lunes, 16 de julio de 2012

Dichos de bichos: La calandria y la morenita

Hacía tiempo la espiaba desde el saucedal y los espinillos, desde los ceibos y los fresnos. Y una mañana, al fin, la calandria se atrevió y le imitó el canto a la morenita que lavaba la ropa en el río.

Cada día practicaba con el silbido del boyerito, y lo seguía de madrugada entre la tropa, pero no alcanzaba con eso. Afanosa de aprender, hacía sus gorjeos concienzudamente al mediodía cuando Soriano, el mayoral, murmurando una canción inexistente, volvía de los potreros con la tropilla; o cuando Tarcisio, el peón, atracaba el carro de vuelta de los trojes y siempre tarareando. Temprano y a la tardecita entonaba intermitente con Rosarito, la hija de la cocinera, que tarareaba mientras barría el patio de tierra de atrás de la casa, bajo los paraísos y la tipa enorme.

La voz humana la tenía fascinada. Y descuidaba las otras melodías que hay por todas partes: sólo se atenía a los sonidos del hombre.

Pero ni el boyero, ni Soriano, ni Tarcisio, ni Rosarito, ni los domadores, ni los peones del tambo, ni la cocinera, nadie. Ni siquiera el patrón que tenía esa voz melodiosa y grave, ni su hija que trinaba alto como su difunta madre. Nadie tanto.

Sólo la morenita que a media mañana cargaba el canasto y buscaba el río. Sólo ella era la única digna de imitación para la calandria overa. Pero no se le animaba así nomás. Era calandria macho. Sabía que cantaba mejor que su hembra y tenía como honra mayor cierta pulcritud creativa y su buen gusto, las frases más largas, más exigentes. No era cuestión de una imitación cualquiera. No de ese canto sencillo y claro de la morenita de la ropa.

Cada día, durante mucho tiempo, revoloteaba por las cina-cinas, se acomodaba en el tala, confortable en su ramas erizadas de espinas, daba saltos breves por los ramajes de unos pocos fresnos que bordeaban el camino al agua. Y esperaba verla salir. Entonces, ganándole metros por las alturas, de árbol en árbol, de arbusto en arbusto, iba oyendo el canturreo de la morenita que de habitual decía rancheras y milongas, a veces algún valsecito, unas coplas, quién sabe de dónde los sabría, tal vez de oír en la casa grande, donde se cantaba mucho. Y en silencio, mientras la custodiaba por el aire y cuando después recordaba las melodías, ensayaba los tonos y los acordes sólo en su oído, en su imaginación musical, alada y dúctil, tratando de sacarle los secretos a esa voz inigualable. Pero no se le animaba.

Esa mañana, todo el aire olía a poleo y a pastos nuevos. Sopló medio fuerte el viento y sacudía el nido que la calandria con su compañera habían colgado cuidadosamente de un ceibo alto. Ella estaba empollando, así que la overa no quería apartarse demasiado de los huevos que corrían peligro. Además, la tarde anterior, unos tordos lustrosos y ladinos habían revoloteado por allí con la intención de ponerle sus huevos intrusos al nido. No era cuestión de descuidarse.

Pero, esa mañana, la morenita de la ropa salió en silencio de la casa y recién hizo sonar la voz de terciopelo y plata cuando enfiló para el río, bien entrada la senda.

La calandria levantó el pico al cielo oliendo el viento y semblanteando el aire. Movió la cabeza en todas direcciones, parada en el pináculo del nido, mientras la compañera cobijaba adentro los huevos tibios. Dudó apenas un segundo y se lanzó al vuelo hacia el camino al río. Voló yendo y viniendo, aprovechando las corrientes rápidas de ese día y, así, con un ojo vigilaba el nido y con el otro le seguía los pasos a la morenita, mientras su oído ansioso estaba todo puesto en la voz de la niña, que no aparecía sino en susurros melodiosos. Ya volaba sobre ella cuando recién allí se oyó una copla nueva y tristona.

La morenita estaba lloriqueando y se le cascaban las sílabas de su música, lo que hacía más conmovedora la partitura para la calandria que embelesada y atraída se acercaba más y más. Tanto llegó cerca que hasta vio unas lágrimas de la morenita, como cristalitos blancoazules sobre la piel tersa y mate. De tanto en tanto, oía, imperceptibles, como unos suspiros hondos y lastimeros, quién sabe por qué. La calandria no sabía y no podía preguntárselo siquiera, porque todo lo veía como si transcurriera mudo, opaco y silencioso. En su conmoción, sólo tenía atención suficiente para la voz de la niña que a medida que caminaba, a paso más lento que de costumbre, sin la alegría de siempre, menos gimoteaba y más y mejor entonaba, y aunque en voz queda y gris, igual de arrobadora.

Y entonces, desesperada de emoción, envuelta en un torbellino tibio que crecía rápido y le subía hasta la gola, la calandria, como borracha de esa voz, dio un vuelo más largo y se detuvo camino adelante, sobre una rama baja de un aguaribay retorcido y luminoso. 

Y cantó. Cantó al fin la calandria con todas las notas que le había oído a la morenita durante tanto tiempo y que le salían sin querer, de tan maceradas que estaban. Pero ahora ensayó un trino nuevo con la melodía tristona y el tono melancólico que venía oyéndole por la vereda del río esa mañana.

Y cantó alto la calandria y sonó como en eco por todo el monte y por la vera del río, tanto que otros pájaros por un momento se apagaron y los animales del monte, del campo y hasta los de la casa, volvieron sus cabezas hacia el camino del río. Alto y claro cantó la calandria, con tanto sentimiento y tan virtuosamente, que hasta la hembra asomó la cabeza del nido, tan atraída como recelosa.

Detrás de la melodía repetida, por debajo de la frase que sonaba como amplificada por todo el ámbito, la calandria disimulaba la canción y la voz de la morenita, sin proponérselo, por hábito, pero ahora con una intención y una emoción que atravesaban sus dotes de imitadora y desde adentro le moldeaban -como un artesano invisible- la composición de sus gorjeos y la maestría de sus trinos.

Así conmovida, la calandria no vio que la morenita llegaba al aguaribay, silenciosa, y ya robada también ella por el canto del ave. Hasta que alcanzó a ver, cuando ya la tenía debajo de la rama en la que se había posado, que la morenita sonreía apenas y miraba hacia arriba, buscando los sonidos, la boca entreabierta y los ojos ansiosos.

No podía dejar de trinar, con arpegios cada vez más armónicos y punzantes. Tan alegres resultaban en su melancolía, tanto entraban en el corazón, que entonces la morenita mudó la nota tristona que venía trayendo y ahora era ella la que quería imitar el canto de la calandria, con un entusiasmo convaleciente pero animoso.

Y así, entreveradas las voces, sonaron por el monte la tristeza de la morenita, rehecha en gozo en el canto de la calandria, y esa alegría nueva de los trinos medio agrisados de la calandria que la morenita fue imitando y que le airearon su propia melancolía mientras llevaba la ropa al río ese día.

Nunca después volvió a oírse que la calandria overa cantara así.