miércoles, 21 de julio de 2010

Orange (IV)

Creo que, para un católico argentino, ser católico contra la ley tiene que resultarle una novedad.

Podrá decirse que no lo es. Podrá decirse que hace bastantes decenios que tal cosa ya ocurre, de un modo u otro. Podrá decirse que las leyes, las instituciones y las costumbres en el país, hace bastante que son talmente laicas o laicistas que resultan agresivamente contrarias al catolicismo. Podrá decirse que si no lo hicieran las leyes que violentan la conciencia y la acción de un católico, lo hacen las costumbres, lo hacen los medios de comunicación, la tópica dominante, las lenguas y las plumas (y los pinceles y las notas musicales) de los prestigios culturales o artísticos; o lo hace la educación (sí, también en las instituciones católicas y especialmente en algunas instituciones capitales de la educación católica argentina…) Podrá decirse que desde hace mucho ya son muchas las cosas que no pueden hacerse y decirse y pensarse aquí more catolico. Hasta podrá decirse que en la Argentina nunca hubo un catolicismo tal y tan firme y fuerte, de tal raíz y hondura y altura, que sintiera o requiriera una presión formal, aguda, dura, honda, y legal. Como podrá hasta decirse que a un católico cualquiera le habrá llegado más bien el frío aire, la presión, la desilusión, la decepción y el golpe desde los propios prelados y presbíteres de su iglesia, o de los dirigentes laicos de su iglesia, y no todos ellos como personas individuales –con sus cegueras o cobardías propias suyas de ellos- sino como representantes institucionales.

Y creo que todo eso es así, efectivamente, de un modo u otro.

Pero lo que estoy diciendo es que nada de eso es ni vale lo mismo que lo que ya sabía el joven MacGarvey al irse de su tierra, mientras miraba las laderas de Sliabh Gallion, rumbo a su exilio obligado por la pobreza y la persecución, que en su caso era casi lo mismo.

Más y más, en la Argentina se va conformando un cuerpo legal que, por lo que se ve, muy probablemente le impedirá efectiva y realmente a un católico cualquiera decir, profesar y practicar su credo, y se verá entonces si está dispuesto a afrontar las consecuencias, cosa que es fácil de baladronear pero no tan fácil de hacer llegado el caso.
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Porque no hay que desdeñar la ley. Muchas cosas podrían decirse respecto de muchas cosas y muchas tantas otras podrían hacerse, sin que por eso un ciudadano estuviera con ello violando una ley y afrontando las consecuencias siempre penosas que eso supone.

Es verdad que se han violado principios y se han malversado verdades en no pocas leyes que se han dictado entre nosotros en casi el último par de siglos; y más cerca, más. Es verdad que se han pisoteado derechos de toda clase, que se han violentado instituciones naturales, maleado relaciones de todo tipo, desde familiares hasta comerciales, de un lado y de otro, legislando éste bando o aquel otro. Es verdad que un modelo distinto de hombre y de sociedad, y hasta de religiosidad, ha pujado a través de las leyes y de las costumbres para modelar un hombre distinto, una sociedad distinta, otra religiosidad. Eso ha pasado en el ámbito civil y ha pasado en la propia iglesia argentina.

El hombre común, me parece, ni se entera de la mayoría de esas cosas. No lee los digestos, no lee los diarios de sesiones, no se preocupa por el tramado legal ni en la economía ni en la educación ni en el derecho de familia ni en el código civil ni en el penal. El hombre corriente no sabe nada o sabe poco de normas eclesiásticas y de debates teológicos. No está atento a la letra pequeña de la usura, como no está al tanto de las diarreas pedagógicas, o de los constructivismos sociológicos. Mucho menos se entera de los tejes y manejes de las reuniones episcopales o de ministros o de comisiones del congreso, ni está al tanto de los congresos ni seminarios de expertos, y menos aún se anoticia de los fragotes, de las runflas, de las camarillas y zancadillas y chicanas entre caciques de cualquier cosa.

No, es verdad. Tal vez ni se entera, y eso no se diga en desmedro del buen hombre sino quizá todo lo contrario; pero va un día y lo padece, de un modo u otro lo sufre. Y, lo que es peor, no llega a saber de dónde le viene el sopapo. No sabe cómo llega a tener que hacerse violencia porque parece que todos están de acuerdo en una cosa en la que él no está de acuerdo. No se explica por qué lo que más o menos pacíficamente venía siendo su credo o sus costumbres se ha vuelto algo prohibido por la ley. Y, llegado el caso, prohibido y penado de un modo de veras peligroso.

Porque, precisamente, la ley es otra cosa. La ley tiene poder y poderes. Inicua y todo como pudiere ser, injusta y abominable y todo lo que se quiera, la ley es otra cosa. Por cierto que la costumbre no es un tramado menos poderoso, claro que no. Y ciertamente que la costumbre, el modo natural y espontáneo de forjarse los hábitos y las creencias y el sentido común, tienen una poderosa raíz en la persona y en la sociedad. Y es verdad que todo buen revolucionario que se precie sabe que si no cambia costumbres y lenguaje, hasta que lo que no es sea y lo que es no sea, no logrará demasiado ni por demasiado tiempo.

Pero, con todo y eso, la ley es otra cosa. Y está además la voluntad de poner en una ley alguna cosa, precisamente porque la ley es la ley.

No digo nada inédito al decir que es enteramente discutible que la de la Argentina sea una sociedad católica, si eso significa que sus concepciones y prácticas sociales lo son, sus costumbres lo son, su credo afectivo y su credo efectivo lo son, sus leyes lo muestran y suponen.

Es verdad, también: hay raíces, rastros y rasgos de catolicismo en todas partes, en los nombres de la gente, en las costumbres, en cosas excelsas y en cosas imprecisas o supersticiosas, en prácticas y devociones populares, en gestos y hábitos sociales e individuales, en los juramentos de funcionarios y en los signos que se cruzan sobre el pecho y la boca los jugadores que entran a la cancha, en dar comida y ropa a los pobres y en las peregrinaciones a los santuarios marianos, en las banderas de los centros tradicionalistas de gauchos y en las ermitas de las esquinas de los barrios. Sí, eso es verdad. Y mucho más. Tiene su lugar y tiene su fuerza. Y mucho de todo eso representa mucho más que lo que en la superficie se muestra. Y es tan invisible, en ocasiones, como potente y salutífero, incluso hasta para quienes no lo aprecian.

