domingo, 30 de enero de 2011

Soledad (III)

Hay algo en la cuestión de la soledad que es, como si dijera, más bien existencial.

En la esencia de las cosas, el hombre no es solo, aunque lo esté. Y puede parecer un juego de palabras, admito. Pero en todo caso es un juego con palabras pertinentes.

Los cristianos, por ejemplo, sostenemos que el hombre es imagen y semejanza de Dios. Y Dios es trino; y por eso mismo no es solo. Nosotros no somos tres personas de una misma naturaleza, claro, pero nuestra sociabilidad natural pende esencialmente en nosotros de la imagen que somos de un Dios trino y comunicante, y de allí que la vocación misma de nuestra natura es ser con y para otro, aparte el hecho de que ninguno de nosotros los hombres agotamos la totalidad del ser humano y el hecho, a la vez, de que no podamos bastarnos ni valernos solos para llegar a nuestra plenitud. Hay para esto toda suerte de razones que no vienen al caso ahora. Como hay toda suerte de aplicaciones y consecuencias.

Sin ser cristiano, buena parte de esto se ve sin más que la razón; no, por cierto, la raíz trinitaria.
La ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte; en efecto, destruido el todo, no habrá pie ni mano, a no ser equívocamente, como se puede llamar mano a una de piedra: una mano muerta será algo semejante. Todas las cosas se definen por su función y sus facultades, y cuando estas dejan de ser lo que eran no se debe decir que las cosas son las mismas, sino del mismo nombre. Es evidente, pues, que la ciudad es por naturaleza anterior al individuo, porque si el individuo separado no se basta a sí mismo será semejante a las demás partes en relación con el todo. El que sea incapaz de entrar en esa participación común, o que, a causa de su propia suficiencia, no necesite de ella, no es más parte de la ciudad, sino que es una bestia o un dios. Es natural en todos la tendencia a una comunidad tal, pero el primero que la estableció fue causa de los mayores bienes; porque así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, apartado de la ley y de la justicia es el peor de todos: la peor injusticia es la que tiene armas, y el hombre está naturalmente dotado de armas para servir a la prudencia y la virtud, pero puede usarlas para las cosas más opuestas. Por eso, sin virtud, es el más impío y salvaje de los animales, y el más lascivo y glotón. La justicia, en cambio, es cosa de la ciudad, ya que la Justicia es el orden de la comunidad civil, y consiste en el discernimiento de lo que es justo.
Es un texto conocido de la Política de Aristóteles, fundamentando la relación política entre la ciudad y el individuo.

Por su parte, santo Tomás, hablando de los monjes y las órdenes religiosas, dice que la soledad –como la pobreza- no son de la esencia de la perfección sino un instrumento para alcanzarla. Dice además que es muy conveniente para la contemplación, aunque no para la acción, y explica además por qué "es necesaria la vida en sociedad para ejercitarse en la perfección, mientras que la soledad va mejor a los perfectos", porque, como sostiene, "ha de recordarse que lo que es solitario ha de ser suficiente por sí mismo, lo cual se cumple en aquello a lo que no falta nada, que es la definición del ser perfecto. Por eso la soledad conviene al contemplativo que ya llegó a la perfección".

En cualquier caso, está claro que en ninguno de estos dos ejemplos la soledad es mala per se o dañina sin más. Ni siquiera confrontada con la naturaleza misma del hombre, animal social, imagen de un Dios trinitario. Incluso para Aristóteles, como para santo Tomás, el solitario podría ser divino en algún sentido, y no sólo bestial.

Por eso me parece que no es por allí por donde se encontrará el sentido de la soledad. Y, como suele ocurrir con otras cosas muy graves, seguramente habrá que ir a un ámbito decididamente paradojal para tratar de entender si es posible que la misma cosa penosa que nos sume en la nada es la cosa buena que nos da el gozo mayor, y en qué sentido, como parece, lo mismo que puede volvernos bestiales es lo que podría asemejarnos a los dioses.

jueves, 27 de enero de 2011

Soledad (II)

Me manda J. unos versos en coplas. Son de José María Pemán. Comentándolos, se ve que la misma palabra soledad resulta habitualmente más agria que dulce al oído. Y en la imaginación.
Soledad

Soledad sabe una copla
que tiene su mismo nombre:
Soledad.

Tres renglones nada más:
tres arroyos de agua amarga,
que van, cantando, a la mar.

Copla tronchada, tu verso
primero, ¿dónde estará?

¿Qué jardinero loco,
con sus tijeras de plata
le cortó al ciprés la punta,
Soledad?

¿Qué ventolera de polvo
se te llevó la veleta,
Soledad?

¿O es que, por llegar más pronto
te viniste sin sombrero,
Soledad?

Y total:
¿qué mas da?
Tres versos: ¿para qué más?

Si con tres sílabas basta
para decir el vacío
del alma que está sin alma:
¡Soledad!
Me crucé, por otra parte y entre otras cosas, con un texto de Thomas Merton en el que hay una idea distinta, contrastante, sin duda. El libro se llama, precisa y paradojalmente, Los hombres no son islas. Tomo tres frases de allí:
Si el hombre no conoce el valor de su soledad, ¿cómo podrá respetar la soledad ajena?

