miércoles, 21 de julio de 2010

Orange (IV)

Creo que, para un católico argentino, ser católico contra la ley tiene que resultarle una novedad.

Podrá decirse que no lo es. Podrá decirse que hace bastantes decenios que tal cosa ya ocurre, de un modo u otro. Podrá decirse que las leyes, las instituciones y las costumbres en el país, hace bastante que son talmente laicas o laicistas que resultan agresivamente contrarias al catolicismo. Podrá decirse que si no lo hicieran las leyes que violentan la conciencia y la acción de un católico, lo hacen las costumbres, lo hacen los medios de comunicación, la tópica dominante, las lenguas y las plumas (y los pinceles y las notas musicales) de los prestigios culturales o artísticos; o lo hace la educación (sí, también en las instituciones católicas y especialmente en algunas instituciones capitales de la educación católica argentina…) Podrá decirse que desde hace mucho ya son muchas las cosas que no pueden hacerse y decirse y pensarse aquí more catolico. Hasta podrá decirse que en la Argentina nunca hubo un catolicismo tal y tan firme y fuerte, de tal raíz y hondura y altura, que sintiera o requiriera una presión formal, aguda, dura, honda, y legal. Como podrá hasta decirse que a un católico cualquiera le habrá llegado más bien el frío aire, la presión, la desilusión, la decepción y el golpe desde los propios prelados y presbíteres de su iglesia, o de los dirigentes laicos de su iglesia, y no todos ellos como personas individuales –con sus cegueras o cobardías propias suyas de ellos- sino como representantes institucionales.

Y creo que todo eso es así, efectivamente, de un modo u otro.

Pero lo que estoy diciendo es que nada de eso es ni vale lo mismo que lo que ya sabía el joven MacGarvey al irse de su tierra, mientras miraba las laderas de Sliabh Gallion, rumbo a su exilio obligado por la pobreza y la persecución, que en su caso era casi lo mismo.

Más y más, en la Argentina se va conformando un cuerpo legal que, por lo que se ve, muy probablemente le impedirá efectiva y realmente a un católico cualquiera decir, profesar y practicar su credo, y se verá entonces si está dispuesto a afrontar las consecuencias, cosa que es fácil de baladronear pero no tan fácil de hacer llegado el caso.
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Porque no hay que desdeñar la ley. Muchas cosas podrían decirse respecto de muchas cosas y muchas tantas otras podrían hacerse, sin que por eso un ciudadano estuviera con ello violando una ley y afrontando las consecuencias siempre penosas que eso supone.

Es verdad que se han violado principios y se han malversado verdades en no pocas leyes que se han dictado entre nosotros en casi el último par de siglos; y más cerca, más. Es verdad que se han pisoteado derechos de toda clase, que se han violentado instituciones naturales, maleado relaciones de todo tipo, desde familiares hasta comerciales, de un lado y de otro, legislando éste bando o aquel otro. Es verdad que un modelo distinto de hombre y de sociedad, y hasta de religiosidad, ha pujado a través de las leyes y de las costumbres para modelar un hombre distinto, una sociedad distinta, otra religiosidad. Eso ha pasado en el ámbito civil y ha pasado en la propia iglesia argentina.

El hombre común, me parece, ni se entera de la mayoría de esas cosas. No lee los digestos, no lee los diarios de sesiones, no se preocupa por el tramado legal ni en la economía ni en la educación ni en el derecho de familia ni en el código civil ni en el penal. El hombre corriente no sabe nada o sabe poco de normas eclesiásticas y de debates teológicos. No está atento a la letra pequeña de la usura, como no está al tanto de las diarreas pedagógicas, o de los constructivismos sociológicos. Mucho menos se entera de los tejes y manejes de las reuniones episcopales o de ministros o de comisiones del congreso, ni está al tanto de los congresos ni seminarios de expertos, y menos aún se anoticia de los fragotes, de las runflas, de las camarillas y zancadillas y chicanas entre caciques de cualquier cosa.

No, es verdad. Tal vez ni se entera, y eso no se diga en desmedro del buen hombre sino quizá todo lo contrario; pero va un día y lo padece, de un modo u otro lo sufre. Y, lo que es peor, no llega a saber de dónde le viene el sopapo. No sabe cómo llega a tener que hacerse violencia porque parece que todos están de acuerdo en una cosa en la que él no está de acuerdo. No se explica por qué lo que más o menos pacíficamente venía siendo su credo o sus costumbres se ha vuelto algo prohibido por la ley. Y, llegado el caso, prohibido y penado de un modo de veras peligroso.

Porque, precisamente, la ley es otra cosa. La ley tiene poder y poderes. Inicua y todo como pudiere ser, injusta y abominable y todo lo que se quiera, la ley es otra cosa. Por cierto que la costumbre no es un tramado menos poderoso, claro que no. Y ciertamente que la costumbre, el modo natural y espontáneo de forjarse los hábitos y las creencias y el sentido común, tienen una poderosa raíz en la persona y en la sociedad. Y es verdad que todo buen revolucionario que se precie sabe que si no cambia costumbres y lenguaje, hasta que lo que no es sea y lo que es no sea, no logrará demasiado ni por demasiado tiempo.