Pero, precisamente, por eso mismo, están las leyes. Y mucho más las leyes tan cacareadas como las que se aprobaron o reglamentaron en estos días, como las que están en carpeta y falta aprobar.

Y tienen que ser leyes, no costumbres, y menos tienen que ser dimes y diretes y hábitos de colectivos o proclamas de minorías: leyes tienen que ser.

Para ver de erradicar y domeñar las costumbres con las leyes, para disciplinar el pensamiento y la voluntad, poner en vereda la imaginación, orientar el deseo y el miedo y corregir el lenguaje. Para que, cuando este buen fulano y esa buena mengana piensen una determinada cosa, sepan que están pensando como un ilegal; para que, cuando crean una cosa, se den cuenta de que su credo es ilegal; para que, cuando afirmen o nieguen, cuando hagan o no quieran hacer, sepan y sientan y se les pueda hacer sentir y ver cuán ilegales son ellos y las cosas que aman y creen o hacen o dejan de hacer. Y para que sepan a qué se enfrentan y qué riesgos corren.

No sé si en mucho o en poco tiempo más. Pero creo que más tarde o más temprano el católico en la Argentina sabrá y sentirá que profesa un credo ilegal por los cuatro costados. Que las leyes de su patria le impiden pensar, sentir, creer, hablar y obrar como católico.

No sé si eso podría resultarle una novedad, pero lo será de cierto en más de un sentido.

No sé si eso costará la expropiación de bienes y de tierras o perder los empleos. No sé si eso costará el verse obligado a someterse a lo que Pádraig Pearse llamaba ‘la máquina’, refiriéndose al opresivo sistema de educación inglés para desirlandizar a Irlanda y hacerla menos o nada católica. No sé si eso significará la hoy tan temida discriminación y el apartamiento social, la marginación y el desafuero. Tal vez no pase absolutamente nada, por aquello de que, precisamente, los argentinos somos muchas veces los primeros en hacer una cosa, pero también somos los primeros en abandonarla, siguiendo la senda inarrugable de nuestra innovación y de nuestra incuria.

Como en aquella Irlanda de hace unos siglos, vaya a saber uno, tal vez haya en la Argentina una mayoría católica sometida por las leyes dictadas para perseguir hasta erradicar el catolicismo.

Pero si la hay, no sé si esa mayoría sabe que lo es. No sé si sabe la mayoría que es mayoría ni sé si sabe que es católica siquiera lato sensu. No sé si sabe que es perseguida y sometida. A veces parecería que sí. A veces.

Y aquí una retahila de lugares comunes al respecto: tampoco sé si los obispos, arzobispos, cardenales o monseñorinos se han enterado y sé de unos cuantos varios que no y muertos de miedos ponen caras de sensatos, como los que o no aciertan a darse cuenta de qué se trata o no les importa; no sé si los sacerdotes lo saben y sé de otros más que no y que todo lo contrario, más bien; no sé si los pomposos dirigentes laicos, educadores, buenas hermanitas, catequistas se dieron cuenta de qué va la cuestión. Y es muy difícil desmentir la experiencia personal de que es más fácil someterle toda esta cuestión al buen hombre que está arreglando el techo de mi casa y que diga algo como la gente, que al párroco de mi parroquia.

Pero aunque no hubiera más que un quidam ignoto y simple en medio de todos que quisiera ser católico en la Argentina, más temprano que tarde podrá ver lo que es vivir en un país en el que su catecismo ha devenido ilegal.

Y, ya que estamos, tal vez sea esa misma circunstancia la que pida mirar con algo de atención a Irlanda. No solamente para ver cómo fue ser ilegal y ver qué se hace uno al respecto, sino –y tan importante como lo otro- para ver también qué no debería hacer.

martes, 20 de julio de 2010

Orange (III)

Al pasar, tal vez venga bien una minuta a propósito de las rents & rates de los pobrísimos chacareros irlandeses que aparecen en la canción.

Es claro que los datos históricos son lo suficientemente ásperos como para que no sea necesaria mucha parla al respecto. Si la Great Famine, o gran hambruna de mediados del XIX, no hubiera hecho los estragos que hizo en Irlanda, es probable que no hubiera sido tan evidente, como fue a partir de 1850, que además de una administración errática o aprovechadora (como en el caso de los señores de la tierra angloirlandeses), en Irlanda había una persecución religiosa deliberada por parte de los ingleses y hasta de algunos hijos de la propia isla. La inmensa cantidad de muertos y emigrantes irlandeses, durante más de 50 años, está allí como un monumento que no puede obviarse.

Tan impresionante y contundente fue que, lo que en siglos no habían conseguido los insistentes reclamos nacionalistas, lo consiguió el escándalo de semejante hambruna, que despertó e incentivó esos reclamos y, como en un tobogán imparable, en menos de 70 años derivó en la independencia de casi toda la isla.

No era solamente el hambre, sino la fe. No era solamente la fe, sino el hambre. Así fue como murieron los que murieron y se fueron los que se fueron: pobres porque eran católicos y católicos destinados a la pobreza.

Por estos días de hoy día, Irlanda parece que se anota en la lista de los europeos tambaleantes, como Grecia, España, Hungría, Portugal y otros países, con los soponcios consecuentes de los mercados y las bolsas y los bancos.

Lo cierto es que si la economía de Irlanda peligra, es porque la economía de Irlanda andaba bien, en los términos europeos, se entiende, que son más o menos los términos del mundo, China incluida. Y si la economía de Irlanda anduvo bien, en estos últimos años (¿20 años? ¿40 años?: tanto da…), es también porque los irlandeses que se habían ido, de algún modo volvieron y, si no volvieron todos y en persona, volvieron muchos y especialmente en billetes, que no deja de ser un modo de volver, aunque no es el más glorioso retorno, diría yo.

¿Y la fe?

Y…, bueno, qué sé yo; mire: eso no tanto, claro. No se puede hacer todo y algo siempre queda en el camino.

