domingo, 16 de mayo de 2010

La edad del mundo (II)

No es lo mismo, vea.

Conocer a la mañana o al mediodía o a la tarde. O a la noche, y esto último, menos que menos. Así es en los ángeles, por lo pronto, y lo digo ahora sólo figuradamente, porque el día de un hombre es otra cosa distinta de la luz (o tinieblas) en la que viven, como el tiempo del hombre lo es respecto del modo en que ellos transcurren.

Y aunque no es para nada igual que lo que ocurre con el conocimiento angélico (con sus conocimientos matutinos, vespertinos o nocturnos, e insisto con denuedo en que no se llaman así por las horas del día…, si acaso no es al revés...), es verdad que en ciertas luces de la mañana se ve inmediatamente lo que más tarde hay que ver mediatamente. No que se vea cara a cara, pero hay intuiciones en medio de la luz matutina que, a medida que el sol corre por el cielo, dejan de volar o saltar grácilmente y comienzan a caminar, paso a paso, cuando no, las más de las veces en un servidor, a arrastrarse. Y a veces a evanescer hasta perderse o ocultarse por años, si acaso vuelven en este siglo.

Así, entonces, me pasó hoy que me quedé mirando la edad del antiguo mundo frío y vigoroso que me rodeaba esta mañana; aunque con el correr del día aquella luz se fue transformando. De modo que extraño ahora, ya con las sombras sobre el mundo, lo que tan gracioso y lucido lucía al alba.

Qué remedio.

Me puse a ver y vi que en las biblias suele citarse la Primera Carta a los Corintios junto al pasaje del Génesis que puse en el epígrafe. Y, por cierto, es del todo pertinente.
Alguien preguntará: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo?

Tu pregunta no tiene sentido. Lo que siembras no llega a tener vida, si antes no muere. Y lo que siembras, no es la planta tal como va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo, o de cualquier otra planta. Y Dios da a cada semilla la forma que él quiere, a cada clase de semilla, el cuerpo que le corresponde.

No todos los cuerpos son idénticos: una es la carne de los hombres, otra la de los animales, otra la de las aves y otra la de los peces.

Hay cuerpos celestiales y cuerpos terrestres, y cada uno tiene su propio resplandor: uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, y aun las estrellas difieren unas de otras por su resplandor.

Lo mismo pasa con la resurrección de los muertos: se siembran cuerpos corruptibles y resucitarán incorruptibles; se siembran cuerpos humillados y resucitarán gloriosos; se siembran cuerpos débiles y resucitarán llenos de fuerza; se siembran cuerpos puramente naturales y resucitarán cuerpos espirituales.

Porque hay un cuerpo puramente natural y hay también un cuerpo espiritual.

Esto es lo que dice la Escritura: El primer hombre, Adán, fue creado como un ser viviente; el último Adán, en cambio, es un ser espiritual que da la Vida.

Pero no existió primero lo espiritual sino lo puramente natural; lo espiritual viene después. El primer hombre procede de la tierra y es terrenal; pero el segundo hombre procede del cielo. Los hombres terrenales serán como el hombre terrenal, y los celestiales como el celestial.

De la misma manera que hemos sido revestidos de la imagen del hombre terrenal, también lo seremos de la imagen del hombre celestial.
(I Cor. 15, 35-49)
Esta carta puede verse (con algunas dificultades para la lectura) comentada por santo Tomás y más precisamente, para quien tenga menos tiempo o ganas, puede verse el comentario al pasaje que ahora traigo a cuento.

Se entiende, por lo pronto, que san Pablo y su comentador hablan acerca de Adán como hombre terrenal y de Cristo como hombre celestial. Como se entiende con sólo leer ese capítulo que san Pablo está hablando y enseñando allí acerca de la resurrección.

Más allá de esto, el punto que me atrajo esta mañana (ay, el matutino…) era simplemente la alusión a la antigüedad del mundo, es decir a la antigüedad de la materia, y a la antigüedad del hombre, en tanto que es un ser corpóreo, hecho del polvo de la tierra, esto es, material.

Y pensaba que hay para el hombre (para mí) una consonancia de principio con las cosas materiales, una correspondencia inicial, de la que algo importante se sigue. Pero más allá de esto, que es cosa desde antiguo dicha y con los tiempos tergiversada hasta el disparate o hasta la perversión, me importa más que nada ahora el dato temporal de esa consonancia material.

Tuve la intuición (‘impresión’ o tal vez ‘ilusión’ me suena ahora menos pomposo y más ajustado a lo que creo que pasó…) de que de la consideración de nuestra coetaneidad secundum quid con el mundo material creado, se siguen algunos beneficios para el talante humano, siempre tan necesitado de esperanza.

No pensé exactamente en una coetaneidad genérica y volátil, puramente figurada. Pensé en términos más literales: de algún modo, este mundo y yo (yo mismo, no el género humano…) tenemos la misma edad. De algún modo, insisto, claro.

Sí. Pero digo que, de algún modo, tenemos la misma edad.

Y eso, creo, es bueno. Y, creo, nos hace bien saberlo. Y nos haría bien recordarlo.

Pero no hay que abusar de la tarde y menos entrar a la noche con estas cosas entre manos, que me da que necesitan más luz que la que hay en la cueva. Y en mi cabeza, ça va sans dire. Y en el día, si me apura.


Mañana será otro día. Y pasado, otro. Y así.

No hay apuro. Somos antiguos.