sábado, 25 de agosto de 2012

Dichos de bichos: Sire y la mandolina


Nunca había visto una mandolina.

Cuando era chico, sólo aparecía en una expresión de la abuela María, la piamontesa: “¡…otra vez la mandolina…!”, decía ella con acento y mirando al cielo cuando había alguna queja mía que no terminaba jamás, cuando prolongaba yo algún remilgo para hacer algún mandado o cuando oía que me retaban otra vez por sacar el caballo de mi hermano sin permiso.

Como se la mencionaba así sin más, no había que preguntar cómo era. Pero nunca había visto el artefacto que, siempre asociado al suspiro teatral y simpático de la piamontesa, no sé qué me imaginaría podría ser. Tenía sí una forma redonda en mis imágenes, pero como una rueda que gira infinitamente. No imaginaba que sonara y, menos aún, cómo.

Después supe qué era, por supuesto, pero seguía sin haber visto un ejemplar vivo.

Cuando la única hija de Carmen Saracho cumplió 15 años era verano. Y hubo gran fiesta en lo de Don Carmen. Yo estaba ya de vacaciones. Por esos días no me quedaba en la ciudad más que lo necesario para cursar o rendir exámenes. Pero hasta para estudiar volvía al campo, ahogado y a desahogarme.

Don Carmen tenía siete regias chacras a unas cinco leguas del pueblo, entre el campo de los Juárez y las quintas que lamían lo último del poblado, para el lado de la panadería vieja. Su padre, Lino Saracho, era un criollo juicioso y trabajador que había muerto ya y había repartido juiciosamente tierras a sus siete hijos. Su madre, Filumé, era siciliana. Se llamaba Filomena, por cierto, pero en la voz de sus hermanos mayores y de su padre viudo, sonaba así en dialecto y el nombre así quedó para todos. Y fue ella la que insistió en que su primer hijo varón se llamara como su abuelo (Carmine, quería, pero no hubo caso) que había quedado allá, en la isla, y al que en la casa, incluso los que jamás lo habían visto, extrañaban como una pérdida irreparable. Sería un gran hombre, seguramente.

Tina Saracho era muy bonita y a la fiesta en su honor fueron bandadas de gavilanes con ilusiones justificadas y pretensiones imposibles. Sus ojos tenían un aire marino de tormenta, una mirada firme verdegris, navegando siempre enérgica en su cara morena y vivaz.  Don Carmen era un anfitrión orgulloso y espléndido y ella, la niña de sus ojos, tuvo un festejo algo exagerado pero magnífico que duró todo el día, desde media mañana hasta la madrugada. Durante toda la jornada cayó gente a lo de Saracho y a la tarde todavía había quienes llegaban cuando otros se daban por cumplidos. 

En ese día de mi vida pasaron dos cosas importantes: murió el caballo de mi hermano, por mi culpa, y vi por primera vez una mandolina.


*   *   *


Había llegado de la ciudad el jueves y la fiesta fue el sábado. El pueblo, las quintas y las chacras estaban alborotados con la fiesta de Don Carmen. En el campo la fiesta causaba algo menos de revuelo, pero igual alcancé a ver al herrero acomodar el viernes a último momento algún que otro carruaje, algún charré o alguna jardinera, señal siempre de que no se usaría automóvil porque la ocasión ameritaba un protocolo especial, como se usa en el pueblo.

Mi hermano no estaba en la casa en esos días. Mis hermanas durante semanas habían estado atormentando a mi madre con pedidos de arreglos, compras y promesas de peluquerías, perfumes, chucherías…, cosas de mujeres.

El sábado, en algún momento de la mañana, la casa quedó silenciosa y desierta, por todas partes con los restos típicos de los preparativos para un festejo. Con calma, esperé gozando de aquella paz hasta que pasó el mediodía.  Me pareció buena idea ir a caballo y aproveché que no estaba Esteban y ensillé el suyo, antes de ponerme en condiciones, para no desentonar del todo.

El Sire, el caballo de Esteban, estaba en la casa desde que su madre, una yegua de cría de los Juárez, había muerto desgraciadamente al nacer él. Mi padre ayudaba de tanto en tanto en esas cosas y Pilo Juárez, el dueño de la yegua, le había regalado el potrillo para que lo criara alguno de los chicos. Mi padre, en cuanto llegó a casa, se lo regaló a Esteban, a quien le habían robado una yegüita lobuna por esos días.