Pero sí hubo despertares celtas, especialmente a partir de los ’60 del siglo pasado, y todos aprendimos bastante gaélico –por gusto, por moda, por tilinguería…-: mucho irlandés, escocés, bretón, gallego, galés… Y muchas leyendas y gaitas, y mandolinas y tin whistles y bodhrans & drums y guardas celtas y díasdesanpatricio, y Guinness. Cómo no.

¿Y la fe?

Bueno, bueno… Que todo eso que despertó y revivió es también parte de la cultura irlandesa y vaya si no. Y hasta más vieja que el cristianismo, fíjese. Y más potente que el cristianismo, si me apura, que después de todo los celtas son los pueblos originarios, ¿o no? Además, es una afirmación de la identidad nacional y tal y tal…

Sí, sí. Claro. Pero, ¿y la fe?

Porque hubo tiempos –no hace tanto de tanto, tampoco…- en los que en Irlanda se era católico y gaélico contra la ley. Y se era pobre por ser gaélico y católico. Los irlandeses supieron durante siglos lo que significaba ser católico al margen y hasta en contra de la ley. Y eran una mayoría aritmética tanto como formal: había muchos católicos en Irlanda e Irlanda entendía que ser católica era ser Irlanda. Y si la ley le prohibía ser católica y gaélica, el irlandés entendía que la ley le prohibía a Irlanda ser Irlanda. Y el irlandés tenía que vivir en Irlanda sabiendo eso. O irse, o quedarse, pero sabiendo eso.

Lo supieron durante tiempos y, muchísimo menos, tal vez lo sepan algunos todavía en algunas partes de la isla.

Lo último que supimos acerca de la fe en Irlanda (además de los gestos de aquellos muchachos del 12 de julio, y quede claro que no puedo asegurar si eso es algo más que un gesto…) se lo oímos por ejemplo a Benedicto XVI diciendo cosas a los católicos de Irlanda que ya les había dicho hace unos años a los obispos de Irlanda.

Muy bien, ¿y? ¿Qué hay con esto?

Pues, verá usted. El caso de Irlanda me interesa porque es el caso de una fe que puede medirse en milenios y en enormes donaciones a la fe y a la cultura de Europa y del mundo, incluyendo a la Argentina. Me interesa también porque es el caso de hombres y mujeres que han vivido por siglos practicando peligrosamente una fe que llegó a ser ilegal, de hecho y de derecho, mayoría y todo como eran en la isla. Me interesa también porque en los últimos años mostró un ahinco en sus dineros, inversamente proporcional al denuedo por conservar la fe que hizo de Irlanda no solamente una nación emblemáticamente católica, sino una nación a secas.

No le faltaron poetas y profetas que le mostraran los rumbos, los tuvo desde antiguo pero los tuvo también hasta no hace mucho. No le faltaron santos y mártires, no le faltaron simples y simplotes fieles chacareros, piadosos o piadosones, lo que usted quiera, pero al cabo de roca dura y fe sencilla. No le faltaron líderes políticos, sociales, culturales (incluso, líderes muertos porque eran peligrosamente líderes…)

Entonces, no está de más, no es desatinado, mirarse un poco en Irlanda. En la Irlanda de los católicos mayoritarios, en la Irlanda de los católicos ilegales, en la Irlanda de los católicos abusadores, en la Irlanda de los que se empecinaron y en la Irlanda de los que se olvidaron, en la Irlanda de los que se fueron y en la de los que se quedaron, en la Irlanda del pobre irlandés y en la Irlanda del rico irlandés.

Pero hay un asunto de entre todos estos asuntos que me interesa ahora.

Y es precisamente algo que para el joven MacGarvey de la vieja canción no era una novedad, aunque para nosotros tal vez sí lo sea.

Orange (II)

Di con una canción irlandesa de hace unos más de 100 años. Tiene varias aristas la cuestión. Me puse a mirarla y le encontré unas 8 letras con variaciones, algunas menores, otras no tanto. No es de extrañar, se entiende, por ser un aire tradicional, con letra de autor desconocido. Encontré también interpretaciones de toda laya, incluyendo una de un grupo alemán hodierno que en general interpreta rock del que se llama satánico: ¿Qué harían estos chicos por esos lares?

El caso es que me quedé con una versión entre varias, porque creo que da el tono justo. Cuestión de gustos, tal vez.



Como se ve, la canción se llama Sliabh gCallann Braes, por decirlo en gaélico, que es el nombre de unas alturas, no muy altas pero muy panorámicas, en el condado de Derry, alturas cuyas laderas extrañará la mar un tal joven MacGarvey.

La historia es sencilla: MacGarvey es un emigrante –allá por los fines del siglo XIX- que se va del norte de Irlanda, acosado por la pobreza, y entonces canta melancólicamente las penas del exilio forzado y las bellas laderas de Sliabh Gallion que dejará atrás, como tantas otras raíces, no sabe si para siempre.

Una más de esas historias de europeos, irishmen included, que tan bien conocemos en la Argentina.

Entre las cosas que hallé a propósito de esta canción, estaban estas consideraciones complementarias que dicen se tomaron de The Catholic Encyclopaedia, y que acompañaban la letra tratando de explicar la situación en Irlanda al tiempo en que nació la canción:

The population of Ireland has been steadily diminishing. In 1861, it was 5.798.564; in 1871, 5.412.377; in 1881, 5.174.836; in 1891, 4.704.751; in 1901, 4.458.775. The decrease is due to emigration, and as the great majority of the emigrants are Catholics, the Catholic population has suffered most. In 1861, it numbered 4.505.265; in 1871, 4.150.867; in 1881, 3.960.891; in 1891, 3.547.307; in 1901, 3.310.028. In the period from 1851 to 1901 the total number of emigrants, being natives of Ireland, who left Irish ports was 3.846.393. No less than 89 per cent went to the United States, the remainder going to Great Britain, Australia, Canada, and New Zealand.

The saddest feature of this exodus is that 82 per cent of the emigrants were between 15 and 35 years of age. The healthy and enterprising have gone, leaving the weaker in mind and body at home, one result being that the number of lunatics increased from 16.505 in 1871 to 21.188 in 1891.

