jueves, 10 de marzo de 2011

Verde seco (II)

José ya no estaba en el jardín, no es su ámbito natural y su paso fue fugaz, aunque tanto como luminoso, sin querer, y por eso mismo doblemente luminoso.

Apenas después de nuestra conversación, volví a mis asuntos. Pero ahora con la impresión de que había algo distinto en el paisaje y que por alguna razón no resultaba absolutamente nuevo.

Desde la puerta y los ventanales de la cueva, se ve un arco de horizonte que va desde el este al sur, con el sudeste al frente en línea más o menos recta. Mi escritorio, detrás de los ventanales semicubiertos por estantes de libros, mira en la misma dirección. Y yo con él. A mi frente, longitudinal y angosto (son parcelas bastante grandes pero antiguas), está el entero jardín y más allá la casa y su movimiento infatigado, después otro pequeño jardín frontero con la calle. Más allá, el mundo.

Desde que la cueva es la cueva, ya hace unos 20 años, muy pocas veces la dirección de mi mirada fue otra. Habitualmente, cuando voy de la casa a mi cubil, miro en todas direcciones, porque se abre a la vista un ancho de cielo y verde que no se deja ignorar. Pero como yendo a la cueva estoy yendo a mis asuntos, voy más bien con mis asuntos.

Obligado por las preguntas de José, parados en medio del jardín, mirando en todas direcciones, recorrimos árboles y plantas distintos de los cientos que hay todo alrededor, en la casa y más allá de los linderos.

Detrás de la cueva, por ejemplo, en terrenos vecinos ya alcanzó una altura más que digna un palo borracho de flor rosada, que ha extendido ramas por encima del techo y cobija a la cueva como un hermano mayor. A su lado, sobre el cerco mismo, un laurel que dejé venir árbol, compite en altura y contrasta el verde oscuro de sus hojas y el gris humo del tronco, con el aspecto siempre verdemente juvenil de las hojas y las deformidades espinosas del borracho.


* * *


Pero ahora ya era la tarde baja, casi la noche. Recién volvía a la casa de las faenas de exámenes y clases. Había llegado del pueblo vecino, en bicicleta, andando entre una brisa tibia y los últimos alaridos vegetales del verano por todas partes.

Sin embargo, no bien enfilé hacia la cueva, noté que la luz dorada de estos días de calor sin destino de marzo, le estaba dando otros tonos y otros contornos a las copas y a las frondas de matas y arbustos, en los que no recuerdo haberme detenido antes.

Recostados sobre el norte, una tipa lejana y un alcanforero glorioso que no sé si alguna vez advertí lo bastante. Una acacia, al noroeste, y un olmo a su lado que la custodia enorme, parecían recién puestos.

Apenas algo más hacia el oeste, un cedro, más conocido, pero poco reconocido. Detrás de sus agujas y sus ramas, una luna creciente, pálida todavía, parecía una sonrisa genuinamente feliz, como de bienvenida.

Parecía que el oeste, el oeste del cedro con una luna ágil y equilibrista, hincada entre sus ramas, me recibía con una sonrisa.

Es el oeste de mis espaldas, pensé. Porque durante años tuve el oeste a mis espaldas, invisible a mis ojos.

Hay por esos rumbos un molino en uso que, como un gallo canta el sol, grita los vientos. Está justamente al oeste de mí, detrás de paredes opacas que me lo ocultan, no muy lejos. Vi que cuando el sol se pone, brilla como un Quijote armado, escuálido, erguido y firme en la semiherrumbre de sus varillas. Ahora giraban sus aspas cadenciosas, enfrentando el noreste, y parecía que estaba mirándome como un paisano cordial mirara al forastero que acaba de llegar al pago, saludándome con sus brazos al viento, hospitalario, sin conocerme, de puro bien nacido.

Trepada sin vértigo a un pino antiguo, una Santa Rita todo luz lila, mira al sudoeste, detrás del molino. Una dama pirata y galante, encaramada al carajo del bergantín del mundo, oteando radiante quién sabe qué tierra firme, se me figuraba. Fui hacia ella con los ojos, mirando esa guirnalda orlar una puerta rara que me invita a un lugar desusado.


Y así llegó el oeste a mis días en estos días.