Pero, con todo y eso, la ley es otra cosa. Y está además la voluntad de poner en una ley alguna cosa, precisamente porque la ley es la ley.

No digo nada inédito al decir que es enteramente discutible que la de la Argentina sea una sociedad católica, si eso significa que sus concepciones y prácticas sociales lo son, sus costumbres lo son, su credo afectivo y su credo efectivo lo son, sus leyes lo muestran y suponen.

Es verdad, también: hay raíces, rastros y rasgos de catolicismo en todas partes, en los nombres de la gente, en las costumbres, en cosas excelsas y en cosas imprecisas o supersticiosas, en prácticas y devociones populares, en gestos y hábitos sociales e individuales, en los juramentos de funcionarios y en los signos que se cruzan sobre el pecho y la boca los jugadores que entran a la cancha, en dar comida y ropa a los pobres y en las peregrinaciones a los santuarios marianos, en las banderas de los centros tradicionalistas de gauchos y en las ermitas de las esquinas de los barrios. Sí, eso es verdad. Y mucho más. Tiene su lugar y tiene su fuerza. Y mucho de todo eso representa mucho más que lo que en la superficie se muestra. Y es tan invisible, en ocasiones, como potente y salutífero, incluso hasta para quienes no lo aprecian.

Pero, precisamente, por eso mismo, están las leyes. Y mucho más las leyes tan cacareadas como las que se aprobaron o reglamentaron en estos días, como las que están en carpeta y falta aprobar.

Y tienen que ser leyes, no costumbres, y menos tienen que ser dimes y diretes y hábitos de colectivos o proclamas de minorías: leyes tienen que ser.

Para ver de erradicar y domeñar las costumbres con las leyes, para disciplinar el pensamiento y la voluntad, poner en vereda la imaginación, orientar el deseo y el miedo y corregir el lenguaje. Para que, cuando este buen fulano y esa buena mengana piensen una determinada cosa, sepan que están pensando como un ilegal; para que, cuando crean una cosa, se den cuenta de que su credo es ilegal; para que, cuando afirmen o nieguen, cuando hagan o no quieran hacer, sepan y sientan y se les pueda hacer sentir y ver cuán ilegales son ellos y las cosas que aman y creen o hacen o dejan de hacer. Y para que sepan a qué se enfrentan y qué riesgos corren.

No sé si en mucho o en poco tiempo más. Pero creo que más tarde o más temprano el católico en la Argentina sabrá y sentirá que profesa un credo ilegal por los cuatro costados. Que las leyes de su patria le impiden pensar, sentir, creer, hablar y obrar como católico.

No sé si eso podría resultarle una novedad, pero lo será de cierto en más de un sentido.

No sé si eso costará la expropiación de bienes y de tierras o perder los empleos. No sé si eso costará el verse obligado a someterse a lo que Pádraig Pearse llamaba ‘la máquina’, refiriéndose al opresivo sistema de educación inglés para desirlandizar a Irlanda y hacerla menos o nada católica. No sé si eso significará la hoy tan temida discriminación y el apartamiento social, la marginación y el desafuero. Tal vez no pase absolutamente nada, por aquello de que, precisamente, los argentinos somos muchas veces los primeros en hacer una cosa, pero también somos los primeros en abandonarla, siguiendo la senda inarrugable de nuestra innovación y de nuestra incuria.

Como en aquella Irlanda de hace unos siglos, vaya a saber uno, tal vez haya en la Argentina una mayoría católica sometida por las leyes dictadas para perseguir hasta erradicar el catolicismo.

Pero si la hay, no sé si esa mayoría sabe que lo es. No sé si sabe la mayoría que es mayoría ni sé si sabe que es católica siquiera lato sensu. No sé si sabe que es perseguida y sometida. A veces parecería que sí. A veces.

Y aquí una retahila de lugares comunes al respecto: tampoco sé si los obispos, arzobispos, cardenales o monseñorinos se han enterado y sé de unos cuantos varios que no y muertos de miedos ponen caras de sensatos, como los que o no aciertan a darse cuenta de qué se trata o no les importa; no sé si los sacerdotes lo saben y sé de otros más que no y que todo lo contrario, más bien; no sé si los pomposos dirigentes laicos, educadores, buenas hermanitas, catequistas se dieron cuenta de qué va la cuestión. Y es muy difícil desmentir la experiencia personal de que es más fácil someterle toda esta cuestión al buen hombre que está arreglando el techo de mi casa y que diga algo como la gente, que al párroco de mi parroquia.

Pero aunque no hubiera más que un quidam ignoto y simple en medio de todos que quisiera ser católico en la Argentina, más temprano que tarde podrá ver lo que es vivir en un país en el que su catecismo ha devenido ilegal.

Y, ya que estamos, tal vez sea esa misma circunstancia la que pida mirar con algo de atención a Irlanda. No solamente para ver cómo fue ser ilegal y ver qué se hace uno al respecto, sino –y tan importante como lo otro- para ver también qué no debería hacer.