Como digo, la letra varía y pone más o menos el acento en esto y aquello, aunque en todas el dedo señala de un modo u otro a los señores de la tierra, que según se sabe y se ve tenían precios diferenciales para católicos cuando salían a cobrar sus arriendos. Tal vez suene algo machacona la cuestión de las tasas y las rentas, aunque puede entenderse que para las familias que vivían buenamente de la tierra, hacerles invivible la tierra fuera una catástrofe.
ver

La versión que canta Gemma Hasson dice:
My name is Joe McGarvey and as you might understand,
I come from Derreygennard were I own a farm of land;
But my rents are getting higher, and I can no longer stay,
So farewell unto you bonny, bonny Sliabh Gallion Braes.

How Oft have I rambled with my dog and my gun,
sure I rambled your mountains for joy and for fun,
But these days they are all over, and I must go away;
So farewell unto you bonny, bonny Sliabh Gallion Braes.

It's not for the want of climent iam going,
That causes the fair sons of Old Ireland to roam,
But our rents were getting higher, and we can no longer pay;
So farewell unto you bonny, bonny Sliabh Gallion Braes.

Farewell to Old Erin, that land of history,
To the parish of Lissan and the cross of Ballinascreen,
May good fortune shine upon you while I am far away,
and a lone farewell to bonny, bonny Sliabh Gallion Braes.
Otra, por ejemplo, tiene estos matices:
As I went out one morning all in the month of May
To view all your mountains and valleys so gay,
I was thinking of the flowers all a-going to decay
That bloom around you, bonny, bonny Slieve Gallion Braes.

Full oftimes I have wandered with my dog and my gun,
To view all your mountains and your valleys for fun,
But those days they now are gone, and I am far away,
So farewell unto you bonny, bonny, Slieve Gallion Braes.

How oft in the evening with the sun all in the west
I walked hand in hand with the one I love best
But the hopes of youth are ended and I am far away
So farewell unto you bonny bonny Slieve Gallion Braes.

My name is young MacGarvey, as you will understand,
I have a small farm and it's very good land,
But the rents are getting higher and I can no longer stay
So farewell unto you bonny, bonny, Slive Gallion Braes.

It wasn't the lack of employment alone,
That caused the poor sons of old Erin to roam,
But it was the cruel landlords who drove us all away
So farewell unto you bonny, bonny, Slive Gallion Braes.

Our isle it will be green and our cottages be gay
Our children will be clothed and our wives will drink strong tea
Oh you tyrannising landlords - I will no longer stay
So farewell unto to you bonny bonny Slieve Gallion Braes.

Muy bien.

La canción me parece muy sentida y por demás representativa, vaya de paso.

Pero, por ahora, creo que es suficiente como introducción.

¿Introducción? ¿A qué?

¿Cómo a qué? Ah, mi amigo…, sea paciente. ¿O está muy apurado y ansioso por ver aparecer a Miguel Pichetto o a Hugo Chávez en estas líneas?

¿No? Por eso. Ya aparecerán. Por ahora, disfrute la canción.

sábado, 17 de julio de 2010

Tierra en invierno

Linda la helada, linda de veras. Quieta, asordinada. Exhalando frío. Y los pájaros que buscan igual, entre pastos y matas blancos y quietos, siquiera algo que llevarse al buche, como si el mundo siguiera andando, y no les falta razón: el mundo sigue andando hasta que no haya tiempo. Ni mar.

Y me doy cuenta, claro que sí: la helada es linda igual, aunque sea a la vez el memento de que a algunos les es un filo que les corta las carnes. Y el corazón.

Está la helada y está la miseria. Y la helada es linda y la miseria es mala. Si acaso la miseria es injusta, no la helada.

Como está la helada y el dolor, y en ocasiones ninguno de los dos es tan malo.

Me parece que si no se pueden ver las dos cosas a la vez es porque algo le han amputado a uno. O algo se ha mutilado uno mismo, que después de todo nadie es tan masilla que todo el molde le venga de afuera.

Si la belleza es la excusa para no saber del mal, está mal. Si la belleza es la excusa para hablar del mal, está mal. Si el mal es la excusa para odiar la belleza, está mal. Si el mal es la excusa para no ver el bien, está mal.

No es tan complicado. Es duro, eso sí. Pero no es complicado.

Es cuando se parte en filetes el corazón hasta que ya no quede entero que la persona queda hecha un trapo en tiras de trapo.

Así también es como en invierno se sabe que llega la primavera y el verano. Así es como se ve linda la helada en el invierno y le duele a uno el frío del invierno (y le duele por lo que el frío del invierno le haga a los que les duele el frío del invierno), sin que deje de parecerle lindo el paisaje blanco y quieto y sin que deje de saber que llegan la primavera y el verano.

Mientras tenga el corazón uno y entero (y se empecine en tenerlo todo lo uno y entero que pueda), el dolor no solamente canta el dolor sino la alegría.

Y eso es todo lo contrario al atletismo estoico: la helada es linda, el dolor duele.

Y si me cambia los predicados, me destroza los sujetos, fíjese lo que le digo.


jueves, 15 de julio de 2010

Orange

Ya sé, ya sé…: ¿qué me va a decir? ¿Que no es el mejor momento…?

Mire, mi amigo: ca’ uno es ca’ uno y mira lo que mira y ve lo que ve.

Y, además, ¿qué culpa tengo yo si el 12 de julio de cada año de estos siglos últimos, los protestantes orangistas hacen su marcha por las calles de Belfast y los chicos católicos salen a hacer lío cada vez que salen los orangistas? ¿O tengo yo la culpa de que después de más de 300 años, todavía los chicos irlandeses no se cansen de salir a tirarles piedras y lo que tengan a mano a los que no se cansan de marchar desde hace más de 300 años para festejar su victoria y recordarles a los vencidos que fueron vencidos? ¿Usted cree que es invento mío que siga viva todavía la insistencia de los chicos irlandeses, que parece que no se cansan cada año? ¿Será que de algún modo extraño los vencidos no fueron vencidos todavía, aunque ni ellos mismos lo sepan?

Cosas viejas, sí. Cosas de un Guillermo de Orange y de un Jacobo de los Estuardo, claro. Problemas políticos entreverados con la fe y cosas de la fe apelmazadas con las dinastías, claro. Partidos y partisanos, cómo no. Iniquidades y traiciones infinitas y confusas, cuándo no. Papas apoyando a los orangistas contra católicos aliados a los franceses, irlandeses aquí y allá, hasta ingleses divididos o protestantes jacobitas…: una trama difícil, muy difícil, qué quiere que le diga. Historias e historia y la metahistoria en el medio, por debajo y por encima de todo.

