lunes, 5 de julio de 2010

64 hojas verdes


Lo que son las cosas. Hace una punta de años, me gustaba una canción de The Beatles que se llama When I’m sixty four. Una melodía ligera, pero graciosa, sin estruendos ni pretensión. La letra no es gran cosa tampoco pero es simpática y tiene cierta ingenuidad zumbona y cordial, lo que no extrañaría tanto si es verdad que Paul McCartney la escribió a los 16 años. Dicen también que la cantó en homenaje a su padre para su cumpleaños 64. Tanto da, para el caso, que no soy un beatlemaníaco.


 


Lo que por entonces me divertía de la canción era la figura imaginada de cuando tuviera 64, figura futurísma para mí porque para eso faltaban siglos de añares. De hecho, esa edad no era mía en ningún sentido por entonces y podía imaginarla a gusto, como algo completamente fuera de mi tiempo y de los días de mi vida. Algo completamente maleable. Algo parecido me pasó cuando leí por primera vez en Herejes, de G. K. Chesterton, aquella cosa tantas veces dicha:
Fires will be kindled to testify that two and two make four. Swords will be drawn to prove that leaves are green in summer.
Es el final del libro, el capítulo XX (Concluding Remarks on the Importance of Orthodoxy), en el que resume el libro y sus convicciones, o el patrón de sus convicciones que él llama ortodoxia, frente al credo y al patrón del credo de los que allí llama precisamente herejes. El libro termina con estos párrafos:
Las verdades se convierten en dogmas a partir del momento en que se discuten. Así, todo hombre que pronuncia una duda define una religión. Y el escepticismo de nuestro tiempo no destruye realmente las creencias, sino que más bien las crea. Les otorga sus límites y su forma simple y desafiadora. Nosotros, que somos liberales, defendimos alguna vez al liberalismo como obviedad. Ahora se ha cuestionado y lo defendemos fieramente como fe. Los que creemos en el patriotismo, alguna vez creímos que el patriotismo era razonable y no le dimos mayor importancia. Pero ahora sabemos que no es razonable y sabemos que está bien. Nosotros, que somos cristianos, nunca nos dimos cuenta del gran sentido común filosófico inherente al misterio cristiano hasta que los autores anticristianos nos lo señalaron. La gran marcha de la destrucción mental proseguirá. Todo será negado. Todo se convertirá en credo. Es una postura razonable negar los adoquines de la calle; será dogma religioso afirmar su existencia. Es una tesis racional que todos pertenecemos a un sueño; será sensatez mística asegurar que estamos todos despiertos. Se encenderán fuegos para testimoniar que dos y dos son cuatro. Se blandirán espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano. Terminaremos defendiendo no sólo las increíbles virtudes y la sensatez de la vida humana, sino algo más increíble aún: este inmenso e imposible universo que nos mira a la cara. Lucharemos por prodigios visibles como si fueran invisibles. Observaremos la imposible hierba, los imposibles cielos, con un raro coraje. Seremos de los que han visto y, sin embargo, han creído.
No tenía muchos años más cuando leí esto por primera vez, que cuando oí la canción aquella por primera vez. Y, si no es muy tramposo mi recuerdo, sentí algo parecido. 

 Alguna diferencia había, con todo, y no solamente por la seriedad de ambas materias. Porque es verdad que el propio Chesterton invitaba a una perspectiva futura con sus propias palabras. 

Sonaba eso de que “llegará el día…”, como algo que parecía a primera vista no exigir atención perentoria. Aunque es verdad que el mundo a mi alrededor (con The Beatles a bordo, también, claro…) ya se me parecía mucho en presente a lo que Chesterton conjugaba en futuro, en el 1905 de su libro. 

Lo poco que por entonces atisbaba, ya dolía y sabía bastante amargo, sin saber por qué muy bien, o sin saberlo del modo en que podía saberse mejor con la experiencia a cuestas. 

Y así las cosas, entonces, el futuro que conjuga Chesterton en esos años suyos, solamente era futuro más bien en las palabras de mis años aquellos, que en las cosas, porque las cosas ya mostraban para mí, debajo de su trajinada piel de tiempo, algunos signos de que combatían una batalla que no era del tiempo. Pero. Todavía no tenía los 64 de la canción y podía gastar años de años antes de que llegara esa cuenta de años. A la vez, vivía en un mundo en el que nadie se atrevía a sumar de otro modo que no le diera 4 el dos más dos, y en el que nadie se atrevía decir en voz demasiado alta nada que hiciera sospechar de las hojas verdes del verano. 

 Eso parecía así, aunque el malestar acumulado de otros, y el propio incipiente, ya mostraba que los prodigios visibles se iban volviendo invisibles. Y que cada vez se haría más difícil sostener la fe en lo que solamente necesita ojos para ver. 

 Las palabras de Chesterton prometían una batalla inaudita, como una batalla sobre algo final y, por ello mismo, eran una promesa. Con los años, tal vez entendí algo mejor por qué el que va llegando a los 64 tiende a aferrarse a unas pocas cosas elementales y dizque necesarias. Como tal vez entendí un poco mejor que la bonhomía de Chesterton puso en futuro lo que su visión le dictaba en presente. 

 Tal vez, bastaba para eso estar más cerca de los 64 que lo que estaba entonces o volver a leer en estos días de estos tiempos palabras que se llenan de significado cuando vuelven a pronunciarse en su hora precisa. 

 Hay quienes en el fondo no pueden sino amargarse con las profecías, aunque se complazcan en repetirlas. Eso no tiene que pasar. 

 La profecía, en cualquiera de sus grados, pide siempre la compañía de la fe, sin la cual es palabra vacía. Como pide la compañía de la esperanza, sin la cual apenas si es un morboso catálogo de espantos.


(Continúa en 64 hojas verdes II)