jueves, 24 de junio de 2010

La tarde, el desierto y el pan (III)

La cuestión sigue en pie. En primer lugar, con una aproximación incompleta al asunto del humor extraño con el que Jesús dice a los apóstoles que ellos mismos procuren comida para 5.000 hombres, más mujeres y niños. Ni con los panes y peces que hay, ni con los denarios que hay, ni con la comida –si caso hubiera- que pudieran encontrar en los alrededores. Ni modo: Jesús sabía que eso era imposible.

“No tienen por qué marcharse…”, se me hace que no es una expresión directa y llana, no está dicha enteramente en serio, digamos así. Y “dadles vosotros de comer…”, es todavía más próxima a la broma, aunque no cualquier broma.

Imaginemos otros actores, o imaginemos que por lo menos no hubiera sido Jesús sino otro el protagonista.

Héroe, o quidam cualunque, si hubiera pronunciado esas frases habría sonado tal vez el clarinazo de la hazaña, de la gesta imposible con final presumiblemente feliz, como en los cuentos de hadas o en las sagas míticas, en las que un puñado de argonautas se lanza a la aventura y vuelve velis nolis con bolsas de 50 kilos de harina sin harina, ya plenas de hogazas humeantes arrancadas a las fauces de un dragón, un basilisco o de recuas de panaderos ávidos que ven el filón de semejante comanda, tanto da.

Pero de hecho es Alguien más perspicaz que un héroe y más inocente que un quidam quien está al mando de la operación “dadles vosotros de comer” y sabe, se entiende, cuál es la tropa y sus posibilidades.

Si, por el contrario, esto hubiera sido el rasgo como si dijéramos voltaireano de un antihéroe socarrón, habría sido por demás escandaloso. Burlarse de la inopia, el desamparo y del hambre, burlarse así de los limitados compañeros de armas: imperdonable. Un espíritu delicado no debería soportar una broma así de ácida volcada sobre la fatiga de unos miles de hombres ansiosos y necesitados de pan. Niños que deambulan por campamentos improvisados en torno a fuegos pobres, mirando a sus padres con ojos expectantes, madres angustiadas por la noche y la lejanía, padres atormentados por la mala idea de quedarse allí hasta tan tarde, ahora no sólo sin pan, sino como posible pan mismo de cualquier alimaña o fiera salvaje. No cabría allí burla alguna, ni broma siquiera. No sería digno siquiera el sesgo de una casi ironía. La preocupación de los discípulos es tan urgente como genuina: “déjalos ir…” y a eso no puede contestarse con: “que se las arreglen, si no hay, no hay: esta no es mi guerra…”

¿Y si se tratara de un prestidigitador, un mago, un buhonero de maravillas blancas o negras? ¿O de un merlín que supiera lo que va a hacer y crea de ese modo una especie de suspenso escénico, una especie de anticipación dramática para que resulte restallante el milagro? Un rasgo de narcisismo, sin duda: la promesa imposible ante una situación imposible será finalmente realizada. La risa callada, alojada cuidadosamente en la comisura que oculta la barba, satisfecho de sí mismo y de sus poderes y de la cara de espanto y asombro de unos y de otros cuando aparecen las canastas repletas.

Entendemos habitualmente el humor como una ocurrencia repentina y a veces llena de gracia, un juego de palabras iluminador corrosivo o fresco, tal vez como un estilete que parte un pelo en el aire y su misma velocidad es sorpresa feliz, tal vez como un absurdo que por su mismo dislate causa risa, o como una voltereta -más o menos cruel- que pone en perspectiva insólita y por ello ridícula a cualquier cosa, y así de otras maneras.

Nos cuesta más atribuirle al humor el papel de un borrador de pizarrones.

Sin mucho esfuerzo exegético, puede entenderse que las frases de Jesús fueron una enseñanza y por lo mismo tuvieron intención docente. Es claro que subrayan algo, claro que sí.

Pero si las frases de Jesús fueron docentes, y ciertamente lo fueron, tuvieron a la vez el mismo efecto que el de un borrador sobre un pizarrón repleto de fórmulas posibles. Esas fórmulas por cierto no son las de Jesús, sino que han sido escritas y pergeñadas por nosotros. Con trazo vacilante, escritura inconclusa, paréntesis vacíos y signos de igualdad con la nada en uno de sus extremos: así es como los hombres solemos resolver nuestras ecuaciones. Y tenemos cierta petulancia mal disimulada al conformarnos complacidos con nuestros trazos insuficientes en el pizarrón. No tanto por impericia, que la hay, sino más bien por indigencia de medios... y de fines.

Y por cierta ignorancia, claro: ¿cómo podrían saber que el momento eucarístico y escatológico que une a la tarde en el desierto y sin pan es el escenario ideal para una parábola en acción, que diría Castellani? ¿Cómo darse cuenta sin que Jesús lo diga? ¿Cómo ver lo que el desierto significa al caer una tarde que no sabemos qué significa? ¿Cómo saber de qué pan vive el hombre? ¿Cómo pensar y sentir a la vez en dos planos todo el tiempo, viendo todo el tiempo en una cosa la otra? ¿Cómo imaginar que el propio hombre al hacer una cosa hace otra a la vez de la cual la primera es sólo el typo?

Si es posible utilizar este texto en la fiesta del Corpus Christi es sin duda porque su sentido eucarístico es nítido, la mera presencia del pan hecho mucho para muchos es un signo transparente de lo que hoy no entendemos del todo, pero ya sabemos de sobra. Con la suficiencia que nos da el tiempo y la sabiduría de los sabios, miramos a los apóstoles rudimentarios e ignaros con mirada piadosa: “pobres, no se dieron cuenta…” Ayuda a nuestra suficiencia, y parece que la corrobora como ya vimos, la furia de Jesús sobre la barca, tratando asuntos de panes y levadura: ¿cómo no entendéis? ¿cómo es posible que no hayáis entendido? Tampoco creo que esa furia fuera la ira homicida de un iracundo, sino el reverbero magisterial que pregunta una y otra vez si hemos entendido, una como impaciente instancia que requiere infatigablemente nuestra atención, sin la cual nada se aprende.

Jesús usa el modo simétrico y en eso, en buena medida, veo el humor, bien que extraño.

No tienen pan, así que mejor déjalos ir..., dicen los apóstoles.

Entonces ustedes tienen que darles pan, que no se vayan nada..., dice Él.

No tenemos pan, dicen ellos. Y lo que tenemos no alcanza, ni en pan ni en denarios.

A ver..., dice Él.

Y entonces hace que sea verdad aquello que recién les dijo: que no deben irse las gentes y que deben ellos darles de comer. Y las dos cosas que dijo pasan efectivamente: no se van los 5.000 y ellos les dan de comer.

Con todo, y tal vez para mayor deleite de los más agudos, deja completamente de lado la cuestión de los denarios, omite elegante y benévolamente la bolsa que carga Judas, como quien aparta la cáscara de una nuez con el dorso de la mano, con lo que a mi juicio completa el dulce tinte de su humor severo.

Pienso ahora que tal vez, y algo lateralmente, algún punto de la ardiente cuestión "De auxiliis gratiae" tenga su lugar en estos pasaje de las multiplicaciones de los panes, aunque insistiría en que, si lo tiene, es en clave humorística, lo que quizá podría afectar la circunspección de algún que otro teólogo, cosa que no querría, por supuesto, sabiendo lo quisquillosos que pueden ser.