Batallas a la vera de los ríos, canciones a la vera de las batallas. Banderas y emblemas. Y cientos de años arrastrados entre el barro de los años de los siglos, repitiendo sin cansarse los gestos y los ritos de las batallas que se pierden y se ganan, infatigables.

Cosas de católicos y protestantes en Irlanda del Norte, claro. Cosas de irlandeses e ingleses, por cierto, con oranges de postre.

Sin embargo.

Deslucidos por los siglos, los cantos y las banderas todavía están en el aire.

Me da que, con todo, hay algo que aprender. Malversados, maniatados, tenidos por rehenes, los cantos y las banderas hasta están representando sentimientos tergiversados o vaciados y vueltos a llenar de asuntos y materias menos nobles, más mezquinos. Y, seguramente, tal vez haya que explicarles cada vez a muchos de esos jóvenes qué hay detrás de esas oriflamas anaranjadas, o por qué se agitan todavía las banderolas verdes. Tal vez haya que volver a decirles de dónde sale el naranja de la bandera de su país, de dónde el verde. Y aunque conozcan las historias, tal vez no entiendan la historia. Tal vez, sí. Puede ser.

Sí. Es muy probable que muchas de esas cosas se hayan desdibujado bastante y tal vez mucho y sean hasta incluso en muchos casos una parodia, sobre todo si uno mira de qué madera está hecha ahora esta Irlanda de hoy que hace los gestos de antaño, los gestos y los ritos de cuando parecía más verdadero que les importaba de veras su fe, su historia, su lengua, su raíz.

Los gestos que ahora se repiten y que eran gestos vivos y terribles cuando ser católico en Irlanda era hambre, o era insulto, o era burla y esclavitud, o era dolor de siglos por siglos, o tortura física, psicológica, espiritual, o era sangre, o era muerte.

El caso es que, en esta semana, entre otras gentes, principalmente jóvenes y unos niños irlandeses, chicos de 7, 8 ó 9 años, salieron a las calles de los barrios de Belfast a protestar, a tirar piedras y lo que tenían a mano, porque los orangistas insisten en exhibir el orgullo y la satisfacción que les da su victoria sobre los católicos de Jacobo, a la vera del río Boyne, cerca de Drogheda, al norte de Dublín, en 1690.

¿Le digo la verdad? Un poco de envidia me da, si usted me entiende. Y me importa nada que me expliquen con un mapa y detalles de sociopolítica qué facción de la furia nacionalista irlandesa los mandó a la calle.

Así -como si le dijera al voleo, sin tanta milonga, viendo el episodio como un emblema-, es lindo ver que alguien tenga batallas que no han terminado y que le valen la pena, año tras año, un julio tras otro. ¿Qué ya no es lo mismo en esta Irlanda que en aquella? Concedo. Pero, sáquele lo desparejo, compadre, y siga pa’ lante: cada año, cada julio, cada vez que flamea la insignia de Orange, reverdece la insignia verde y flamea de nuevo, infatigable ella, y no sólo porque la anaranjada se pavonea infatigable.

Dicen que, en el siglo XVI, los irlandeses le pusieron letra a una melodía ya vieja entonces. Una canción de amor, en principio. Y era en gaélico, para que los ingleses, que no entendían el amor de los irlandeses por Irlanda, no la entendieran, porque además de ser una canción de amor era una canción de patria, en la que Éire es la amada. Se llama Róisín Dubh, Rosa Negra, y hay una traducción al inglés lírico hecha por Pádraig Pearse. Aquí va: es Caitlín Maude quien canta esta especie de lamento amoroso a la patria doliente y en cadenas, por la que el amante no pierde el amor.



Si me dieran a elegir, quiero algo parecido. Siquiera un poco y en algo parecido, algo así después de 320 años o más años de siglos.

Y fíjese que es por una derrota, después de todo, si bien se mira. Notable.

Será que habrá que hacer las banderas que flameen por una causa. Será que habrá que abrazar causas que hagan canciones. Será que habrá que hacer un pueblo de jóvenes o niños o mujeres o varones que salgan un día de julio y otro más y otro más y otro más, por años de años de siglos, cada vez.

Será que haya que hacerlo todo, siempre, cada vez, otra vez. Y querer hacerlo, como si no hubiera tiempo que perder y hubiera todo el tiempo del mundo.

Porque, después de todo, creo que es tan cierto lo que decía Chesterton cuando decía que, cuando uno es cristiano, tiene 2.000 años, como que somos, de algún modo y por lo mismo, seres que venimos del futuro.

Hombres y mujeres y jóvenes y niños que saben que, mientras no llega el futuro, batallan cada julio. Y cada septiembre y marzo y diciembre y mayo y febrero y noviembre y abril y agosto y enero y junio y octubre.

No estaría mal.

Y está bien.

sábado, 10 de julio de 2010

Qué no ni no...

A veces, a uno se le da por pensar y sentir que, si tiene que perder, mejor perder como Uruguay.
...sin más gala que su vuelo...
Y no es culpa mía si usted no vio a la Celeste jugar a la pelota. Y, si la vio, no es culpa mía si no le hizo desear batallas mejores en las que poner el mismo tesón y la misma alegría.

martes, 6 de julio de 2010

64 hojas verdes (II)

 

We who are Christians never knew the great philosophic common sense which inheres in that mystery until the anti-Christian writers pointed it out to us. The great march of mental destruction will go on. Everything will be denied. Everything will become a creed. It is a reasonable position to deny the stones in the street; it will be a religious dogma to assert them. It is a rational thesis that we are all in a dream; it will be a mystical sanity to say that we are all awake. Fires will be kindled to testify that two and two make four. Swords will be drawn to prove that leaves are green in summer. We shall be left defending, not only the incredible virtues and sanities of human life, but something more incredible still, this huge impossible universe which stares us in the face. We shall fight for visible prodigies as if they were invisible. We shall look on the impossible grass and the skies with a strange courage. We shall be of those who have seen and yet have believed.
Y en particular esta cuestión:

Observaremos la imposible hierba, los imposibles cielos, con un raro coraje. Seremos de los que han visto y, sin embargo, han creído.

