lunes, 9 de agosto de 2010

Cresce

Mi abuela materna fue mi madrina de bautismo. Mujer de campo, de la pampa gringa al oeste de Buenos Aires, donde había nacido. Sus padres habían venido de algún lugar antiguo en Italia, entre los Apeninos y el Adriático, por las regiones de los Abruzos y Las Marcas.

Era laboriosa, de una sonrisa clara (pocas veces risa) y una ternura discreta, tan discreta como todo en ella. Cocinaba muy bien toda clase de cosas y hablaba poco, sin ser hosca o taciturna.

En el almuerzo, hoy, mi madre y yo solos, hablábamos de historias familiares, como siempre. Muchas veces en muchos años oí los cuentos de la vida del campo y de las hebras de historias entrelazadas, en las que no falta –además de las cuestiones criollas- ningún ingrediente itálico, de los que le han hecho escribir tantas tragedias y comedias a los hombres, no importa si a Séneca o a Shakespeare.

Lealtades, odios, amores y traiciones, heroísmos, celos y mezquindades, apasionantes siempre, y más en el relato de quien lleva en la sangre la tradición y el arte de contar.

Entre otras historias que pondrían a llorar a un marinero rudo, conozco bien –y prefiero- la historia del pan.

Viviendo a varias leguas del pueblo, no se podía en aquellos años comprar levadura a diario o, menos aún, ir de una corrida hasta la panadería para comprar el pan del día. Se hacía en un horno a leña. Cada familia hacía el propio y las mujeres dueñas de cada amasaban una vez cada diez o quince días las piezas redondas que hiciera falta para alimentar a los de la casa. Se amasaba de noche y el amasijo levaba hasta la madrugada siguiente en que se lo separaba y se armaban las piezas que iban al horno a leña, tal vez por una hora o más, según la cantidad.

De aquella historia, siempre me fue simpático lo que pasaba con la levadura. El caso es que alternativamente alguien compraba levadura en la panadería del pueblo -la última parada antes de volver al campo-, y al pueblo no se iba a diario, como ya sabemos. Alguna de las mujeres, a su turno de hacer pan, la mezclaba en la masa y una vez que ésta había levado, separaba una cantidad del tamaño de un puño, diría, lo envolvía primorosamente en un paño y mandaba a alguien –una hija, habitualmente- a llevarle “la levadura” a Fulana o Perengana, una que ya había avisado que haría pan al día siguiente para los suyos. El encargo, a su vez, era que la que recibía la levadura debía hacérsela llegar, repitiendo la operación, a otra mujer de otra familia que también había avisado de su horneada. Y así, de casa en casa, pasaba un bollo de masa levada que se mezclaba con el nuevo amasijo, del que a su vez se sacaba un nuevo ‘puño’ que hacía de levadura para la siguiente. Alguna vez “se acababa” la ronda o no duraba la potencia levante y era preciso comprar nuevamente levadura, especialmente en el verano. Pero mientras eso no pasaba, cada familia levaba de este modo el pan de otra.

El circuito de la levadura itinerante, atrévase a negarlo, tiene un valor simbólico apabullante. O yo soy muy impresionable, que no soy.

Me dirá, si su corazón tiene la suavidad del de un tratante de negocios de la city, que hacerse repetir el cuento y seguir indagando detalles conocidos de la cuestión, es propio de un obseso, o de un marmota. Me dirá eso, sí. Claro. Puede ser, claro.

En cualquier caso, hoy hubo algo distinto en el cuento.

Hablando de tales asuntos, esta vez pregunté dónde estaban las cosas en el campo y en la casa. Dónde se amasaba, cómo, dónde levaba la masa, dónde estaba el horno, cómo era, qué madera se usaba, cuánta, a qué hora esto o aquello, quién hacía qué, cuál la forma del pan, el tamaño, dónde se guardaba, quién lo cortaba, y así. Aparecieron en el medio de los datos historias y sucedidos tan sabrosos como el pan, claro, pero materia para otras varias conversas del género.

Hacia el final del relato, mi madre me cuenta con cierto pudor que Juana -así se llamaba y así la llamaba yo en sus últimos años- se persignaba antes de meter el pan en el horno. Después, y lo agregó como si se tratara de un secretísimo familiar, dijo que en realidad lo hacía cada vez que ponía algo al horno, pan o no pan.

Pero no sólo ese secreto había y que jamás había oído un servidor. Porque no sólo se persignaba ella. Tomaba un pequeño cuchillo y trazaba la consabida cruz sobre la masa (los cortes que se le hacen a la masa para que la miga al surgir cocida muestre la fachada característica de nuestros panes, especialmente de las hogazas redondas que se llaman ‘de campo’), mientras murmuraba “cresce, cresce…”, en la lengua de los ancestros, por supuesto.

La cuestión aquella de la levadura trashumante, y todo lo que a mi juicio importa de ella, me lleva ya decenios de contemplación.

Y resulta que ahora tengo que vérmelas con este ingrediente ‘de último momento’, con estas palabras iniciáticas, con esos signos y ritos, con el ‘cresce, cresce…’ que Juana heredó quién sabe de cuántas bocas anteriores a ella, que hablaron aquella misma lengua en aquellas regiones entre los Apeninos y el Adriático, frente a los mismos amasijos de harina, sal y levadura.

Creo que es demasiado para una sola vida de hombre, si usted me entiende.