miércoles, 26 de mayo de 2010

La fin del mundo

Fue hace varias décadas, así que es comprensible que me cueste rastrear el dato y más aún darlo con precisión.

El caso es que, estando chico, leía pilas enteras de vidas de santos en unas revistas mexicanas. No, ni se le ocurra; no era esa piedad que terminará en el anecdotario de algún santo. Ni mucho menos: postrado en una cama de sanatorio por meses, sin poder caminar y con una pata de palo y peor, siendo por otra parte niño y algo lector, solamente jugaba a los soldaditos (mi pierna buena hacía de montaña defendida por los defensores y a conquistar por los atacantes que avanzaban desde la cama que hacía de valle…); oía partidos de Boca en una vieja radio Spika, tenía un disco simple 33 rpm de Julio Sosa (lado A, El firulete; lado B, Nada…), que fatigué hasta que Sosa se quedó sin voz; había en mi mesa de noche ediciones adaptadas y bonitamente ilustradas de la Ilíada, la Odisea, otra del Quijote, en tamaño gigante las tres; un libro francés de grandes descubridores y aventureros (así conocí a Saint Exupéry, por ejemplo, que para mí por entonces apenas era un aviador…) y otro de leyendas universales, típico de aquellos años. Y casi nada más.

Un buen cumpa del colegio me visitaba los días miércoles y, en unas bolsas enormes, era él quien me traía revistas de aquella laya que dije, más otras de Roy Rogers, Red Rider, El Fantasma

Durante años, recordé episodios de aquellas revistas, así como conocí santos que después advertí que casi nadie más conocía y que me fueron presentados de niño.

Muy bien.

Sin la precisión debida, como digo con algo de temor y temblor ahora, creo recordar que fue en la vida de san Luis Gonzaga que leí una frase que me acompaña desde entonces, de diverso modo según los tiempos van andando.

Recuerdo un recuadro con unos seminaristas o novicios jesuitas flacos y altos y todo de negro hasta los pies vestidos, serían tres o cuatro. Conversaban informales en un recreo, quizá, cerca de algunos árboles, con algún edificio de fondo.

Uno de ellos le hizo al resto una pregunta pía: ¿qué harías si en este momento mismo fuera el fin del mundo?

En los cuadros siguientes, en planos más cortos, aparecían caras de distinto talante respondiendo a su sabor: correría a la capilla, me arrodillaría ante el Santísimo, buscaría un confesor, rezaría un Confiteor…, y cosas así, si no ésas.

Me parece –si no estoy recreando el pasaje a mi gusto literario- que obviamente Luis no contesta y se mantiene callado, hasta que todos vuelven la cabeza y le preguntan qué haría él.

Seguiría conversando con ustedes, contesta.

Que efectivamente fuera de la vida de san Luis Gonzaga –por ser quién era y cómo era- podría dar pienso para pensar. No lo sé de cierto, aunque en mi recuerdo siempre lo tuve por suyo al episodio. En verdad no pude encontrarlo nunca de nuevo en parte alguna, una vez que aquella revista (vaya fuente…) se perdió quién sabe dónde. Y quién sabe por qué, que es más interesante todavía. Es verdad, por otra parte, que tiene el sabor de ser algo atribuible a muchos, como un tópico, digamos, aplicable al tipo de cosas que un santo podría decir.

Al fin, tanto da por ahora.

La frase siempre me llamó la atención.

Durante años, -por alguna razón creo que tratando de ponerla a prueba-, enfrenté la cuestión a otras citas.

Últimamente, por ejemplo, quedó frente al protoapocalipsis, que le dicen, del capítulo 24 del evangelio de san Mateo.

Y en eso estoy.

Y habrá que ver.