El pasaje merece alguna atención, me parece, porque ofrece un dato delicado respecto de nuestras expectativas y nuestras ansiedades, tanto como respecto de nuestras frustraciones. 

Los que hayan leído a GKCh., creo que saben de memoria de estos retruécanos y volteretas que usa nuestro autor para decir que, hasta que lo habitual y común no nos sea maravilloso, tal vez no estemos preparados para profesar una fe, sostener un dogma o una creencia despepitantes. Y, sin forzar el sentido, tal vez llegue a sostener que sin el paladeo de lo habitual y corriente nos sea imposible el paladeo de lo arcano e infrecuente. 

Creo que Chesterton sabe que no se puede hablar con soltura y verdadera unción de profecías si no se habla con asombro no fingido de árboles, estrellas o niños. Y que hay una relación directa entre sostener y gozar una fe (sí, señor: la fe se goza…) y sostener el sentido y la verdad de las cosas, con su gozo a cuestas. 

Muchas veces ha repetido, y les ha hecho repetir a sus personajes, que la prueba de que no tenían fe era que despreciaban a la razón. No podrían fingir con éxito ante un ojo atento el amor a lo que no ven, si es patente su desdén por lo que ven. No pueden refugiarse en lo estrambótico de una aparición divina en medio del sueño y de la noche, si no pueden anonadarse perplejos y anhelantes ante el silencio de su jardín por las noches. 

A un cristiano debe poder acusárselo de que su familiaridad con lo que es no deja de causarle asombro y amor. Debe poder acusárselo de que cree en el árbol y en el niño, como cree en la ley divina o en la Trinidad, aunque cada conocimiento venga en cada caso de una fuente distinta. 

Se tiene por una hipérbole todo esto. Se cree que es un abuso de la retórica paradojal y conceptista. Se considera un rasgo de estilo del ingenioso, si quieren hasta el alambicamiento, escritor inglés. Y hasta se la usa, claro, como si fuera una fórmula de prestigio para exaltar la hermosura y grandeza de un ente creado, en el que no se tiene siquiera puesta la mirada, con tal de predicar una fe extraña en un ser increado, sin darse cuenta de que esa fe nace en nosotros por el intento insistente del Creador de hacer que la creatura que modeló con amor no se malogre finalmente, sino que, lejos de perderse, pueda ser rescatada y elevada hasta una medida inconcebible. Tanto así amó Dios a esa creatura y tanto así amó Su creación de toda cosa. 

No, mi estimado: de ningún modo podremos dar testimonio de nuestro amor a Dios si no somos capaces de intentar, siquiera imitar servilmente, el amor que Él tiene por sus obras. 

Cierta vez, vi un ejemplo vergonzoso para mí de esa clase de recortes, aunque en este caso se trataba a mi gusto del contraejemplo: una desordenada pulsión por este mundo

En una ceremonia sacramental en un coqueto colegio de varones, vi que el mantel que cubría la mesa que hacía de altar, tenía bordadas las palabras de san Juan 3, 16, en un prolijo latín: Sic enim Deus dilexit mundum. Y nada más. Y por varias razones –y algunos, si prefieren, prejuicios y varias conclusiones– me pareció rengo. Porque la frase sigue y el párrafo completo de san Juan dice más cosas que completan una expresión que, dicha sin más, cercena ni más ni menos que al Logos por el cual las cosas fueron hechas y redimidas. 

El caso ahora es que Chesterton proponía en 1905 un disparate: nos acusarán de creer realmente en ese verde que esplende en las hojas de un árbol en verano. Uno espera a veces signos más potentes, juguetea en sus ensoñaciones tal vez con martirios más heroicos. Uno querría, o supone que merece, martirios y signos a su altura, a la altura de su sedicente fe, de su imaginada esperanza o de su proclamado amor. Uno querría y sueña ser el protagonista de una persecución atroz, ofreciendo el cuerpo a torturas insoportables, torturas que laceran la carne y atormentan el alma con escándalo y dolor moral, torturas en las que somos sostenidos por ángeles invisibles en nuestra fe por la Virginidad de Santa María o por la Presencia Real, mientras un íncubo babeante se ensaña con nuestras carnes y dilapida nuestra sangre con una risa idiota y se burla de nuestro dolor. 

Chesterton no niega eso. Ni lo cree imposible. Yo tampoco. Pero Chesterton dice más bien que en esos días se nos darán signos extraños y dice que por esa razón necesitaremos una fortaleza ciertamente sobrehumana para que la fidelidad de nuestra mano temblorosa, doliente y perpleja, siga poniendo con temor y reverencia un 4 junto a un 2 + 2. 

Tal vez la marca que llevarán en la frente los hombres de los últimos tiempos, también tenga algo de estas fidelidades a lo real y verdadero y bello y bueno. Tal vez algunos sean marcados como indeseables y ante algún César de turno tenidos por morituri, apenas por su reverencia ante el ser, mucho antes de ser indagados acerca de su fe en el Ser supremo. 

No parece cristiano –o sensato, que es lo mismo– olvidar ese aspecto de la profecía y de la visión de los tiempos del fin, en los que arreciará algún odio antiguo a Dios y a todo lo que es Suyo, Su creación incluida, por cierto, y las raíces y las flores y los frutos de todo lo que Él ha querido plantar en este mundo y ha querido que crezca, hasta que venga a cosechar lo que ha sembrado. 

Chesterton dice eso. Y, aunque no vale lo mismo, yo también, fíjese lo que le digo.




lunes, 5 de julio de 2010

64 hojas verdes


Lo que son las cosas. Hace una punta de años, me gustaba una canción de The Beatles que se llama When I’m sixty four. Una melodía ligera, pero graciosa, sin estruendos ni pretensión. La letra no es gran cosa tampoco pero es simpática y tiene cierta ingenuidad zumbona y cordial, lo que no extrañaría tanto si es verdad que Paul McCartney la escribió a los 16 años. Dicen también que la cantó en homenaje a su padre para su cumpleaños 64. Tanto da, para el caso, que no soy un beatlemaníaco.


