jueves, 15 de julio de 2010

Orange

Ya sé, ya sé…: ¿qué me va a decir? ¿Que no es el mejor momento…?

Mire, mi amigo: ca’ uno es ca’ uno y mira lo que mira y ve lo que ve.

Y, además, ¿qué culpa tengo yo si el 12 de julio de cada año de estos siglos últimos, los protestantes orangistas hacen su marcha por las calles de Belfast y los chicos católicos salen a hacer lío cada vez que salen los orangistas? ¿O tengo yo la culpa de que después de más de 300 años, todavía los chicos irlandeses no se cansen de salir a tirarles piedras y lo que tengan a mano a los que no se cansan de marchar desde hace más de 300 años para festejar su victoria y recordarles a los vencidos que fueron vencidos? ¿Usted cree que es invento mío que siga viva todavía la insistencia de los chicos irlandeses, que parece que no se cansan cada año? ¿Será que de algún modo extraño los vencidos no fueron vencidos todavía, aunque ni ellos mismos lo sepan?

Cosas viejas, sí. Cosas de un Guillermo de Orange y de un Jacobo de los Estuardo, claro. Problemas políticos entreverados con la fe y cosas de la fe apelmazadas con las dinastías, claro. Partidos y partisanos, cómo no. Iniquidades y traiciones infinitas y confusas, cuándo no. Papas apoyando a los orangistas contra católicos aliados a los franceses, irlandeses aquí y allá, hasta ingleses divididos o protestantes jacobitas…: una trama difícil, muy difícil, qué quiere que le diga. Historias e historia y la metahistoria en el medio, por debajo y por encima de todo.

Batallas a la vera de los ríos, canciones a la vera de las batallas. Banderas y emblemas. Y cientos de años arrastrados entre el barro de los años de los siglos, repitiendo sin cansarse los gestos y los ritos de las batallas que se pierden y se ganan, infatigables.

Cosas de católicos y protestantes en Irlanda del Norte, claro. Cosas de irlandeses e ingleses, por cierto, con oranges de postre.

Sin embargo.

Deslucidos por los siglos, los cantos y las banderas todavía están en el aire.

Me da que, con todo, hay algo que aprender. Malversados, maniatados, tenidos por rehenes, los cantos y las banderas hasta están representando sentimientos tergiversados o vaciados y vueltos a llenar de asuntos y materias menos nobles, más mezquinos. Y, seguramente, tal vez haya que explicarles cada vez a muchos de esos jóvenes qué hay detrás de esas oriflamas anaranjadas, o por qué se agitan todavía las banderolas verdes. Tal vez haya que volver a decirles de dónde sale el naranja de la bandera de su país, de dónde el verde. Y aunque conozcan las historias, tal vez no entiendan la historia. Tal vez, sí. Puede ser.

Sí. Es muy probable que muchas de esas cosas se hayan desdibujado bastante y tal vez mucho y sean hasta incluso en muchos casos una parodia, sobre todo si uno mira de qué madera está hecha ahora esta Irlanda de hoy que hace los gestos de antaño, los gestos y los ritos de cuando parecía más verdadero que les importaba de veras su fe, su historia, su lengua, su raíz.

Los gestos que ahora se repiten y que eran gestos vivos y terribles cuando ser católico en Irlanda era hambre, o era insulto, o era burla y esclavitud, o era dolor de siglos por siglos, o tortura física, psicológica, espiritual, o era sangre, o era muerte.

El caso es que, en esta semana, entre otras gentes, principalmente jóvenes y unos niños irlandeses, chicos de 7, 8 ó 9 años, salieron a las calles de los barrios de Belfast a protestar, a tirar piedras y lo que tenían a mano, porque los orangistas insisten en exhibir el orgullo y la satisfacción que les da su victoria sobre los católicos de Jacobo, a la vera del río Boyne, cerca de Drogheda, al norte de Dublín, en 1690.

¿Le digo la verdad? Un poco de envidia me da, si usted me entiende. Y me importa nada que me expliquen con un mapa y detalles de sociopolítica qué facción de la furia nacionalista irlandesa los mandó a la calle.

Así -como si le dijera al voleo, sin tanta milonga, viendo el episodio como un emblema-, es lindo ver que alguien tenga batallas que no han terminado y que le valen la pena, año tras año, un julio tras otro. ¿Qué ya no es lo mismo en esta Irlanda que en aquella? Concedo. Pero, sáquele lo desparejo, compadre, y siga pa’ lante: cada año, cada julio, cada vez que flamea la insignia de Orange, reverdece la insignia verde y flamea de nuevo, infatigable ella, y no sólo porque la anaranjada se pavonea infatigable.

Dicen que, en el siglo XVI, los irlandeses le pusieron letra a una melodía ya vieja entonces. Una canción de amor, en principio. Y era en gaélico, para que los ingleses, que no entendían el amor de los irlandeses por Irlanda, no la entendieran, porque además de ser una canción de amor era una canción de patria, en la que Éire es la amada. Se llama Róisín Dubh, Rosa Negra, y hay una traducción al inglés lírico hecha por Pádraig Pearse. Aquí va: es Caitlín Maude quien canta esta especie de lamento amoroso a la patria doliente y en cadenas, por la que el amante no pierde el amor.



Si me dieran a elegir, quiero algo parecido. Siquiera un poco y en algo parecido, algo así después de 320 años o más años de siglos.

Y fíjese que es por una derrota, después de todo, si bien se mira. Notable.

Será que habrá que hacer las banderas que flameen por una causa. Será que habrá que abrazar causas que hagan canciones. Será que habrá que hacer un pueblo de jóvenes o niños o mujeres o varones que salgan un día de julio y otro más y otro más y otro más, por años de años de siglos, cada vez.

Será que haya que hacerlo todo, siempre, cada vez, otra vez. Y querer hacerlo, como si no hubiera tiempo que perder y hubiera todo el tiempo del mundo.

Porque, después de todo, creo que es tan cierto lo que decía Chesterton cuando decía que, cuando uno es cristiano, tiene 2.000 años, como que somos, de algún modo y por lo mismo, seres que venimos del futuro.

Hombres y mujeres y jóvenes y niños que saben que, mientras no llega el futuro, batallan cada julio. Y cada septiembre y marzo y diciembre y mayo y febrero y noviembre y abril y agosto y enero y junio y octubre.

No estaría mal.

Y está bien.