lunes, 27 de febrero de 2012

Coplas de trigo




Bienhaiga la tierra buena
que recibe la semilla
y espera en verde y silencio
el oro de las espigas.

Bienhaiga la mano fértil
en los terrones hundida,
y el sol que entibia las eras
y el agua que las bautiza.

Bienhaiga el dolor amante
que siembra en sangre la vida
con lágrimas en el surco,
y cosecha su alegría.

Bienhaiga el bien de los cielos,
bienhaiga la flor florida,
bienhaiga el pan que madura,
bienhaiga el mal que se olvida.


sábado, 25 de febrero de 2012

La última voz



¿Será el rumor del aire que apenas exhalé?
¿Un grito?
¿Una paloma?

¿Un aroma del viento siseando entre las cumbres?
¿Los ayes sin consuelo de alguna fiera herida?
¿El vagido de un niño?
¿La música? ¿Un motor? ¿La risa de unos juegos?
¿Los arrullos en vela de una noche sin fin?
¿Adiós?
¿Una canción?
¿Un beso? ¿Una manzana?

¿Alivios que suspiran? ¿Una danza de flores?
¿Truenos? ¿Grillos?

¿Lamentos? ¿Un reloj? ¿Una puerta? ¿Un arroyo?
¿El vino en una copa? ¿La tormenta?
¿Una guitarra?

¿El fragor de una batalla decisiva?
¿Bramidos? ¿El murmullo?
¿La llovizna que canta?
¿Ese mar?
¿Unos pasos sin eco que vagan por el cuarto?

¿El ritmo de las hachas? ¿Alas de mariposas?
¿Mi nombre musitado en una lengua sacra?
¿Silbidos de zorzales mañaneros?
¿Mi voz en los misterios de un susurro contrito?
¿Las hojas de unos robles?
¿El llanto de la amada?
¿El río de mi sangre?
¿Mi propio corazón?
¿El silencio?

jueves, 23 de febrero de 2012

140 poemas


Nobleza obliga.

Nobleza obliga

Hace un tiempo, quedó dicho que las cosas que había en esta bitácora de algún modo mudarían en varias direcciones. Y así fue.

Se dijo también que, en lo posible, un servidor trataría de hacer libros de ellas. Y así fue también y así va siendo, Dios primero, y habiendo vida, que no está sobrando.

De hecho, los versos fueron los que tomaron la delantera y cerraron filas en respectivos tomos.

Con la prosa -los ensayos, series de artículos y otros comentos- es más difícil. Aunque no tanto que deba resultar imposible, porque también van camino de juntarse (Dios primero, y habiendo vida, que no está sobrando...), cada uno en torno al fuego que mejor parece que le va.

La versión de estas cosas, por fuerza, habrá de ser digital, cuando llegué el momento, y entonces, si llega, aparecerán disponibles en la bitácora pelícano en el sur.

El caso ahora es que una suma de insólitas y conmovedoras generosidades hizo que el primero y más extenso de los tomos formados con los versos que hubo en esta bitácora, se volviera libro de papel que ya anda por ahí. Nobleza obliga, por lo mismo, y esta entrada cumple con el deber de anunciarlo y agradecerlo.

Para quien tenga interés, tal vez valdrá la pena recordar que, en sus años, aparecieron en estas páginas poemas sueltos, esto es, aquellos que no pertenecieron a ninguna de las series de poemas, que sí las hubo aquí y forman ya volúmenes, aun cuando todavía son volúmenes inéditos en todas las versiones, salvando el hecho de que aquí estuvieron.

Los poemas sueltos fueron 138 composiciones que, con el agregado de dos nunca publicadas, formaron un tomo que lleva por título, precisamente, 140 poemas. Es el libro en papel recientemente editado del que estoy hablando y cuya tapa ilustra esta entrada.

Con simpatía, dedicación y esmero, lo publicó Vórtice y tiene 214 páginas.

viernes, 17 de febrero de 2012

Aspas




Me fui y volví.

Y pasa eso: las cosas que dejamos al irnos a veces esperan nuestro regreso, pacientes, quietas, como eternas. Al menos atemporales. A veces, claro.

Porque otras veces, al volver (y no importa tanto si el viaje es corto o largo), vuelve uno a un mundo distinto, en el que algunas cosas -antes casi inadvertidas, incluso- mudaron. Ya no están como eran. O simplemente ya no están.

Pueden ser cosas que importan poco o nada, pero en cuanto se nota su mudanza ya algo importan. O pueden ser mojones que fueron o se volvieron necesarios. Como se quiera, la impresión de volver a otro lugar siempre es inquietante. Y no se trata nada más del cambio, porque visto así es trivial. La furia del movimiento, o de la inmovilidad, bien puede ser trivial. Y, en grado de furia, diría que casi siempre lo es. Porque el asunto aquí es cierta necesidad de las cosas y la experiencia de nuestra raíz en ellas, y la de ellas en nosotros, siquiera raicillas pilosas y tenues. Y no la inmovilidad o el cambio, por sí mismos.