 


Lo que por entonces me divertía de la canción era la figura imaginada de cuando tuviera 64, figura futurísma para mí porque para eso faltaban siglos de añares. De hecho, esa edad no era mía en ningún sentido por entonces y podía imaginarla a gusto, como algo completamente fuera de mi tiempo y de los días de mi vida. Algo completamente maleable. Algo parecido me pasó cuando leí por primera vez en Herejes, de G. K. Chesterton, aquella cosa tantas veces dicha:
Fires will be kindled to testify that two and two make four. Swords will be drawn to prove that leaves are green in summer.
Es el final del libro, el capítulo XX (Concluding Remarks on the Importance of Orthodoxy), en el que resume el libro y sus convicciones, o el patrón de sus convicciones que él llama ortodoxia, frente al credo y al patrón del credo de los que allí llama precisamente herejes. El libro termina con estos párrafos:
Las verdades se convierten en dogmas a partir del momento en que se discuten. Así, todo hombre que pronuncia una duda define una religión. Y el escepticismo de nuestro tiempo no destruye realmente las creencias, sino que más bien las crea. Les otorga sus límites y su forma simple y desafiadora. Nosotros, que somos liberales, defendimos alguna vez al liberalismo como obviedad. Ahora se ha cuestionado y lo defendemos fieramente como fe. Los que creemos en el patriotismo, alguna vez creímos que el patriotismo era razonable y no le dimos mayor importancia. Pero ahora sabemos que no es razonable y sabemos que está bien. Nosotros, que somos cristianos, nunca nos dimos cuenta del gran sentido común filosófico inherente al misterio cristiano hasta que los autores anticristianos nos lo señalaron. La gran marcha de la destrucción mental proseguirá. Todo será negado. Todo se convertirá en credo. Es una postura razonable negar los adoquines de la calle; será dogma religioso afirmar su existencia. Es una tesis racional que todos pertenecemos a un sueño; será sensatez mística asegurar que estamos todos despiertos. Se encenderán fuegos para testimoniar que dos y dos son cuatro. Se blandirán espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano. Terminaremos defendiendo no sólo las increíbles virtudes y la sensatez de la vida humana, sino algo más increíble aún: este inmenso e imposible universo que nos mira a la cara. Lucharemos por prodigios visibles como si fueran invisibles. Observaremos la imposible hierba, los imposibles cielos, con un raro coraje. Seremos de los que han visto y, sin embargo, han creído.
No tenía muchos años más cuando leí esto por primera vez, que cuando oí la canción aquella por primera vez. Y, si no es muy tramposo mi recuerdo, sentí algo parecido. 

 Alguna diferencia había, con todo, y no solamente por la seriedad de ambas materias. Porque es verdad que el propio Chesterton invitaba a una perspectiva futura con sus propias palabras. 

Sonaba eso de que “llegará el día…”, como algo que parecía a primera vista no exigir atención perentoria. Aunque es verdad que el mundo a mi alrededor (con The Beatles a bordo, también, claro…) ya se me parecía mucho en presente a lo que Chesterton conjugaba en futuro, en el 1905 de su libro. 

Lo poco que por entonces atisbaba, ya dolía y sabía bastante amargo, sin saber por qué muy bien, o sin saberlo del modo en que podía saberse mejor con la experiencia a cuestas. 

Y así las cosas, entonces, el futuro que conjuga Chesterton en esos años suyos, solamente era futuro más bien en las palabras de mis años aquellos, que en las cosas, porque las cosas ya mostraban para mí, debajo de su trajinada piel de tiempo, algunos signos de que combatían una batalla que no era del tiempo. Pero. Todavía no tenía los 64 de la canción y podía gastar años de años antes de que llegara esa cuenta de años. A la vez, vivía en un mundo en el que nadie se atrevía a sumar de otro modo que no le diera 4 el dos más dos, y en el que nadie se atrevía decir en voz demasiado alta nada que hiciera sospechar de las hojas verdes del verano. 

 Eso parecía así, aunque el malestar acumulado de otros, y el propio incipiente, ya mostraba que los prodigios visibles se iban volviendo invisibles. Y que cada vez se haría más difícil sostener la fe en lo que solamente necesita ojos para ver. 

 Las palabras de Chesterton prometían una batalla inaudita, como una batalla sobre algo final y, por ello mismo, eran una promesa. Con los años, tal vez entendí algo mejor por qué el que va llegando a los 64 tiende a aferrarse a unas pocas cosas elementales y dizque necesarias. Como tal vez entendí un poco mejor que la bonhomía de Chesterton puso en futuro lo que su visión le dictaba en presente. 

 Tal vez, bastaba para eso estar más cerca de los 64 que lo que estaba entonces o volver a leer en estos días de estos tiempos palabras que se llenan de significado cuando vuelven a pronunciarse en su hora precisa. 

 Hay quienes en el fondo no pueden sino amargarse con las profecías, aunque se complazcan en repetirlas. Eso no tiene que pasar. 

 La profecía, en cualquiera de sus grados, pide siempre la compañía de la fe, sin la cual es palabra vacía. Como pide la compañía de la esperanza, sin la cual apenas si es un morboso catálogo de espantos.


(Continúa en 64 hojas verdes II)




jueves, 1 de julio de 2010

Santa Lucia

La via Santa Lucia está en Nápoles, en medio de un borgo o rione que también se llama así, como una banquina del mismo nombre que mira al mar, obviamente en medio de la bahía y el golfo, en la saliente al mar más extrema de la antiquísma ciudad.

Todo el mundo sabe que Santa Lucia (sin acento, está en italiano...) está asociada a Nápoles desde tiempos remotos, al menos desde que existe la que fuera la vieja iglesia de Santa Lucia a mare, que dio nombre a la barriada, al parecer ya en el siglo X. Nápoles fue bombardeada más de 180 veces por los aliados durante la segunda guerra y en uno de esos raides destruyeron la vieja iglesia, en 1943, reconstruida después ya sin los rasgos originales. De las 500 iglesias que era fama tenía la ciudad, se destruyeron entonces unas 60.

Hay algunas canzoni que recuerdan ese barrio y esa banquina, una de las últimas vistas de los emigrantes que partían por hambre, falta de trabajo, guerras, infortunios, dolores o quién sabe qué más cosas que obligan a uno a desarraigarse.

