Noli foras ire…, dice san Agustín. Y dice bien: no vayas afuera, no quieras ir.
Por eso, entonces, a viajar.
Porque no está interdicto en el aforismo el viaje que nos preserva de la evagatio mentis, hija de la acedia. Al contrario. Porque todo el mundo sabe que hay viajes y viajes.
Así es como me fui hace un tiempo y por un tiempo a Sicilia. Y todavía no volví.
Con la fórmula rancia del escritor petulante, éste es el punto exacto en el que el tipo dice con petulancia: “…ocurre, verá usté, que viajé a Sicilia porque estoy trabajando en un nuevo libro, algo experimental, del que no puedo hablar todavía…”
Muy bien. El caso vero es que estoy trabajando en un nuevo libro, algo experimental, qué quiere que le diga.
Dicho sea al pasar: he visto en este tiempo que el viaje nos viaja a nosotros, tanto como nosotros a él. No cualquier viaje, no cualquier nosotros, eso se entiende.
Lo dije alguna vez, me parece: las cosas, finalmente, nos miden y, tarde o temprano, nos dicen quiénes somos. O, al menos, dan pistas firmes para oídos celosos.
Pero eso es otro asunto.
Total que ando dando vueltas por el Mare Nostrum, con grande fruición y contento. A veces pienso que si no estuvieran Italia y el Mediterráneo, no entendería ni jota de todo este sabroso mundo.
Por lo demás, y a modo de justificación maltrecha, son tantas las cosas que pasan en estos tiempos, que conviene mirar todo lo que se pueda desde la mayor cantidad de ángulos posible. Ahora bien. Los ángulos son muchos, claro. Pero uno es uno solo, aunque su inteligencia pueda contener de algún modo todas las cosas. Y las cosas mismas, por hondas que sean, son algo determiado y no cualquier cosa.
¿Y detrás de qué va uno?
Ah, cumpare…, eso sí que está bueno. Fíjese que el viaje nos viaja también. No hay viajero que no se entere a los postres de muchas más cosas que las que suponía iba a ver o a buscar. Y no hay viajero atento que no advierta, con sorpresa feliz, que ha sido viajado de tal manera que no ha sido tanto lo que él ha recorrido como lo que ha sido recorrido en él.
¿Y eso no nos llevará precisamente a la famosa evagatio tan vitanda?, dirá usted. Según y conforme, mire. Porque es claro que alguna disciplina es necesaria para ser discípulo, ¿cómo si no? Esa evagatio infeliz no nos deja aprender nada, nos engorda, si acaso; pero, de hecho y antes, impide que arraiguemos tanto como impide el arraigo de las cosas en nosotros, quitándonos de paso la alegría y el goce. Por lujoso que pareciere, es un patinaje sobre superficies sintéticas, que no respiran ni sudan. Deslizamiento gracioso sobre nadas de nada, pomposas nadas que muchas veces son algo importante y sobre las que flotamos pomposa y livianamente: la frivolidad aquella de la que hablaba Chesterton. La de la peor especie: la de quien manosea con solemnidad las cosas que cree y estima como grandes y serias y aun excelentes, hasta ahogarlas en sí mismo y en otros, hasta matarlas a ellas y morirlas. Ese viaje hay que evitar.
Pero, alto aquí: no deje que engole la gola y me ponga petulante como el escritor aquel.
Pasó que boyando por Sicilia, por ejemplo, pasé a Sardinia. Tan áspera es. Encontré, a primera vista, sabores tan ásperos en la lengua y en las gentes, en las historias y en las piedras, que me sorprendió la insistencia y la ternura de sus ruegos centenarios y ya milenarios a la Virgen.
Como rayos de luz cruzando el Mare aquel, desde las costas del Levante, hasta la Magna Grecia, rozando los promontorios sardos. Me pareció notable y emocionante. Y que todavía perdure.
No es lo único que oí en las costas del Mare, pero eso lo oí.
Por ejemplo.
Un Ave María que en sardo se llama Deus ti salvet, Maria, muy popular en una isla en la que dicen que la mayoría de las iglesias tienen advocaciones marianas.
De ella oí tres versiones, cada cual con lo suyo. Dos son de coros sardos, la otra de Maria Carta, afamada en Cerdeña.
De María Carta oí otras dos canciones a la Virgen.
Ave mama e Deu, es una traducción a la lengua de la isla del Ave Maris Stella medieval.
La otra, está dicha en un antiguo dialecto catalán de la ciudad de Alghero, en el oeste de Cerdeña, que llaman L’alguer, en catalán.
De regalo, me llevé también de la isla una especie de canción de cuna al Niño Jesús. Estas composiciones se llaman allí ninnie (ninnia, en singular; en italiano es ninna nanna). La letra de esta Ninnia a Gesus viene de fines del siglo XVIII.
Y por ahora, de aquí no me muevo.
Es decir, sigo viaje. No se olvide de que estoy trabajando en un nuevo libro, algo experimental..., and all that.