jueves, 31 de diciembre de 2009

Veinte años (II)

Lo que uno querría es una cosa. Lo otro, es otra cosa.

Puede pasar que uno quiera tanto alguna cosa que esté dispuesto a dar lo que tiene, y hasta lo que no tiene, por hacerse de ella. Y supongo que una parte de lo que mi padre decía tenía ese sentido.

Pero creo que la frase es cómoda para cuando uno quiere algo que no hará. Al menos cómoda en un sentido psicoespiritual. Consuela y calma pensar de ese modo. Acomoda un apetito, lo hace menos gravoso y, finalmente, hace que lo apetecido no pida nada a cambio. Porque quizá no se trata de dar, ni de hacer.

Daría veinte años de mi vida. Daría, obsérvese bien. No los daré, claro. Pero los daría. En suma, es nada o casi: no tengo que dar mis años.

Ahora.

¿Es algo que vale la pena aquello por lo que daría mis años? ¿Tanto? ¿Es algo apetecible por sí, en sentido lato? ¿Quiero algo –lo que fuere- que verdaderamente podría obtener, ni hablar de que debería obtener? ¿Por qué el daría, entonces? ¿Por qué la frase misma, sin ir más lejos? Hágalo, mi amigo, y ya no diga nada. Y si es que tiene que, con más razón: hágalo. Tal vez quiere decir que debería hacerlo si pudiera quererlo lo suficiente, pero de hecho no logro quererlo lo bastante. No porque no sea bueno, ni para mí. Tal vez porque ni siquiera lo quiero-quiero, sino que me parece o me figuro que debería quererlo. Pero hay algo que en la frase dice -a mi sabor- que no tengo siquiera que quererlo demasiado, ni morir por ello. No es algo estrictamente mío tal vez. No es algo para mí. Es un querer más bien afectivo que quién sabe en lugar de cuál querer efectivo ha venido a quedar. Digo que lo haría, digo que daría una parte de mi vida por hacerlo. Lo digo. Y al decirlo queda dicho y si está dicho, de algún modo, se me hace que está hecho, está cumplido, está realizado o patente mi deseo verdadero. Mi deseo, claro, en todo caso. O la expresión, más bien, de un deseo que de alguna manera me honra formular. Y, creo, al fin con todo y sin embargo, que nada de eso es del todo verdad, lamentablemente. Puede fallarme la voluntad, claro, y así no hacer lo que hay que hacer. No hacer lo que hago, no estar haciendo lo que tengo que hacer, diríamos más ramplonamente. Pero creo que en general esas cosas se dicen respecto de algo que sé casi de cierto que no haré y hasta casi que no tendría por qué hacer.

Hasta allí, por ahora.

Pero hay algo más. Y ahora tomándome la frase en serio. O, al menos, un aspecto que me apasiona de esa frase: veinte años de mi vida.

No es nada el hecho de pensar siquiera cuántos años tiene mi vida y si acaso de ella podría sacar veinte años para dar a cambio de una digitación melodiosa y precisa, o de lo que fuere que quisiera o dijera querer, a cambio de esos años. Que si no tengo años o no me sobran, ni modo.

Por eso hay algo que me gusta más pensar e imaginar, ya que estamos: ¿Así que veinte años? ¿Y cuáles veinte años, me gustaría saber?

Supongamos, efectivamente, dar veinte de los años de mi vida; pero eso, en todo caso, tendrá que ser sin discriminar los años “valiosos” de los comunes y prescindibles. Porque eso estaría bastante mal, si vamos a ver: dar los que creo que me sobran o no querría ya tener que andar cargando, es algo que desluce la frase y la misma acción: doy cosas de supuesto escaso valor o nulo a cambio de algo que siento valioso asaz. Muy feo es eso. Sí, señor. No debería ser así. No, señor.

Pero, por otra parte, ¿dijo prescindibles? ¡Ja! Claro que esos años no existen: ¿cómo se le ocurre pensar que hay en realidad años baldíos y descartables?

Porque, veamos un poco: ¿cuáles años le gustaría a usted descartar o donar a cambio, si dice que habrá de desprenderse de esos 20? ¿Los del dolor? ¿Los de la sombra? ¿Los de la enfermedad y la muerte? ¿Los del deseo frustrado o la mera y habitual frustración? ¿Los del desprecio o el menosprecio? ¿Los de la espera incumplida? ¿Los de la opacidad o la amargura? ¿Los del odio? ¿Los años infecundos o estériles? ¿Los de nada de nada?¿Los de la desesperación? ¿Los años de la distancia y la nostalgia? ¿Los años sucios? ¿Los años de la infelicidad y el ahogo? ¿Los años de la injusticia? ¿Los años del daño y la mentira? ¿Los años del mal?

No.

No, mi querido amigo. No. En absoluto.

Ni aun dándole crédito a la frase la puedo salvar por ese lado. No hay una sola brizna del tiempo prescindible, así, de ese modo. Si el caso fuera de dar tiempo a cambio de algo, siempre estaría dando algo valiosísimo. Siempre.

Si me pongo a pensar, claro que yo propio voy a encontrar veinte años de los que me gustaría, me convendría, estoy seguro de que me sentiría feliz de poder deshacerme. Y si me pidieran el doble, también encontraría. Pero eso sin pensarlo bien. Eso a las apuradas, atolondrado y loco. Porque, de veras, no hay tiempo baldío.

De veras que cada segundo es un acto de misericordia que tiene raíces infinitas.

Sí, oyó bien: el tiempo es misericordia. El tiempo es bienaventuranza. Para el hombre lo es. Para cualquiera y todo hombre.