Es el caso de esta conocida Santa Lucia luntana, que compuso en 1919 Giovanni Gaeta (escribía con el pseudónimo de E. A. Mario), hombre de vida pobre y azarosa, pese a ser el autor de miles de composiciones, varias famosas, como ésta, grabada desde su aparición por casi todo el mundo que canta en Italia, y en especial en Nápoles. Aquí la interpreta Roberto Murolo, que sabe lo que hace.

ver
Partono 'e bastimente
p' 'e terre assaje luntane,
cantano a buordo e so' napulitane!
Cantano pe' tramente
'o golfo già scompare,
e 'a luna, 'a miez' 'o mare,
'nu poco 'e Napule
lle fa vede'...

Santa Lucia,
luntana 'a te
quanta malincunia!
Se gira 'o munno sano,
se va a cerca' furtuna,
ma quanno sponta 'a luna
luntana a Napule
nun se po' sta!

E sonano... Ma 'e mmane
tremmano 'ncopp' 'e corde...
quanta ricorde, ahimé,
quanta ricorde!
E 'o core nun 'o sane
nemmeno cu 'e canzone,
sentenno voce e suone,
se mette a chiagnere
ca vo' turna'!

Santa Lucia,
luntana 'a te
quanta malincunia!
Se gira 'o munno sano,
se va a cerca' furtuna,
ma quanno sponta 'a luna
luntana a Napule
nun se po' sta!

Santa Lucia tu tiene
solo 'nu poco 'e mare,
ma cchiù luntana staie,
cchiù bella pare!
È 'o canto d' 'e Ssirene
ca tesse ancora 'e rezze,
core, nun vo' ricchezze:
si è nato a Napule
ce vo' muri'!

Santa Lucia,
luntana 'a te
quanta malincunia!
Se gira 'o munno sano,
se va a cerca' furtuna,
ma quanno sponta 'a luna
luntana a Napule
nun se po' sta!




Hay otra conocidísima Santa Lucia, que se ha oído infinidad de veces, y es uno de los emblemas napolitanos y que se conoce en el mundo cantada por Enrico Caruso. Ésta, dicen, es obra del famoso Teodoro Cottreau, salernitano pese al apellido francés de sus ancestros. Cottreau, al parecer, acomodó al dialecto de Nápoles una canción tradicional de aquellas tierras de mar y más tarde la tradujo al italiano corriente. La canción aparece en 1848. No se trata aquí tanto de melancolía como en la otra Santa Lucia, aunque se trata del mismo lugar, pues la canción habla de un marinero que goza navegando frente a las costas desde donde se ve el borgo, en una agradable tarde de aria fresca.

El caso es que la letra que habitualmente se canta no es la de Cottreau sino de Enrico Cossovich, un ítalo-dálmata, quien escribió una distinta a la de su contemporáneo Cottreau, y con quien tuvo una disputa por este motivo.

ver
Sul mare luccica l’astro d’argento.
Placida è l’onda, prospero è il vento.
Sul mare luccica l’astro d’argento.
Placida è l’onda, prospero è il vento.
Venite all’agile barchetta mia,
Santa Lucia! Santa Lucia!
Venite all’agile barchetta mia,
Santa Lucia! Santa Lucia!

Con questo zeffiro, così soave,
Oh, com’è bello star sulla nave!
Con questo zeffiro, così soave,
Oh, com’è bello star sulla nave!
Su passegieri, venite via!
Santa Lucia! Santa Lucia!
Su passegieri, venite via!
Santa Lucia! Santa Lucia!

In fra le tende, bandir la cena
In una sera così serena,
In fra le tende, bandir la cena
In una sera così serena,
Chi non dimanda, chi non desia.
Santa Lucia! Santa Lucia!
Chi non dimanda, chi non desia.
Santa Lucia! Santa Lucia!

Mare sì placida, vento sì caro,
Scordar fa i triboli al marinaro,
Mare sì placida, vento sì caro,
Scordar fa i triboli al marinaro,
E va gridando con allegria,
Santa Lucia! Santa Lucia!
E va gridando con allegria,
Santa Lucia! Santa Lucia!

O dolce Napoli, o suol beato,
Ove sorridere volle il creato,
O dolce Napoli, o suol beato,
Ove sorridere volle il creato,
Tu sei l'impero dell’armonia,
Santa Lucia! Santa Lucia!
Tu sei l'impero dell’armonia,
Santa Lucia! Santa Lucia!

Or che tardate? Bella è la sera.
Spira un’auretta fresca e leggiera.
Or che tardate? Bella è la sera.
Spira un’auretta fresca e leggiera.
Venite all’agile barchetta mia,
Santa Lucia! Santa Lucia!
Venite all’agile barchetta mia,
Santa Lucia! Santa Lucia!

Pero aquí la traigo en su versión original, hecha también por el impagable Roberto Murolo, qué tanto.




Como tiene que haber un bonus track, en casi todo en la vida suele haber, recordé esta canción de Franceso de Gregori que se llama precisamente Santa Lucia, y que debo decir que me gustó hace ya unos cuantos años (ah, los ’70, los ’70…)

Extraño cantautor di sinistra éste, llamado il principe entre los italianos músicos de aquellos años, al que alguna vez ya cité por aquí, y no recuerdo si no fue en ocasión de esta misma canción y su final. Tan previsible en tantas cosas, pese a cierta elegancia lírica. Y tan raro en otras, como en este caso, creo, en esta oración a la santa, a mitad camino entre la intuición y el modo moderno de ver las cosas del cielo. Y de la historia, claro.

ver
Santa Lucia, per tutti quelli che hanno occhi
e gli occhi e un cuore che non basta agli occhi
e per la tranquillità di chi va per mare
e per ogni lacrima sul tuo vestito,
per chi non ha capito.
Santa Lucia per chi beve di notte
e di notte muore e di notte legge
e cade sul suo ultimo metro,
per gli amici che vanno e ritornano indietro
e hanno perduto l'anima e le ali.
Per chi vive all'incrocio dei venti
ed è bruciato vivo,
per le persone facili che non hanno dubbi mai,
per la nostra corona di stelle e di spine,
per la nostra paura del buio e della fantasia.
Santa Lucia, il violino dei poveri è una barca sfondata
e un ragazzino al secondo piano che canta,
ride e stona perchè vada lontano,
fa che gli sia dolce anche la pioggia delle scarpe,
anche la solitudine.