La nostalgia, por ejemplo -y para merecer ese nombre-, tiene su ocasión cuando el cambio no ha sido sin más el movimiento de algo significativo o baladí. Porque cuando es así, cuando al final no importa tanto lo que es, sino más bien si se mueve o no (a favor o en contra de que se mueva o de que no se mueva), entonces de veras no hay nostalgia, no hay saudade, apenas si hay dolor o el dolor no dura, o no es dolor, y no se lo lleva tiempos y tiempos -a veces hasta el fin del tiempo...- como una espina que punza -generalmente tibia y levemente-, sin matar y sin morir.

La nostalgia -la de buena madera- nos recuerda que nuestra existencia se teje con hilos de muchas clases y que cuando extrañamos algo, también extrañamos algo de nosotros mismos que ahora, con las ausencias y las mudanzas, parecería que queda -uno también parecería que queda- como incompleto o inacabado o ausente. Porque somos en parte también lo que vivimos, así como vivimos en buena medida -inevitablemente- lo que somos. Estamos hechos también de las cosas que nos rodean, y de nuestra relación con ellas y del modo como están presentes en nuestra existencia y cómo se traman con ella.

Como estamos hechos de nuestras miradas, de lo que oímos, de lo que hemos gustado y sentido y pensado y contemplado, y aun de lo que recordamos, cómo no. Pero sobre todo de lo que hemos hecho con eso, porque lo que de eso está en nosotros y lo que de eso sale de nosotros (de tantas maneras: al hablar, al pensar, al mirar, al tratar a las cosas mismas que nos rodean, a las personas...), también somos nosotros, de un modo tan entrañable y hondo que el amasijo es difícil de llevar a una disección.

En los años, muchas cosas pasan y se van. Se pierden, casi diría, pero -en lo que han tenido de necesarias o felices- bien puede decirse simplemente que se nos han apartado y que volveremos a encontrarlas: precisamente, en algo parejas con el grado de necesidad y felicidad que tuvieron para nosotros en este valle, Lewis dixisset, pero no sólo él. Muchas veces serán acaso ellas mismas, en su mismidad, y eso más bien ocurre, si acaso ocurre, cuando se trata de personas ya ausentes, idas, perdidas, apartadas. Otras veces no será esto o aquello en cuanto tal, sino que será la cosa misma que estaba detrás, adentro, debajo o por encima de aquello que ya no está, porque esa cosa ausente nada más representó por un tiempo, durante este tiempo, otra cosa más alta, más raigal y más verdadera.

Asunto difícil para los hombres es este asunto. Tantas veces los hombres nos hemos ocupado de querer saber y entender -para sobrevivir, más que nada, creo- qué hay más allá de lo que se pierde o se va, si queda algo de todo eso, tan hijo como todo eso es del tiempo que huye y de la mudanza de lo que no puede sino mudar.

Nuestro afán de perennidad, el afán de nuestra propia permanencia y de la permanencia de todo lo que nos es necesario y feliz, es un indicio paradojal no sólo de que estamos hechos de una madera que pide que al fin no haya mudanza y entonces no haya pérdida. Ese afán dice también que en las cosas que queremos perennes -aunque entendamos y aceptemos su ínsita caducidad-, en ella mismas hay algo que las hace aptas, siquiera posibles, para mostrarnos al menos un resplandor de lo que no muere ni habrá de partir o desaparecer.

* * *

¿Y todo esto a qué viene?

Al volver, como suelo, miré una vez más los puntos cardinales: dónde el sol al nacer, dónde el poniente, de dónde los vientos y las tormentas, hacia dónde corren las aguas, y también qué árboles crecieron, cuáles ya no están. Cosas, reconocimientos, continuidades, tránsitos. También me pasa cuando llego a un lugar que no sé. Me gusta, necesito, saber quién soy en medio de qué. Y así pasé días enteros allá, en los tiempos de enero, mirando aves volar, los vientos cambiar, siguiendo la inclinación de los pastos, el azote de las arenas, las nubes formarse, las aguas encresparse o aplacarse, ver las cosas ser y pasar.

Pero, al volver, decía, lo primero que noté fue que el molino que cerraba la vista al oeste de la cueva, había sido descabezado. Tal vez alguna de las tormentas que dizque hubo durante mi ausencia por aquí. No supieron decirme. No le hace. Como haya sido, ya no había rueda, aspas ni cola que me dijeran nada acerca de la dirección y la intensidad de los vientos. Porque eso era lo que me decía el molino cada día, varias veces al día.

