sábado, 28 de agosto de 2010

¿Quién llora por mí?

Me acuerdo de que, hace unos años y para estas fechas, mencioné la fiesta de santa Mónica y de san Agustín, aquel hijo de tantas lágrimas, como se dice lo llamó san Ambrosio, iluminando la esperanza de su madre.

Al volver a ver las fiestas de ambos, me sorprende notar ahora que, apenas unos años después, las mismas cosas significan lo mismo pero de otro modo, desde otra perspectiva que creo no había -ni hubiera- visto.

Por ejemplo.

¿Quién llora por mí? ¿Seré el hijo de las lágrimas de alguien? ¿De más de un par de ojos y más de un corazón en llanto? ¿Y habrá a su vez un hijo de mis lágrimas? ¿Alguien? ¿Algo? ¿Podrá ser que yo mismo de algún modo resulte en algo hijo de mis propias lágrimas?

No sorprende ver que uno vaya envejeciendo, claro que no. Es cosa de esperar y eso pasa. Siempre es una noticia, es verdad, saber quién he llegado a ser corriendo los años, si uno se toma el trabajo de prestar atención, al menos. Tal vez, en un asunto u otro, uno pueda llegar a sacar cuentas anticipadas de algunas cosas y adivinar: en unos años, seré así, muy probablemente; cuando pasen los años, me pasará esto o aquello, casi seguro. Incluso se puede adivinar o saber lo que no ocurrirá. No es fácil acertar, pero no es imposible. Contingencia y libertad mediando, se entiende. Y la Gracia, claro.

Me preguntaba, entonces, si lo que soy ahora es también el resultado de las lágrimas de alguien. ¿Alguien ha estado llorando por mí y también en mucho o en algo soy hijo de esas lágrimas? ¿Y si aún no lo soy? ¿Y si todavía esas lágrimas no han parido a su hijo? ¿Y lo que todavía no sé? ¿Y lo que no ha ocurrido ni sospecho siquiera, mientras ya hay lágrimas que están preñadas de ese hijo? ¿Seré al final el hijo de las lágrimas de alguien? ¿Y qué hijo parirán si acaso mis propias lágrimas en mí, en otro, en algo?

Claro que con el tiempo de las cosas es distinto, creo. Es más difícil. Se nos escapa la vida de las cosas, estamos más lejos del corazón del mundo y de las cosas. Y de la propia historia. Más lejos de su dinamismo y del motor de su dinamismo. No sólo es tan o más difícil que ver nuestro propio destino posible o probable. Es quizá más opaco todavía que lo que nuestro propio ir siendo nos resulta para nosotros mismos. Es mucho más difícil incluso ver todas las contingencias que incidirán al final en un resultado. Se puede llorar sobre el mundo y sobre la historia, claro. Como Jesús lloró sobre Jerusalén. Incluso esperando, como santa Mónica, que no perezca al fin el hijo de tantas lágrimas; porque, después de todo, si aquello que puede perecer no valiera esa pena, ¿a qué llorar lágrimas por eso?

Sin ir muy lejos, pensaba en estos días, mi pueblo ha cambiado de un modo que no podría haber adivinado hace diez años. Claro que cambios así se producen en el tiempo y nunca tan súbitamente. Pero me paro en un punto determinado, en un cruce de calles, una altura desde la que se domina la visión del entero pueblo, en medio de uno de los pocos bosquecitos que van quedando, y me siento extranjero en más de un sentido. Y, en cierto sentido, lloro sobre mi aldehuela que ya no lo es. Tal vez esperando que ella también sea un día el hijo de esas lágrimas y no perezca, al menos en aquello que tenía de bueno. A la vez, uno sabe que es difícil que eso ocurra: una cierta entropía parece decir que las lágrimas deberían tener mejor destino. Y sin embargo…

Creo que no hace falta aclararlo mucho. A los cristianos, menos. Tal vez.

Se sabe que por y con el dolor se puede hacer nuevos a los hombres y a todas las cosas, llegado el caso. El dolor y las lágrimas del dolor pueden de algún modo parir hijos y lo que eso significa.

El dolor de otro o de otros por otro u otros. Incluso por cosas: aldea o patria. O Iglesia.

Hay lágrimas de todo tipo. Y hay dolores secos, hondos y ciertos, que jamás vuelcan al mundo una sola lágrima. Aunque, si bien no toda lágrima es por dolor, todo dolor llora de algún modo. De modo que son un buen emblema del dolor y de la pena. Como parece ser también que las lágrimas llegan a ser fecundas a veces, a condición de que en ellas esté una semilla buena que da buen fruto. Lágrimas que duelen y se duelen de un bien ausente, quizá perdido, y que a la vez son la semilla y el riego mismo que permitirán concebir y hacer crecer el bien presente. O futuro. Pues eso podrá ser en los términos temporales de este mundo sublunar, como ocurrió con santa Mónica. O más allá del círculo que gobierna el tiempo y a los hombres en el tiempo. Que, para el caso, eso es vida, cómo que no.

Y así es como cada quien y algunas cosas podrán ser al final, con suerte y en algo, en este valle o en el Otro, los hijos de las lágrimas de alguien o de algunos.

Por lo pronto, en silencio, honda y suavemente, uno debería agradecerlo más: haber nacido, haber renacido, siquiera poder nacer alguna vez, aunque sea al final o más allá del fin, como un hijo de lágrimas.