La soledad es tan necesaria para la sociedad como el silencio lo es para el lenguaje, el aire para los pulmones y el alimento para el cuerpo.

Una comunidad que trate de invadir o destruir la soledad interior de los individuos que la componen, se condenará a sí misma a muerte por asfixia espiritual.
Creo que es claro que los opuestos no son los mismos para Pemán que para Merton.

¿Hablarán de la misma soledad?

Y si fuera que no hablan de la misma, me pregunto si acaso haya alguna soledad que sea la soledad epónima: la soledad más propiamente soledad que cualquiera de las otras que llevan el mismo nombre pero no son la misma cosa.

Porque si eso existiera, es el antónimo de esa soledad el que interesa más que cualquier otro.

jueves, 20 de enero de 2011

Soledad

La frase estaba perdida y flotando apretada en una maraña de otras frases y conceptos telegramáticos.
¿Por qué no hay un término preciso opuesto a "soledad"?
Son cosas que pasan en enero, probablemente porque es el enero de los espacios vacíos acá en el sur, el enero de la nada de nada.

Y tal vez por eso mismo leí, un poco al descuido, pero entero, ese mensaje en el que los organizadores de un café filosófico (psicológico, diría más bien) anunciaban que en su próxima reunión tratarían (ay, los títulos...) La experiencia de estar solo (de acuerdo a la experiencia científica).

Algunos asuntos tenían algún interés, pero creo que nada de lo dicho allí valía lo que esa pregunta. Y más que la pregunta, que ya parece desafiante, lo que está detrás de la pregunta.

El diccionario, por lo pronto, dice:

soledad.
(Del lat. solĭtas, -ātis).
1. f. Carencia voluntaria o involuntaria de compañía.
2. f. Lugar desierto, o tierra no habitada.
3. f. Pesar y melancolía que se sienten por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o de algo.
4. f. Tonada andaluza de carácter melancólico, en compás de tres por ocho.
5. f. Copla que se canta con esta música.
6. f. Danza que se baila con ella.

Ahora bien.

Busco antónimos para soledad, ya que la pregunta es acerca del término preciso opuesto.

Pero lo primero que me retrasa es ese término preciso opuesto. ¿Preciso opuesto? ¿Es así? ¿En qué sentido? ¿Siempre se puede encontrar un preciso opuesto? ¿Tiene sentido semejante simetría? ¿De veras toda cosa tiene su opuesto, en el sentido que quiere esa frase?

Por otra parte, ¿estamos hablando de palabras, de palabras en relación con cosas, de solo cosas? Porque podría pasar que una palabra tuviera su antónimo, pero no que necesariamente una cosa tuviera su opuesto, en el sentido en el que se lo menciona allí, que no es simplemente un opuesto contrario, sino un opuesto contradictorio, de tal modo que un término excluya al otro y habiendo una cosa su opuesto no coeexista junto con ella.

Una cosa son las cosas en la realidad, otra son en el pensamiento y otra son en las palabras.


A ver los antónimos, para empezar.

La mayoría coincide en que los antónimos de soledad son dos: compañía y alegría.

Con lo cual, me parece, la cuestión se vuelve más honda y de implicancias más graves.

Y, entonces, así, como quien no quiere la cosa, de entre medio de la nada de nada del enero meridional, por vías insólitas, se encuentra uno frente a frente con semejante asunto.


Ahora, un pajarito pequeño –de los que en la pampa llamamos mistitos- entra de pronto a la cueva con su pareja.

Revolotean inocentes, miran, saltan dos o tres pasos. No encuentran comida, ni agua. Son breves y discretos. Y lo más gracioso es que parecen catar sorprendidos el terrible y extremo orden que he puesto entre mis libros y papeles. No es la primera vez que llegan hasta aquí. Nunca, sin embargo, tan adentro. Es natural: hay un espacio ahora como no hubo nunca antes.

Y es curioso: el espacio ha aumentado casi en la misma medida en que el tiempo ha disminuido. Durante años, y hasta casi eliminarlo, se acumularon en el espacio de la cueva años y años de mi vida.

Parvas de papeles alimentaron piras en estos días. Cientos de libros se fueron a un retiro merecido, creo yo. Decenas de objetos de todos los orígenes, consistencias y tamaños forman parte ya de la materia de que está hecho este mundo y se confunden con ella, irreversiblemente lejos de mis manos y mis ojos.

Y todavía, me parece, no hice sino la mitad.

Los mistitos, ahora, se van como llegaron, en un alboroto como de chicos en el recreo, correteando, persiguiéndose. Miro con sus ojos la cueva despoblada, y sin embargo todavía la noto llamada a mejores esfuerzos y mayores vacíos.

Ya solo otra vez, vuelvo a la soledad y a su término preciso opuesto. Y a sus antónimos.

Y no: no es un asunto que pueda despacharse así nomás. Necesita tiempo.