres de las lacustres montañas emboscadas, tan hombres como los otros también ellos y tan huérfanos de monasterios como los que trashuman la estepa y el desierto. Y más, tal vez, como pasa siempre: quizá porque unos creen que si hay semejante belleza no hace falta tanto el espíritu, mientras los otros quizá sienten que difícilmente haya necesidad del espíritu sin la belleza evidente.

Miraba desde la altura que da el vuelo sobre aquellas tierras. Vista así, como se la ve desde los 10.000 metros, vi una patria quieta y dormida, armónica y variada, serena, a la semiluz de la tarde, mientras entraba la noche al cielo de este mundo.

Pero viniendo de aquellos hombres, y de las historias y trajines de aquellos hombres de las tierras de bosques y retamas, sentí que veía la patria maniatada, muda, enmudecida. Parecía dormida, tanto como inerme. Inerte con inercia, como rodando el mundo, ocultando el vacío o la desdicha, la frivolidad o el mal. Así la patria y casi todo lo que hay en ella: lo que es menos que ella y lo que es más que ella.

Ah, el hombre, los hombres…

Esa forma que tenemos de hacer que las cosas que rotan y se suceden sean una forma anómala de fin, incluso cuando se postula que no habrá fin alguno, que el fin no importa. O también cuando se postula que el fin es inminente o cuando se siente que el fin es lo único que importa. Los filósofos, en algún caso, lo podrán llamar inmanentismo o historicismo; lo podrán llamar de otro modo los teólogos y de otro los gurúes. Pero ciertamente que en cualquier caso es una actitud del espíritu frente al fin. Y frente al principio, claro, porque nadie que se enfrente al fin deja de lado el principio. Y eso define la cuestión de un modo serio y hondo, mucho más que lo que uno cree.

Cualquier lugar, cualquier situación, por trivial que fuere, lleva eso hincado. La tierra sin monasterios, también. Y la patria entera que la contiene, también. La estepa y el bosque, el mar y la montaña, los hombres y su historia, por mínima que sea, por poco que cuente, todo lleva el fin como una divisa invisible. Y todo habla del fin: lo que se piense sin pensar respecto de eso, lo que se diga sin saber que se lo está diciendo, lo que se crea estar diciendo respecto de eso.

Qué suerte, me decía con cierta tristeza y socarronería, que el año que miden las hojas del almanaque nos crea la ilusión de que algo se termina y algo empieza, en un retorno casi eterno, indefinido. Qué suerte, pensaba, que esa rotación sucesiva nos crea la ilusión de un círculo que no para de rodar y nos hace creer que podemos postergar todo hasta que todo empiece otra vez, sin gravamen ninguno, dispendiosos del tiempo, de las vidas de los hombres y sus cosas, sin que haya que tener ni desesperanza ni esperanza, sin el apremio -ni sereno ni histérico- de que una vez, alguna vez, habrá fin.

Qué suerte poder pensar y sentir que el fin no existe y todo anda sin principio y fin, aunque nada tenga que andar sino simplemente rodar porque no hay principio y fin. Y qué suerte, también, claro que sí, pensar que el fin es inminente y que por más que todo siga rodando ya dejará de rodar porque llega el fin, así que no importa que ruede.

Pero qué difícil lo otro.

Levantarse cada mañana y estar de nuevo al principio y conservar el entusiasmo del principio y poner el pie en el suelo haciendo empezar de nuevo no solamente el día, sino el mundo y tener que ocuparse de eso cada día y cada vez como si no hubiera fin, sabiendo que hay fin y conservar la alegría del fin, tanto como la del principio.

Y todo eso andando el tiempo y la historia de los hombres hasta que llegue el fin.

martes, 15 de diciembre de 2009

Adviento de Parusía

A F. M. S.


Las olas que no cesan de este mundo,
de este mundo de mar de sal doliente,
rumorean, se agitan. Tu figura
las gobierna. Las ondas y los ayes
se maridan y engendran inquietudes
que andan perplejas por un mar sin puertos.
Esperamos al fin un fin sin límite:
un resplandor que calme, vientos leves,
refrigerios de ti, gracia en el aire,
fulgores amorosos, la justicia,
los ojos del león entrecerrados
viendo pastar en paz a los corderos
y una voz poderosa que proclama
que ya no hay más dolor, ni mar, ni tiempo.



lunes, 14 de diciembre de 2009

Fin y principio

“El año que viene, me parece que voy a jugar de arquero…”, dijo Gregorio, cuando todavía el balón estaba tibio, sonaban las felicitaciones cruzadas, las barras de purretes alentando y festejando.

Le era una felicidad su tercer puesto, summa cum laude. Pero creo que lo que más alegría le daba era empezar, estar listo para empezar otra vez.

Y no, mi estimado: en realidad, bien mirado, el año no terminó.

Ni en un sentido, ni en otro.

Y en otro sentido más, menos todavía. De hecho, para un cristiano el año recién empezó.

Y la vida tampoco terminó. Y la historia, tampoco. Más allá de que las cosas y los años, empiecen y terminen. Hasta, en cierto sentido, la vida y la historia.

Pero se me hace que tiene razón Gregorio, hay que decirlo otra vez. La alegría es el quicio entre el fin y el principio.

Una alegría fatigada, cierto. Una alegría con raspones en las rodillas y un golpe en la canilla, una alegría con el tobillo doblado, el dolor en el hombro, la respiración todavía entrecortada, la boca seca, calor en la frente, alegría con esfuerzo y sudor, con las pintas de la tristeza del gol errado y el tiro libre que se marró, la alegría con el desencanto de las oportunidades perdidas...

Sí, por supuesto.

Exactamente el quicio donde el fin se encuentra con el principio.

Sin eso, creo, es un fin fuera de quicio. Sin esa alegría más allá de todo, más adentro de todo, es un fin desquiciado.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

La luz de esta luna llena

Aceite gris está el cielo;
bonita la luna llena
que con su tiza ha trazado
rondas de alegre tristeza
por el cielo gris de aceite,
espeso de luz. La pena
de ver que pasa la luna
llena, sola, suave y queda,
tirita lágrimas dulces,
pero no porque le duela
el aceite gris del cielo
ni la traza que la esfera
deja sutil en el aire
cuando va al oeste. Sueña,
la pena que llora alegre,
con esa luz de belleza
que una mano azul y mansa
parece que retuviera
para que los ojos giman
felices de ver la plena
plenitud de luz luciente
que, como la luna, es llena
y le da luz a las cosas
aunque sólo se las presta,
para que vean las cosas
esos ojos que las vean.
Manantiales de silencio
del cielo abajo ya ruedan;
vienen celestes de luna,
y hacen noche en las veredas
que las manos de los hombres
trazan cada vez que rezan.
Silencios que suenan voces.
Voces de luz tenue y quieta
que en estallidos de luna
son música, son la fiesta,
son corazones de noche
que sin embargo alborean
transidos de paz y luna
y son flor de una verbena
que en una danza de gloria
ya sube desde la tierra
para brindar en el aire
con un amor que se empeña.
Camina el hombre en lo oscuro
de la noche de esta tierra.
Sabe que un sol que no ha visto
ha vuelto a la luna bella
en el aceite del cielo
que está cubriendo sus huellas.
Por eso no teme y anda.
Por eso, aunque teme, arriesga.
Por eso, aunque sufre, ríe.
Por eso, aunque duele, espera.
Mira la luna y confía.
Y en la luz que la hermosea
ve una Hermosura que brilla,
ve una Hermosura que llega,
ve una Hermosura que ha hecho
la luz de esta luna llena.