sábado, 9 de junio de 2012

Psiquis

En 1905, Rubén Darío publicó en Madrid 500 ejemplares de Cantos de vida y esperanza. Los cisnes y otros poemas, su tercero -o cuarto, según algunos-, libro de poesía, que dedicó a su patria, Nicaragua, y a la República Argentina.

El número XIII de los Otros poemas que dice su título, es éste Divina Psiquis en el que Darío le habla a su alma propia:
1
¡Divina Psiquis, dulce Mariposa invisible
que desde los abismos has venido a ser todo
lo que en mi ser nervioso y en mi cuerpo sensible
forma la chispa sacra de la estatua de lodo!

Te asomas por mis ojos a la luz de la tierra
y prisionera vives en mí de extraño dueño:
te reducen a esclava mis sentidos en guerra
y apenas vagas libre por el jardín del sueño.

Sabia de la Lujuria que sabe antiguas ciencias,
te sacudes a veces entre imposibles muros,
y más allá de todas las vulgares conciencias
exploras los recodos más terribles y oscuros.

Y encuentras sombra y duelo. Que sombra y duelo encuentres
bajo la viña donde nace el vino del Diablo.
Te posas en los senos, te posas en los vientres
que hicieron a Juan loco e hicieron cuerdo a Pablo.

A Juan virgen y a Pablo militar y violento,
A Juan que nunca supo del supremo contacto;
a Pablo el tempestuoso que halló a Cristo en el viento,
y a Juan ante quien Hugo se queda estupefacto.

2

Entre la catedral y las ruinas paganas
vuelas, ¡oh, Psiquis, oh, alma mía!
-como decía
aquel celeste Edgardo
que entró en el paraíso entre un son de campanas
y un perfume de nardo-.
Entre la catedral
y las paganas ruinas
repartes tus dos alas de cristal,
tus dos alas divinas.
Y de la flor
que el ruiseñor
canta en su griego antiguo, de la rosa,
vuelas, ¡oh, Mariposa!,
¡a posarte en un clavo de Nuestro Señor!
Unos diez años después, poco antes de morir, en 1916, Darío compuso este Salmo, que aparece a veces en las antologías entre su poesía dispersa.
Un golpe fatal
quebranta el cristal
de mi alma inmortal,
ante el tiempo muda
por la espina aguda
de la horrible duda.
Mi pobre conciencia
busca la alta ciencia
de la penitencia;
mas falta la gracia
que guía y espacia
con santa eficacia.
¡Mi sendero elijo
y mis ansias fijo
por el Crucufijo!
Mas caigo y me ofusco
por un golpe brusco,
en sendas que busco.
No hallo todavía
el rayo que envía
mi Madre María.
Aun la voz no escucho
del Dios por que lucho.
¡He pecado mucho!
Fuegos de pasión
necesarios son
a mi corazón.
Un divino empeño,
¿me dará el beleño
de un místico sueño?
Del órgano el son
me dé la oración
y el Kyrieleisón.
Y la santa ciencia
venga a mi conciencia
por la penitencia.
Muchas veces me habló Aragón, el ilustre tucumano, de Darío, uno de sus poetas preferidos. Entre otras cosas, y esto creo yo aunque él nunca me lo dijo, estaba orgulloso del talento americano del poeta. Y se me hace que, si ésa era una razón, tenía razón. Porque es verdad que se atrevió a cosas poéticas que por entonces España no quería, no sabía o no podía hacer, lo que ya es mucho decir si hablamos de poesía y de España.

No son todas linduras las que le debemos al nicaragüense, estoy de acuerdo. Y malgastó mucho de lo que Dios le dio en zonceras y chirimbolos de revista de decoración... poética.

Pero.

En estos dos poemas que copio aquí entiendo yo que hay más espiritualidad que en páginas y páginas piadosonas o en esquemas pavotes de teología social. Y no creo que sean un simple alarde estético, un muestreo emocional, como pasa cuando los versos hablan de un tema que parecería deben cubrir por obligación de completar tópicos y no hablan con sangre.

Por lo menos borracho y mujeriego, Darío, con todo y eso, parece que sabía cosas hondas del alma y del mal, de Dios, la misericordia y la penitencia, así como creo que tenía un dolor sincero por sus pecados y patinadas, algunas bien fieras.

Sin embargo, hay muchos rastros en su obra que dicen que era como un niño que llora porque sabe que rompió el jarrón que tanto le gusta a su madre, y con lágrimas desconsoladas va y se lo cuenta. O que era como un hijo pródigo que sabe que gasta mal y de más, fortunas de vida y talento, en juergas de amigotes que se disfrazan de dioses mitológicos, con ninfas y cisnes y chinerías suntuosas de bon vivant, mientras piensa cada día en que más tarde o más temprano tiene que volver a la casa de su padre a dar cuenta de la herencia recibida.

Al fin y al cabo, si uno lo mira bien, el niño y el hijo pródigo son dos figuras del cristiano y no las inventé yo.