miércoles, 9 de junio de 2010

Tormentas y tormentos (III)

Los Nazgûl retornaron, y como ya el Señor Oscuro empezaba a medrar y a desplegar fuerza, las voces de los siervos, que sólo expresaban la voluntad y la malicia del amo tenebroso, se cargaron de maldad y de horror. Giraban sin cesar sobre la Ciudad, como buitres que esperan su ración de carne de hombres condenados. Volaban fuera del alcance de la vista y de las armas, pero siempre estaban presentes, y sus voces siniestras desgarraban el aire. Y cada nuevo grito era más intolerable para los hombres. Hasta los más intrépidos terminaban arrojándose al suelo cuando la amenaza oculta volaba sobre ellos, o si permanecían de pie, las armas se les caían de las manos temblorosas, y la mente invadida por las tinieblas ya no pensaba en la guerra sino tan sólo en esconderse, en arrastrarse, y morir. (J. R. R. Tolkien, El Señor de los Anillos, III, 4)

Nazgûl quiere decir, en la lengua negra de Mordor, Espectros del Anillo.

Además de otras mortíferas armas materiales, su Hálito Negro era un arma poderosa y de veneno mortal. De ese Aliento resultaba que los hombres caían en la desesperación, en inconsciencia y hasta en pesadillas horribles y sueños de muerte. Si alguno se exponía por largo tiempo a esa Sombra, moría. Las athelas eran un remedio que podía curar sus efectos.

El Rey Brujo de Angmar era el señor de los nueve Nazgûl, y murió a manos de Éowyn, en la última batalla a las puertas de Minas Tirith, en los Campos de Pelennor.

Éowyn misma supo de los efectos del Hálito del Nazgûl, aunque su propio corazón pudo haberle sido tan fatal como el mal y las heridas del Rey Brujo de Angmar, si otro Rey no la hubiese ayudado a curarse.

Entre otros nombres, al Rey Brujo se lo conoció como Capitán de la Desesperación. Y con razón. Especialmente, por aquel grito agudo que tanto paralizaba a los hombres, los sumía en un terror sin nombre, quitándoles la esperanza y el coraje de sus corazones.

Ahora bien.

Cuando oímos decir “el grito del Nazgûl”, imaginamos un sonido. Y está bien. Porque de veras es un ruido infernal, punzante, chirriante y helado a la vez.

Pero el grito del Nazgûl no es solamente un grito.

Hay otras varias cosas que lo son.

Es un grito del Nazgûl todo lo que desgarre el aire, el aire en el que no solamente viven los demonios, sino la creación entera; es un grito de Nazgûl toda voz y cosa siniestra, reptante como humo, insidiosa como un veneno del mundo, que deshace y disuelve, que quiere romper y rompe, que destroza incluso sin tocar, quemante como ácido, infeliz y triste, violenta o mansa, con la mansedumbre de una pitón.

Y más. Porque muchas cosas que ocurren y nos ocurren tienen el mismo sonido que el grito del Nazgûl. Muchas cosas paralizan a los hombres y quitan la esperanza de los corazones, de modo que ya no se piensa sino en esconderse, en arrastrarse, y morir.

En tantas cosas suenan los gritos del Nazgûl: cosas de la casa o de la política, cosas de los hijos o de la cultura, cosas del amor, cosas de la Fe, cosas de la música, cosas de la amistad, cosas de la natura y las diversiones, cosas de los trabajos, de las comidas o de la muerte.

Se diría que nada hay en el cosmos sino gritos del Nazgûl.

Gritos de Nazgûl en el corazón de tantos a los que se les oscurece la mirada y se les arruga el corazón; gritos de Nazgûl sonando entre las filas de los que apenas pueden -y todavía querrían- mantenerse en pie; gritos de Nazgûl lacerando toda fe hasta que quede exangüe; gritos de Nazgûl en las caras perdidas y babeantes, en los ojos ávidos y las manos rapaces; en las medias sonrisas suficientes de los maquinadores; gritos de Nazgûl en las decepciones; en las ruinas de los amores; en la carroña de una ciudad que ya no puede parir hombres sino despojos; gritos de Nazgûl en las seducciones de los capitanes usurpadores; gritos de Nazgûl en los ojos irritados de soñar sueños infames; gritos de Nazgûl que amenazan a niños y jóvenes desde el vientre mismo de sus madres, para hacerlos mercancías o muerte o rehenes de afanes pútridos; gritos de Nazgûl en la estúpida torpeza del maestro; gritos de Nazgûl en la soberbia del discípulo indolente; gritos de Nazgûl en las fumatas de los volcanes y de los fumaderos; gritos de Nazgûl en los gritos de Nazgûl que punzan y crispan hasta dejar ciegos a los lúcidos, infames a los buenos, traidores a los leales; adúlteros a los fieles; corruptos a los castos; iracundos a los mansos; envilecidos a los humildes; feroces a los dulces.

Sí: el grito del Nazgûl. Tanto grito de Nazgûl...

Y sin embargo.

Después de haber sido traspasado y muerto en los Campos de Pelennor, el Señor de los Nazgûl se deshizo y los restos de sus ropas y atavíos estaban vacíos.
Ahora yacían en el suelo, despedazados y en un montón informe; y un grito se elevó por el aire estremecido y se transformó en un lamento áspero, y pasó con el viento, una voz tenue e incorpórea que se extinguió, y fue engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella era del mundo.
Y así será cuando sea.

Mientras tanto, espero.