jueves, 24 de diciembre de 2009

La peor persona del mundo

No es tan difícil.

Creo que es cuestión de aplicarse apenas un poco. O quizá no tanto, sabrá cada quien. Es verdad que también puede hacerse el recuento y hacer listas, que es siempre bastante más fácil porque de suyo la selección es más difícil, siempre.

Pero no se trata de un montón de personas y sus nombres. No es por docena.

Se trata de pensar –seriamente- en la peor persona que uno conozca. Y no es cuestión de conformarse con la tapa del diario o con el noticiero; menos aún se puede recorrer la literatura que uno se sepa, bien o mal, de cualquier laya; menos todavía pensar en la que dicen que es...

No. Ni personajes, ni personajones. Persona, tiene que ser. Una. Una sola. Concreta y determinada. Reconocible. Y eso supone de alguna manera clara y cierta que uno la conozca, no como conoce los nombres científicos de plantas que jamás ha visto, o como se pronuncian los nombres de capitales de países que no se sabe a ciencia cierta si existen o no.

No. Una persona. Una persona que uno conozca y que le produzca a uno por la razón que fuere el mayor desagrado hondo que haya jamás experimentado. Alguien de quien, al fin de cuentas, uno no pueda sino decir que por más que se esfuerce uno, no hay caso: es la peor persona que uno conoce, y qué se le va a hacer.

No hay que hacer trampas, claro. En lo posible, no hay que dejar que nada se interponga. Hay que esquivar hasta la misericordia, digámoslo así; hay que sortear cualquier atenuante, cualquier subterfugio. Hasta el propio afecto, porque a veces queremos –o nos parece que queremos- a gentes que son deleznables, evidentemente despreciables, o final y sinuosamente indeseables, que todo puede pasar.

Nada de eso.

Si uno se pone en esta lid, hay que hacer el esfuerzo (en realidad, no hay que…, propongo, nada más, intentarlo, si acaso alguno quiere…) de ser todo lo preciso y ecuánime que se pueda ser, por mucho que pareciera dolerle a uno o por mucho que realmente doliere. Y dicho esto, precisamente, ni siquiera hay que intentar soslayar el propio nombre de cada quien y todo lo que uno supiere del portador, que seguramente no será poco. Nada de escrúpulos. Nada de tortuosos protagonismos, nada de falsas humildades. Si la cuenta da, por caso, que definitivamente uno no resulta la peor persona del mundo, no hay que ocupar un sitial que no nos corresponde. Como vale la inversa también: si después de un análisis honesto resultare que la peor persona del mundo lleva mi propio nombre, nada de echarse a menos o amagar.

Si acaso uno llega al final del ejercicio y advierte que sí puede bocetar el rostro de la peor persona que conoce en este mundo, deténgase allí. Aparte de sí el asco o la decepción, la furia o la sorpresa. Suspenda el juicio. No juzgue. Hágase a un lado, siéntese en una imaginaria piedra al borde del camino, alguna que esté bajo un árbol que lo proteja del sol con sombra fresca, mire el paisaje. Respira pusadamente. El esfuerzo y la impresión pueden haber sido grandes. Pero no es ése el final del camino.

Si llegó hasta allí, mi estimado, me parece que probablemente esté cerca de entender en parte la Navidad y con ella la Redención. No es el único modo. Ni siquiera postulo que sea el mejor ni el más adecuado. Ni sé si es del todo aconsejable para todo mundo. Pero sí digo que es el que se me ocurre ahora, incluso mientras hago este mismo ejercicio, tratando de hacer justicia.

Y mientras trato de ser justo con la Navidad. Y de ser justo con la Redención, que es el fin de la Navidad. Una justicia que no le hace nada a la Navidad ni a la Redención, sino a mí.

Creo que así podría vernos el propio Dios que se encarna y nace esta noche. Podría vernos casi como podríamos ver nosotros a la peor persona del mundo, que bien podría ser yo mismo.

Pero creo tambiénn que lo único que pide Dios es que uno crea que Él puede hacer lo que quiere y que crea uno, más todavía, que Él quiere el bien y el bien para el hombre.

Suena desafiante aquella frase conocida de san Agustín, comentando un pasaje de la carta a los Romanos, si no me equivoco: Etiam peccata . . . Sí, aun incluso el pecado coopera al bien de los que aman a Dios. Basta con creer que Dios quiere el bien. Y que por eso, también por eso, Dios es amable, además.

Por escandaloso que pareciera a quien no lo entiende bien, no es la expresión de san Agustín demasiado distinta del espíritu de aquella otra del profeta Isaías (I, 18):

Si fuerint peccata vestra ut coccinum, quasi nix dealbabuntur, et si fuerint rubra quasi vermiculus, velut lana alba erunt.

Aunque vuestros pecados fueran como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque fueran rojos como el carmesí, como lana blanca serán.

Y eso perfectamente le puede pasar a la peor persona del mundo.

Esta Noche puede pasarle, puede empezar a pasarle.

En esta Noche, quiero pensar en la persona peor que conozco en este mundo y ver así, de ese modo, qué significa la Encarnación y el Nacimiento, qué tamaño tiene la misericordia, qué clase de amor hace eso con –y sobre todo, por- lo más despreciable y abyecto, por lo más perverso, por lo menos amable a la vista y al corazón.

Tal vez el camino suene tortuoso. Tal vez sea entrar tiznado a la Navidad.

Pero parte del asunto está en que el bien de Dios es terrible. Terriblemente impresionante.

Creo que de tanto en tanto nos conviene recordarlo. De tanto en tanto podemos -¿debemos?- hacer pasar por Belén las caras de las peores personas que conozcamos en este mundo.

Después de todo, el Niño que tienen –que tenemos, que tengo…- enfrente, vino a vernos a la cara, uno por uno y a todos.