domingo, 3 de enero de 2010

Gimnasia y esgrima

Estaba recostado bajo un árbol tratando de conciliar un poco de ese sueño grato de la tarde. Una silla cómoda, sol de verano, plácido. Un fraile solía decirme que lo canónico eran unos mágicos 15 minutos. Sí, entiendo…

Eso es así. Si hay noches.

Porque las noches, como todo el mundo sabe, no son para dormir: son para velar. Más todavía si uno es padre. He vuelto a recordar en estos días las noches largas de pasillos de hospital de años de mi vida y de las vidas de los míos. Días sin día y noche. Noches sin madrugadas. Conocí eso cuando tenía pocos años y nunca se me ha permitido que lo olvide del todo.

En esos casos, lo que hace el tiempo es a veces curioso. Se apelmazan las horas, se va de una cosa a otra sin que haya un concierto de propósitos, aunque parecería que hay uno solo. Pero no es que nada más es algo anómalo. Todo es –se vuelve- una alteración. No es que haya un momento de zozobra y, aparte, el resto del día. Sí hay algo que hace las veces de eje, y en torno a él vamos y venimos. Pero el eje es tal y está hincado de tal modo en nuestro tiempo que desencaja todo el resto y lo obliga a una torsión. Es tan excluyente como molesto. Y, lo más curioso, es que a veces -¿parece?- es necesario. Agridulce, claro.

Ahora bien: un día es otra cosa. Tiene cierto organismo, se mueve de un modo gracioso: una organización plástica, como mecánica aunque viva y como libre. Un día-día de una vida-vida es distinto. Fresco y liviano, aunque estemos cargados de cosas; feliz y amable, aunque nos topemos con desengaños y tristezas.

Pero, cuando hay un cuerpo extraño, un remolino, las cosas giran y se alinean de otro modo y de algún modo ¿buscan? ¿tienden a? romper al girar lo que hay a su alrededor. Una araña en el centro de su tela, absorbente y fatal.

El sol está bastante más fuerte. Un poco de agua. Y, si hay alguna posibilidad de sueño, habrá que buscar por un rato algunos rincones frescos de la casa o de la cueva. A deambular, pues.

La escena –que veo empezada- es algo previsible. El colorado gigantón Hamish recibe a su viejo compañón de la infancia, William Wallace, que vuelve al clan Campbell después de tantos años lejos. El encuentro es simpáticamente áspero, aun cuando se reconocen.

Es una boda. Hay bailes y juegos y destrezas y comida. Niños que corren, gentes que conversan y ríen, cerveza, guirnaldas. En fin, lo visto. No sé por qué pero, de algún modo, creo que Tolkien logró una especie de tópico con sus fiestas de la Comarca y, tal vez, a partir de allí la imaginación se haya hecho un poco más pobre o perezosa. O tal vez ya lo era y, gracias a él, se nota.

El asunto ahora es que los ingleses no le permiten llevar armas a los escoceses. De otro modo, como dice Hamish, el desafío que le lanza a William habría sido con espadas, tal vez hachas. Será con una piedra. Pesada, negra. Hay que tirarla lo más lejos que se pueda. Gana Hamish, claro. Y se ufana de su rudeza eficaz.

Wallace, al parecer, sabe más cosas. Lo reta a un duelo desigual. Tomarán cierta distancia. Hamish tendrá como arma otra vez la pesada piedra negra y se la arrojará a Wallace, que no podrá mover los pies del suelo. Hamish debe tratar de acertar. Si lo hace, se entiende, es casi seguro que aplastará a su contrincante. Lanza. Y falla.

William Mac Aulish, a su vez, toma su arma: un guijarro insignificante. Lo arroja y pega certeramente en la frente de Hamish Campbell. Lo marea primero y lo hace caer inmediatamente después. William gana el duelo, claro.

He visto la película varias veces, con suerte diversa. Esta vez, no logra retenerme. Vuelvo al jardín y a la silla bajo el laurel y el tala. No habrá sueño. Que haya reposo.

Mientras vigilo a mi objetivo nocturno, ahora en el día excepcionalmente acuático, vuelvo al tiempo, a cierta especie del tiempo. Y pienso en esa esgrima que nos impone, o nos propone. O que nosotros le proponemos a él. O logramos imponerle.

Uno de nosotros tiene una piedra grande, lustrosa y negra. El otro, un guijarro insignificante.

Si acierta el caballero de la piedra negra, el otro será aplastado. Si acierta el caballero del guijarro, habrá vencido y habrá bastado para poner a su adversario a la distancia conveniente.

Interesante. A veces es posible. Creo que habitualmente nos hacemos a la idea de que el tiempo, de que cierto tiempo y sus cosas, nos aplastarán.

Pero, a veces, en esa esgrima, un guijarro insignificante, cosa de nada, mantiene a raya al tiempo. O mantiene a distancia a cosas que son del tiempo o que son en el tiempo y que, de acertar con nosotros, terminarán aplastándonos.

Y tal vez con un guijarro de nada (no tanto, no tanto…), logramos acertarle en el mismo entrecejo a alguna de aquellas cosas que querrían adueñarse del tiempo y de nuestro tiempo y de nuestra vida en el tiempo o de nuestras cosas en la vida en el tiempo.

Con todo y eso, acertándoles, nos libramos de cierta especie de temporalidad tiránica y de lo que viene con ella. Porque si ellas nos arrojan una piedra pesada y negra, y resulta que aciertan, nos aplastan y de algún modo dejamos de ser nosotros y nuestras cosas dejan de ser de algún modo nuestras. Y, de algún modo, ya no tendremos una vida. Y ese tiempo y sus cosas serán el caballero de la piedra negra vencedor.

Es difícil. Pero, como William Mac Aulish, deberíamos prepararnos, modelarnos con cierta gimnasia para esa esgrima.

Mis meditaciones se diluyen a esta altura. Igual, mientras me dispongo a seguir la vela, juego distraído con una piedrita redonda y ambarina entre mis dedos.

Uno nunca sabe.