jueves, 7 de enero de 2010

El silencio

Estoy tratando de encontrarle un sentido al dato. Y no porque no lo tenga, sino al contrario: trato de ver cuál es su mejor sentido, de todos los que suena tener.

Ahora es tarde. Obligadamente tarde en la noche. Fue un buen día, fresco y soleado, vivo, glorioso. Pero ahora es tarde y es noche larga.

Hay silencio ahora. Un silencio de aves, un silencio de agua, silencio de rumores de árboles y de risas. Nadie canta. El aire no suena. Las flores no hablan. La respiración está lejos, profunda, quieta, ausente. En medio del jardín, recostado sobre el marco de la puerta de la cueva, oigo, veo, que el cielo está mudo, que la noche calla. Hay un silencio de nombres, de personas, de cosas. Nadie nombra a estas horas. Ni siquiera los pasos suenan sobre el pasto húmedo y el cigarro apenas habla un lenguaje de luz cenicienta, intermitente. Lo demás es silencio. Parece silencio.

Sin embargo.

Miro alrededor y, de pronto, caigo en la tonta cuenta de que hay bastante más que 150.000.000 de palabras rodeándome. Y eso sólo sumando las escritas en papel, que no son las únicas.

(No, ni se moleste en hacer sumas, mi amigo. Deje que los veladores se ocupen de esas trivialidades. ¿De dónde sale esa cifra, entonces? Una sola pista, algo imprecisa: apenas una novela promedio, tiene unas 60.000 palabras...)

(Y le confieso una cosa: Me pregunto siempre -hace años es siempre- qué hacer finalmente con los libros. Ni hablar de los “papeles”. ¿Qué hacer? Se disputan una parte algunos de los de casa, tampoco a los mordiscos..., tal vez por afinidades digamos que profesionales. Y anda por ahí de tanto en tanto, esa tentanción súbita , no muy confiable, de vivir en un mundo sin palabras de aire ni papel, ni de luz, ni de tinta...)

La madrugada ya llega. Me puse a ver de oír esas palabras. ¿Todas? No, claro. No todas, no todas de una vez.

Pero no a mirarlas, sino a oírlas. No sólo saber que están allí, encuadernadas, encarpetadas, sueltas, disciplinadas y quietas, vivas o muertas, recordadas, formularias, insolventes o brillantes. Históricas, queridas, odiadas, despreciables o venerables, veraces o hipócritas, dulces, ácidas, triviales, sensatas, duras, mentirosas, luminosas u oscuras.

No, nada de nada; no por ahora. Por ahora, lo primero. Si es posible oírlas. Porque están allí, alrededor, como una multitud silenciosa, murmurante. Y, será por la hora, creo ver ahora que todos ellas de algún modo me miran. Y la mayoría de ellas, creo, para peor, me oye. Ay...

Pero no son las únicas, por supuesto.

Hay tantas más.

Cuántas palabras digo diariamente. Cuántas digo con el aire, la luz, la tinta. Cuántas no digo y me digo. Con cuántas palabras pienso e imagino decir.

Y cuántas leo. Y cuántas oigo. Y cuántas imagino oír y sé que se están diciendo. Y cuántas sé que no se dirán jamás. O que mejor ni se dijeran.

Mire bien: nomás allí, frente a usted, mi amigo, que está leyendo estas líneas, allí mismo hay más de 700.000 palabras que lo miran. ¿Se da cuenta?

Y esas mismas 700.000 con más otros millones de palabras están aquí: frente a mí, dentro de mí, alrededor. Como usted tendrá sus millones, además.

El caso es que conozco tantas palabras, sé de tantas. Sé tantas cosas de tantas de ellas. No, no lo tome a mal: no por sabiduría o ciencia. Ni por las erudiciones algo fútiles, de caja de herramientas. Cosas, dije: cosas propias de ellas, sus historias, sus legajos, sus claves y códigos de señales, sus contraseñas. Eso digo, no su lugar en el lexicón o en el diccionario, no su lugar en este estante o en aquella carpeta.

Hablo de su vida de ellas, de sus tiempos, y de su corazón. De lo que pesan, de lo que valen. Y hablo de lo que creo saber.

Y en realidad sé tan poco de ellas. Tan nada. Conozco tantas cosas de palabras que conozco tanto y que creo que nunca he oído realmente.

Las estoy mirando ahora.

Y las espero, creo. Para ver si me hablan. Para que hablen, finalmente. Y para poder oírlas, finalmente. Para oír si las oigo, para ver si las oigo. Y así ver.

Y me imagino que si alguna vez uno estuviera frente a una palabra de verdad, oiría felizmente el silencio por primera vez. Y entendería.

¿Cuánto somos palabras? ¿Cuánto somos palabra? ¡Cuánto! Impresiona.

Por eso digo: no le falta sentido al asunto. Le sobra.


Caramba, mi viejo, será la hora -como usted dice-; pero, mire las cosas que se le ocurren…: ¿no prefiere el relevo de guardia?

Puede ser. No todavía. No es tiempo.


Igual, es verdad, y es verdad para usted también: ¡cuánto somos palabra, palabras…!