domingo, 27 de junio de 2010

Romero (II)

Hablaba de la Zamba del romero, que cantó por aquí días pasados Jorge Cafrune, cuando dije eso de que alegra oír las penas bien dichas, y alguno frunció un poco el ceño, me imagino. Y no sin razón, porque tal vez la frase pudo haberle sonado con un dejo levemente provocativo.

Es una especie de paradoja, claro que sí, con tintes de oxímoron al bies. Por cierto que allí un acento definitorio está puesto más que nada en bien dichas y no por razones meramente estéticas, sino porque es una de las misiones del arte la imitación de la realidad, buscando conmover a quien lo contempla en aquello mismo que el arte está representando.

Que no nos las arreglemos bien con el término imitación, no es problema del arte, sino de los hombres y no desde siempre. Porque hubo tiempos en que sí sabíamos qué y cómo imita el arte. Y para qué, sobre todo. Y sabíamos que no se imita copiando lo exterior sin más, sino la forma rerum, algo tan sólido como eso y tan inasible para los meros ojos del cuerpo como gozoso para los ojos de aquello con que el hombre ve la realidad y el ser mismo de las cosas, por incompletamente que lo vea.

El asunto es que, con mirada superpuesta, en el momento mismo en que uno mira lo representado por el arte, y ve que es a la vez una representación y algo real, advierte ambas cosas: la representación conmovedora como materia modulada por el artífice con arte, digamos así, y el contenido de esa representación artística, como algo inteligible y finalmente también conmovedor, algo que no pertenece a la obra, sino algo que la realidad le ha prestado a la obra, con la mediación del artífice.

Es un error frecuente, creo, pensar que la actividad de la inteligencia es final y exclusivamente la lógica y el silogismo o la fórmula, el teorema o la ecuación. Y, en consecuencia, es un error extirpar quirúrgicamente el arte del ámbito de la inteligencia, para acomodarlo en el de los sentimientos o de las percepciones sensibles, como suele parecer, como suele sentirse o hacerse.

Que el hombre no es una suma de cosas distintas unidas sino un solo ser uno y compuesto a la vez, es algo que hay que recordar. Como habría que recordar que el principio vital que lo anima es espiritual, de modo que su máximo gozo vital y existencial proviene de una alegría que tiene como sujeto al espíritu y en él, específicamente, a la inteligencia. Porque es espiritual el hombre es inteligente, de modo que cuando su inteligencia goza, la alegría es plenamente humana. Siendo como es un ser corpóreo, es sensible, y de la actividad de los sentidos le viene cierto gozo también, que es humano también, porque el hombre es corpóreo y ser hombre supone percibir con los sentidos y en la percepción de los sentidos hay cierta fruición, de término y de ejercicio, de estímulo y de finalidad. Pero es la naturaleza espiritual del ser humano lo que le permite el gozo y la alegría, no el masaje con el que colores o sonidos, sabores, aromas o texturas amansan o excitan inmediatamente a los sentidos, por mucho y muy hondamente que lo puncen todos ellos.

Tanto y así, creo, que un desorden fruitivo –por exceso o defecto- es más que nada un asunto espiritual, aunque el origen inmediato de tal cosa pudiera estar en los sentidos, en su fisiología, en la psiquis animal, o incluso en el compuesto mismo a una, en el hombre real y entero, que en cuanto tal y por ser de alguna determinada índole, esté indispuesto para cierta actividad o percepción.

Esto lleva a decir dos cosas, entiendo: por un lado, el hombre que no puede ver porque es ciego, está privado no solamente de la visión, sino también y sobre todo de aquello que la visión puede darle de gozoso a la inteligencia; por otra parte, no poder ver lo que hay de gozoso en las cosas de la natura o del arte, no es simplemente una falta de visión corporal. En cualquiera de ambos casos, el hombre sufre, en particular porque su inteligencia sufre. Y la inteligencia sufre, en principio, cuando no ve, cuando no recibe el alimento que la alimenta y la deja volverse un viviente pleno y en acto de vivir el género de vida propio del espíritu, que es la más alta de las vidas, por otra parte.

Repito: la inteligencia no es finalmente la capacidad de resolver un acertijo o un teorema, como no es la capacidad de rectificar la metodología de sus operaciones de conceptualización, juicio o razonamiento. Y si al menos es eso, no es ni sólo ni principalmente eso.

(Por cierto que tampoco una biblioteca es signo de inteligencia, aunque esté hartamente nutrida, completamente leída y subrayada y anotada…)

En cualquiera de sus operaciones, mediata o inmediatamente, la inteligencia se goza con lo que es. Más aún: aunque los sentidos tengan inmediatamente su objeto propio (como podrían ser luz, sonido, calor, aroma o sabor), no están en el hombre para satisfacer ese sólo objetivo, ni principalemente ese objetivo, además.

Los sentidos, son a la vez vasijas y garfios: garfios de abordaje a la realidad, que se vuelven vasijas cuando reciben aquello que han abordado, vasijas que portan un alimento que es el que sacia a la inteligencia (al hombre, en suma), y del que ellos, los sentidos, dicho ahora algo figuradamente, apenas si mastican con entusiasmo la cáscara.

Eso que se llama lo real o la realidad, como digo, es el alimento propio de la señora inteligencia; como el verdadero sabor de lo real es el alimento propio de la señora sabiduría, que no es otra cosa que el propio espíritu todo, amando lo que es, mientras lo paladea hondamente en su sentido más nutricio y sabroso y se deleita en ello, amando el sabor de lo real.

Estoy seguro de que nos han enseñado mal alguna de estas cosas si amor nos resulta una novelita de amor e inteligencia nos resulta un silogismo.

Estoy seguro de que algo hemos aprendido mal, si es que estuvo bien enseñado, cuando la belleza se nos vuelve un adorno cosmético, aunque resulte conmovedor y terriblemente conmovedor, por cualquiera de las razones por las que podemos conmovernos.

Una pena bien dicha no es la más lacrimógena de las penas, la más melosa o melancólicamente drenada de las palabras, los sonidos, o los colores que la vistan.

Una pena bien dicha es la pena misma, diríamos la substancia misma de una pena, puesta ante los ojos de la inteligencia, hasta que ella la entienda y se haga ella misma la pena misma, que a eso se llama propiamente conocer algo. Y que la inteligencia se haga pena, no quiere decir que conocer la pena se le haga penoso. Y más bien quiere decir lo contrario.

Porque cuando la inteligencia conoce hay fiesta, aunque lo que conozca sea la pena.

Y tanto más la hay cuando algo de la pena llega a la inteligencia resplandeciendo en una modulación que no solamente me muestra el concepto de la pena sino la belleza de su ser, belleza que es, insisto, no su halagadora sensibilidad, sino cierta luz que brilla en lo que es y en el tuétano de lo que es -de todo lo que es-, y que es luz de sentido tanto como de amor, y que el arte hace lucir, porque para eso es el arte.