viernes, 2 de marzo de 2012

Parte de guerra

La vida del hombre sobre la tierra es milicia
y como los días del mercenario son sus días.

Job 7, 1.





No es tanto que mientras estemos en este valle habrá guerras y guerra.

Unos contra otros, uno contra otro, o uno contra sí mismo o contra las cosas que se nos levantan como amenazas o enemigos. Secuelas del pecado del origen y del mal. Sí.

Eso sí, claro, eso pasa y es así. Pero no es de eso sin más de lo que habla Job, me parece.

Dice milicia y la voz que usa significa también servicio militar; en los versículos que siguen asocia al mercenario con el esclavo y el jornalero, con el que está al servicio de otro u otros.

No es tan fácil ni tan sencilla la consigna. No se trata simplemente de tener espíritu de combate. Ni siquiera de combatir, por noble que sea la causa. Eso sí, también, si acaso y nos es dado. Que a veces lo más duro de una guerra es que sólo nosotros sepamos que es una guerra.

Pero no es eso, así como así.

La vida del hombre sobre la tierra es milicia y sus días son como los días de un mercenario, un esclavo o un jornalero. Desde el amanecer al ocaso.

Toda la vida del hombre es esa milicia de la que habla -no tanto quejumbroso como proféticamente- Job. Todo día, todos los días, son para uno como los del jornalero, el esclavo o el mercenario. Haya guerra en derredor o no la haya.

Es verdad: Job lo dice porque está sufriendo el dolor que se inquina con él, mientras su inocencia es evidente. No ha hecho nada para merecer el dolor de todos sus dolores (este asunto del dolor del inocente, es otro asunto...)

Pero lo está diciendo en general. Para todo hombre. No dice: la vida de Job es milicia y sus días son los de un mercenario. Es la vida del hombre, y son todos los días de su vida.

La vida de Job, que es inocente. Y la mía, que no lo soy.


* * *


Desde poco antes de los fines del año pasado, se me dio por acopiar leña para el próximo invierno. No sé si la veré arder. Pero se me puso que, para cuando llegaran los fríos, leña tiene que haber.

Un tronco, tocones, podas tardías, ramas gruesas, maderas sin más.

Hasta es posible andar eligiendo a veces la madera para que su combinación en la salamandra venerable huela de un modo u otro.

Claro, están el quebracho, el espinillo y el eucalipto, por ejemplo. Ir a comprar. Que lo traigan a la casa. Claro.

Pero, ¿es eso milicia?, ¿así podría uno advertir que es un esclavo, un jornalero, un mercenario al servicio del fuego y la madera que lo alimenta y de los que gozan a su vera?

Días atrás, por estos pagos, en medio de una tormenta al anochecer, sopló fiero el viento. Poco tiempo, pero mucho. Esa noche, se devastaron algunos viejos paraísos, laureles jóvenes y vigorosos, las ramas gordas de los alcanforeros, cipreses y tuyas. Postes y cables, chapas y carteles, agua. Todo caía a la tierra vencido, agobiado, arrastrado.

Nada pasó en la casa, isla quieta en medio del mundo sacudido. Pero así de convulsas estaban las calles que recorrí a la mañana siguiente, todavía lluviosa y turbulenta.

El ojo del mercenario, la mirada del esclavo, el afán del jornalero, vieron leña. No más que leña.

Entonces, fue necesario primero mandar a componer la motosierra y afilar sus dientes, que ya sospechaban una cosecha de aserrín oloroso y fresco. También había que afilar el viejo machete colombiano, arma del mercenario, bastón del jornalero, compañero del esclavo.

Toda la comarca, por estas partes, crujía con los desmontes obligados de las bajas de esa batalla. Entre los aromas verdes, resinosos, secos o húmedos, se olía a mezcla de nafta y aceite, se oían los pequeños motores de dos tiempos ensañarse con los caídos.

El mercenario hizo su obra, también él.

Algunas noches pasadas, por ejemplo, surqué las calles vecinas, no muy tarde, machete en ristre. En las pilas funerarias había buena leña.

Bajo un cielo denso, con su luna creciente y con el calor tenue del verano que quiere irse pero todavía sin partir, durante un par de horas sonaron rítmicos y extravagantes a esas horas los ecos de los golpes del machete.

Como en un rito funerario, los palos, ramas y troncos, iban siendo preparados por el esclavo y el jornalero para sus exequias. Después, el acarreo hasta la casa.

Al día siguiente -algo por las mañanas, algo por la tarde-, la sierra del mercenario completaba la preparación de aquellos cuerpos tibios, derrotados, con destino de salamandra.

A las maderas que había ido acopiando, se sumaron éstas, inmigrantes insólitas.

Y, en poco tiempo, brotaron unas leñeras apenas hace unos días inexistentes.

Ya en silencio los campamentos de este ejército de un solo hombre, fumaba sentado en un tronco viejo pero macizo, junto a la eugenia y el limonero fragante. Fin de la jornada, sudoroso, cansado, las manos encalladas, envuelto en los olores de la madera nueva y en la rancia fragancia de la vieja.

Y eso pensaba: milicia es la vida, sí; y son de mercenario -de jornalero, de esclavo- los días de esta vida.

Y habrá otro día, Dios primero.