miércoles, 2 de febrero de 2011

Soledad (IV)

Unos pocos y deshilachados apuntes sobre esta cuestión de la soledad y sus antónimos, para verlos con más detalle en algún momento.

Por ejemplo.

En el libro del Génesis, como se sabe, hay dos relatos de la creación del hombre, el del capítulo 1 (26-31) y el del capítulo 2 (6-25).

En el primero, importa una expresión: "Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza" (v.26).

En el segundo, importan dos pasajes. En primer lugar, aquel en el que Dios dice: "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada". En segundo lugar, la exclamación de Adán ante la mujer creada: "Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada 'issâh (varona, femenino de 'is, varón), porque del varón ha sido tomada". También importa el corolario: "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne", lo que está dicho también en el evangelio de san Mateo (19, 5), en la carta a los de Éfeso (5, 31) y en la primera carta a los de Corinto (8, 16).

Del primer relato habría que destacar la primera persona del plural, en la que muchos Padres y comentaristas ven a trasluz la voz trinitaria del Dios uno.

Del segundo relato habría que rescatar lo que me parece una paradoja.

El hombre sin la mujer es uno y no dos y en consecuencia está solo. Y no es bueno que el hombre esté solo. Ahora bien, aparece la mujer y ya son dos y no uno, de modo que el hombre ya no está solo. Pero, a su vez, el destino de esos dos es hacerse uno.

Sin embargo, según se entiende normalmente, uno es el número de la soledad. Y augurar la tal unidad para dos puede parece opuesto a la compañía. Y a su vez aparentemente contradictorio con la misma soledad típica, porque, precisamente, son dos.

Creo que en esa matemática algo extraña a nuestro paladar hay una clave para entender en parte qué soledad es la soledad humana y de cuántas cosas está hecha.

Si a todo ello se agrega la perspectiva tipológica, la cuestión se hace de mayor calado todavía, si acaso. Porque la unión del hombre y la mujer es figura de la unión del hombre con Dios, así como de Israel con Dios y, al fin, de la Iglesia con Cristo.

Parece claro que Dios tiene una pasión arrolladora porque todos sean uno, y porque todo sea uno en Él y Él, el Uno, sea todo en todo (1Co 15, 28), que es pareja con su pasión por la unidad y por el uno (Jn. 17, 21-26):

Que todos sean uno:
como tú, Padre, estás en mí
y yo en ti,
que también ellos estén en nosotros,
para que el mundo crea que tú me enviaste.
Yo les he dado la gloria que tú me diste,
para que sean uno,
como nosotros somos uno
—yo en ellos y tú en mí—
para que sean perfectamente uno
y el mundo conozca que tú me has enviado,
y que los has amado a ellos
como me amaste a mí.
Padre, quiero que los que tú me diste
estén conmigo donde yo esté,
para que contemplen la gloria que me has dado,
porque ya me amabas
antes de la creación del mundo.
Padre justo,
el mundo no te ha conocido,
pero yo te conocí,
y ellos reconocieron
que tú me enviaste.
Les di a conocer tu Nombre,
y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú
me amaste esté en ellos,
y yo también esté en ellos.

Una cosa más. Tal vez -y aplicándolo precisamente a la paradójica soledad que viene de no ser uno-, se pueda todavía mirar una vez más aquello de que "con el número Dos nace la pena" y entenderlo de otro aviso.

Habrá que ver.