Y ya no. No es más que una torre sin aspas, ciega, inmóvil. Suntuaria o exótica, podría decirse, si no quiere pronunciarse inútil.

Ahora, cada día desde que estoy de nuevo en el pago, miro hacia el oeste de tanto en tanto, durante las horas de luz, desde el amanecer y hasta la tardecita.


Por las dudas.


Tal vez vuelvan las aspas.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Mènein én



y ese gozo sea perfecto.

Jn. 15, 11


Dice la luz adiós y muere el día
y obedece a su noche sin estrellas,
que le dicen adiós al cielo oscuro.

Se despide la lluvia y seca el aire
y escribe adiós sobre los surcos muertos
con hilvanes de gris caliginoso.

Galantemente adiós va susurrando
el viento por la piedra de los montes
y ya la hierba erguida lo saluda.

Claman adiós los fuegos, los tizones;
y parten las cenizas, se va el humo,
traza volutas con su mano ausente.

Adiós silba el invierno, y el verano;
adiós, la primavera, y el otoño;
adiós el mes, el año, el siglo, el tiempo.

Brotó en adiós la flor; ya en la llanura
el árbol tiembla adiós, y adiós la tierra
y los rastros adiós, y adiós el mundo.

Sin eco, van las voces acalladas
y una niebla de adiós mudas repiten.
Ya todo dijo adiós. Yo permanezco.

martes, 14 de febrero de 2012

Trigo

Dio 30 granos por espiga..., dijo mi madre con una satisfacción concentrada y pensativa. Y me dio siete granos de trigo.

Ya había visto tiempo atrás las plantas de trigo en una maceta de su jardín de plantas y eran unas espigas enormes, robustas, saludables. ¿Trigo? ¿En una maceta? Sembró de semilla. Vio crecer. Cuando le llegó el tiempo de la cosecha, guardó dos espigas morrocotudas y las puso detrás de una imagen de san Antonio, su patrono. Están en el portal de la cocina, junto a una ventana, sobre la pared, como custodiando no la salida de la casa, sino la entrada al verde.

Pasado enero, estuve almorzando con ella y cumplimos el primer ritual de mis visitas: ir a ver las plantas. Me cuenta cada legajo, sus avatares. Se detuvo en la vid: espera de ella este año buenas uvas que ya pintan bien aunque desparejas, porque el sol no les llega del todo..., pero serán dulces, dictaminó al pasar. Se secó casi la Santa Rita, pecado...; pero floreció, sólo para que ella la viera -porque está fuera de su estación-, la extraña planta de las hojas enormes y afelpadas y las flores de un azul que hiere.

Y a sus años, de vuelta de sus vueltas de enero, resulta que descubrió con entusiasmo de joven productora, de pronto, la siembra directa...

Revolviendo con un palito la tierra negra de la maceta, inclinada en 90° como las campesinas de sus ancestros, me contaba que había visto que se hacía eso 'ahora'. Y me contó cómo era en su tiempo, en el campo, todo dicho con detalle, largamente, como suele. Mientras, removiendo la tierra con pequeñas pasadas y repasadas, iba esparciendo unos granos de trigo que habían caído de la planta ya desaparecida, golosa con las imágenes de una nueva cosecha.

Y, claro, así tienen dos cosechas por año..., sentenció al fin. Yo no digo tanto..., pero los granos parecen buenos..., van a dar buen trigo...

Y entonces, sin poder defenderme, imaginé de pronto extensiones de espigas en terrazas y faldas de sierras, cuchillas ondulantes, llanos dorados, atardeceres de un verde vivo y fresco. Y molinos, y carros turgentes y pañuelos en la cabeza de mujeres arrebatadas por el sol. Y harinas límpidas y panes olorosos y tibios... Culpa de ella, que hablaba como si hubiera sembrado dos chacras, al menos...

Era una maceta, nomás. Nada más. Y nada menos.

En la semana, vino a casa. La sobremesa era tranquila.

Mirá lo que te traje..., dijo en voz baja y puso sobre la mesa unos insignificantes restos vegetales.

Éstos son granos de trigo, sembrálos... Esto es un cerezo, vas a ver qué lindo viene. Esto es un granadito de jardín, no, no se come, es muy vistoso... Ah, y estas dos son dos rosas, las traje de Córdoba, grandes, lindas..., no, no son rojas, son rosa..., pero tan lindas...

* * *

Mientras sembraba ayer todo ese futuro, muy temprano al alba, fresco el día todavía, pensaba cuántas semillas y brotes sembré por su culpa. Cuántas veces fracasé, y cuántas generaciones de flores y frutos y hojas han crecido en mis jardines y macetas a sus expensas.

