lunes, 5 de diciembre de 2011

Todavía



Era la tarde en este mundo. Había
rincones luminosos.
Y unas noches, y lunas
y soles en el aire cada día
y ese aroma de mar, y tiempos quietos
de secretas bondades,
alegres y secretos
sembrados bajo robles poderosos.

Era la tarde en este mundo. Había
brasas de luz amada
ardiendo leños tibios, soledades,
cenizas de las horas,
tizón de resplandores, de alegría,
de belleza y verdades
que aún florecen en llamas nombradoras.

Era la tarde en este mundo. Había
retoños de tormenta,
gajos de risa y luz
y un amor en sazón oliendo a menta.
Y un amor en su cruz.

Era la tarde en este mundo. Había
silbos de un viento lleno
libando el aire claro,
un trapiche de miel fresca de flores
que destilan la luz de los dolores.
Un vino en miel y raro,
amoroso y amable, amado y bueno.

Era la tarde en este mundo. Había
un cielo tinto y suave
que bogaba la nave
borgoña de la nube
por la noche que sube
y va en su gozo persiguiendo al día.

Era la tarde en este mundo. Había
un reino gobernado
por manos que lo rigen silenciosas
y amansan con dulzura
las hebras de esta tierra,
las piedras de la sierra,
el bosque tan amado,
el fuego, el valle mudo, el agua pura.

Era la tarde en este mundo. Había
una voz en el aire que cantaba
y todo celebraba.

Y canta todavía.

No hay que hacerle notas a los versos, en lo posible. Pero, en este caso, creo que vale la pena decir al menos que éstos vienen de un tiempo en el que aquella bitácora ya ida no estuvo disponible y nada apareció por allí; que, de no, allí habrían estado.

Los trajo en estos días una memoria de cosas que son y han sido.

Y aquí vienen ahora.

Estos versos son una celebración. Y celebran a su modo aquello que no puede marchitarse y que pervive, por más que el tiempo pase.

Su antífona, en ese pasado imperfecto, parece la cuenta que alguien hiciera de cosas que ya no están en este mundo -cuya figura pasará-, y que parecen disueltas por el tiempo que pasa por ellas sin concluirlas ni consumarlas; pero que en algo son, aún así y en algo grave y hondo, como el atisbo y la huella del otro que no pasará.

Todavía, es el adverbio -¡ah, los adverbios...!- con el que se cierra la cuenta nostalgiosa. Y así es.

Hasta el fin del tiempo -o hasta el fin del tiempo de una vida de hombre, que también es el fin del tiempo, según se mire-, habrá esa voz que canta y que celebra algo que es un bien -entero, cierto, bueno- que está más allá de la figura de este valle de faz ajada y doliente tantas veces.

Todavía quiere decir que lo que no muere no morirá. Y que vive una vida viva en la raíz de tantas cosas; y que es potente, y tanto, que es capaz de florecer entre las lágrimas y las heridas que acompañan una vida de hombre.

Alguien que recibiera el regalo de esa esperanza -que verdaderamente recibiera una esperanza verdadera- podrá dolerse por lo doloroso, pero se alegrará y celebrará -sin que lo demuela la desgracia- si sabe a qué sabe todavía.

Porque es verdad aquello que dice Simone Weil: si el que sufre no olvida, en medio del dolor, que aún ama, nunca será un desgraciado.

Y será así al final, porque, como acierta san Juan de la Cruz, en la tarde de la vida seremos examinados en el amor. Y habrá que aprobar nuestra vida -y se pondrá a prueba para que pueda ser aprobada- diciendo que aún, todavía amamos.

Y si esto resultara verdad, en la tarde de este mundo se nos dará de regalo algo infinita y realmente mejor que estos versos: todo y todas las cosas.

Incluso, y hasta especialmente, como tal vez diría C. S. Lewis, aquellas que -entre lágrimas- hemos tenido o nos han faltado en este mundo.

Y no habrá modo de no celebrar entonces.