sábado, 17 de julio de 2010

Tierra en invierno

Linda la helada, linda de veras. Quieta, asordinada. Exhalando frío. Y los pájaros que buscan igual, entre pastos y matas blancos y quietos, siquiera algo que llevarse al buche, como si el mundo siguiera andando, y no les falta razón: el mundo sigue andando hasta que no haya tiempo. Ni mar.

Y me doy cuenta, claro que sí: la helada es linda igual, aunque sea a la vez el memento de que a algunos les es un filo que les corta las carnes. Y el corazón.

Está la helada y está la miseria. Y la helada es linda y la miseria es mala. Si acaso la miseria es injusta, no la helada.

Como está la helada y el dolor, y en ocasiones ninguno de los dos es tan malo.

Me parece que si no se pueden ver las dos cosas a la vez es porque algo le han amputado a uno. O algo se ha mutilado uno mismo, que después de todo nadie es tan masilla que todo el molde le venga de afuera.

Si la belleza es la excusa para no saber del mal, está mal. Si la belleza es la excusa para hablar del mal, está mal. Si el mal es la excusa para odiar la belleza, está mal. Si el mal es la excusa para no ver el bien, está mal.

No es tan complicado. Es duro, eso sí. Pero no es complicado.

Es cuando se parte en filetes el corazón hasta que ya no quede entero que la persona queda hecha un trapo en tiras de trapo.

Así también es como en invierno se sabe que llega la primavera y el verano. Así es como se ve linda la helada en el invierno y le duele a uno el frío del invierno (y le duele por lo que el frío del invierno le haga a los que les duele el frío del invierno), sin que deje de parecerle lindo el paisaje blanco y quieto y sin que deje de saber que llegan la primavera y el verano.

Mientras tenga el corazón uno y entero (y se empecine en tenerlo todo lo uno y entero que pueda), el dolor no solamente canta el dolor sino la alegría.

Y eso es todo lo contrario al atletismo estoico: la helada es linda, el dolor duele.

Y si me cambia los predicados, me destroza los sujetos, fíjese lo que le digo.