Cuando se iba de casa ya, al atardecer de ese día, como siempre pasó en una última recorrida recolectando lavandas, jazmines, margaritas, salvias. Pequeños gajos que no saben que los acechan canteros breves, macetas, almácigos, con un destino de gloria, de flor.

Pero, el trigo...

¿Quién puede a los 83 años alegrarse por los 30 granos por espiga que le dieron unas cañas de trigo que sembró de semilla en una maceta? ¿Quién puede esperar todavía ver crecer y florecer, cuando sus días se acaban, y sabe que se acaban, y cuando casi todo -y todos- a su alrededor -¿y en el valle de este mundo?- se marchita y se aja y se vuelve ceniza del tiempo? ¿Quién puede descubrir, todavía y a sus años, viejas formas nuevas de sembrar y esperar, como una novia, ver germinar y brotar, ver crecer, ver madurar las cosas y tener el alma ocupada un poco y tanto, un tiempo y tanto, en las raíces y las hojas y las flores y los frutos de las cosas?



Ella.

Ella puede.



Dios se apiadara de mí y me diera eso.

lunes, 13 de febrero de 2012

Milonga



Milonga, te ando buscando
para que encuentres por mí
unos versos que perdí;
y por mí digas cantando
lo que canto y voy callando,
con voz ya reseca y dura,
que apenas si te murmura
y espera tu nota clara.
Milonga, quién te encontrara
como luz en noche oscura.

Milonga, te ando buscando
y así, de tanto buscar,
se hace difícil cantar
y el día pasa esperando
lo que nunca está llegando:
una décima canora,
melodía decidora
de lo que no sé si sé
en qué lugar olvidé
una noche sin aurora.

Milonga, te ando buscando
mientras se angosta la vida,
como sal para una herida
que al arder se va curando.
Será que te estoy llamando
porque, al brotar tu quejido,
nacen años que se han ido
y vienen como si nada,
y vuelve a ver la mirada
lo que nunca se ha perdido.

Milonga, te ando buscando
para cargar el dolor
del tiempo batallador
que me tiene batallando.
(Y, al no saber hasta cuándo,
el corazón me rezonga
esa esperanza mistonga
de que se puede vivir
sin amar o sin sufrir,
y andar sin tanta milonga...)


sábado, 4 de febrero de 2012

Sam

Sam respiró profundamente. -Bueno, estoy de vuelta -dijo.

Es la última línea de El Señor de los Anillos, claro, ya se sabe.

Frodo, Bilbo, Gandalf, Celeborn y Galadriel, Elrond, Cirdan y otros, habían partido ya desde los Puertos Grises, rumbo a las Tierras Imperecederas. Y él, Sam, volvía entonces a lo suyo y a los suyos; aunque ése no fue su fin final, como también se sabe.


Me acordé de esas palabras en estos días.

Horas de horas enteras de partidas sin regresos en este verano, incluso mientras escribo ahora, porque no he vuelto del todo aún a mis días y a mis cosas. Y es así como todavía no puedo del todo decir aquella frase de Maese Samwise Gamgee, si es que alguna vez me es dado decirla del todo.

Y me acordé de algo más, a decir verdad.

Pudo decir aquello el bueno de Sam, en gran medida porque -una vez cumplida junto a Frodo la misión de destruir el Anillo- fue también él rescatado, junto con Frodo, del fuego ardiente del Monte del Destino, el Orodruin, por Gwaihir, Señor de las Águilas.

Podrían ambos haber muerto allí sepultados por la lava quemante, las piedras encendidas, las cenizas, sin aire, sin luz.

Pero Gwaihir, el Señor de las Águilas, su hermano Landroval y el joven Meneldor, otra más de aquellas aves poderosas, terribles y benévolas, fueron al rescate a pedido de Galdalf, que se los pidió y los acompañaba.

Desvanecidos, pero segura y amorosamente retenidos por aquellas garras inmensas, surcando casi sin aliento las alturas sobre Mordor primero y sobre otras tierras devastadas por la guerra, ambos, Frodo y Sam, fueron llevados a Ithilien, donde fueron restaurados.

Y, no, ¿qué puedo decir?

No da lo mismo decir estoy de vuelta, si antes uno ha sido rescatado por Gwaihir, el Señor de las Águilas.

Porque en este valle, al final, hay vueltas y vueltas.

Y aunque algunos podrán decir que es mucho pedir, digo por mi parte que, si alguna vez me tocara efectivamente poder repetir -con la misma verdad, hondura y alegría- las palabras de maese Samsagaz, me gustaría que fuera así: después de haber sido rescatado por las águilas.

Nada difícil de entender, creo.