Yo tenía al Petizo, un moro chico, morrudo, inquieto y arisco, que a mí sólo me hacía caso, pero me gustaba el Sire, su planta, sus colores, su andar elegante; a veces conseguía que Esteban me lo prestara. Cuando no, se lo sacaba a escondidas. Inevitablemente, tenía que vérmelas con él o con mis padres a la vuelta. Y, por supuesto, oír a la piamontesa que desde la galería, sentada en su sillón hamaca, o asomándose a la ventana de la cocina que daba al palenque, donde yo estaba siendo sentenciado in fraganti, murmuraba aquellas cosas de la mandolina.   

En lo de Saracho la fiesta iba camino al éxito. Pasó el almuerzo y las gentes se fueron agrupando para conversar. Se sucedían los guitarreros y cantores, el vino era bueno, había familias enteras, y estaba lleno de chicos que corrieron por todas partes todo el día. Había visto a casi todos los viejos amigos y compañeros de los años de escuela, había saludado a infinidad de señoras y viejos (“¿te acordás de mi hijo?”, “¿a que no sabés quién es esta señora…, este señor…, esta chica…?”). Hasta había conversado con todo aliño durante veinte minutos con mi primera novia…

A media tarde, las mesas se acomodaron hasta quedar debajo de los árboles y se pusieron unas tarimas de madera en el centro del semicírculo que se había formado. El día era glorioso y un viento sur, liviano y aromático, prometía una noche mejor aún. El calor podía esperar. El verano sería otro día, mañana acaso.

Se ponía el sol cuando, de pronto, un movimiento que vino como oleaje creciente fue acompañado por aplausos y vivas. Un grupo de gentes que estaban más cerca de la casa saludaban y escoltaban a Don Carmen que, emocionado y sonriente, caminaba entre ellos, saludando, abrazando, llorando y levantando triunfante un instrumento impecable, color roble borgoña, de frente opaco y dorado, clavijas de un marfil oscuro y añejo en un clavijero de metal que parecía de plata. Era una mandolina.

Subió a la tarima y allí se quedó un rato mientras los aplausos se extendían como un murmullo de mar, como un río de palmas un día de creciente. El espacio abierto se llevaba y volvía a traer las manos y las voces.

Don Carmen, finalmente, se quedó quieto mirando a la gente y a su hija que estaba frente a él, absorta y risueña.

Cuando se hizo silencio, Don Carmen contó que hacía tres años había mandado a pedir una mandolina al pueblo de su madre y que unos primos se la habían elegido entre las cinco que tenía la familia. Fue un capricho, dijo inocentemente con la voz cortada, un gusto que quería darse, un regalo para la niña de sus ojos. Quería aprender algunas canciones sicilianas y cantarlas en el cumpleaños de su hija. Y lo hizo. En secreto, con la Sra. De Santis, la eterna profesora de guitarra del pueblo, a la que había complicado en la conspiración. Durante tres años casi, dos veces por mes sin faltar nunca, durante más de dos horas practicaba las tres canciones que quería cantar ese preciso día. La mandolina dormía con su cómplice en el pueblo y hasta esa semana de la fiesta jamás había llegado a las chacras. Solamente sus dos hijos varones fueron en el último mes invitados al conciliábulo y ellos se encargaron de ir corrieron la voz desde la mañana: “el viejo tiene una sorpresa…, un regalo para Tina…, ni se imaginan…” Y así fue como la sorpresa fue el comentario durante toda la jornada hasta que Don Carmen apareció y mostró el instrumento mágico y misterioso a todos los que allí estábamos.

Sonó más que maravillosamente, dadas las circunstancias y el ejecutante viejo y bisoño a la vez. En un costado, en la mesa de las señoras, la maestra de música lloraba su secreto, ahora a la vista de todos, con una sonrisa impagable en la boca. Tina casi todo el tiempo tuvo las manos cubriendo la cara y sus hombros se movían convulsionados, de tanto en tanto, y vimos al fin sus afeites de quinceañera arrasados por la ternura y la emoción del regalo afinado y por la voz ineducada de Don Carmen, pero por sus raíces melodiosa y nítida.

No recuerdo qué cantó. Pero sí recuerdo –con recuerdo imborrable- la mandolina como una aparición que sonaba dulcemente, llevándonos a todos a otro lugar, quién sabe cuál para muchos.

Doña Filumé, sentada junto a Tina, de impecable vestido negro siciliano, regía como una reina lagrimeante y miraba a su hijo con un arrobamiento dignísimo.

Lo que siguió es parte del catálogo establecido para las fiestas familiares, bailes incluidos, algunas pocas borracheras, gente “alegre” aquí y allá, una que otra discusión, mujeres sermoneando a sus hijos, a sus maridos, a sus amigas. Los chicos corrieron hasta que con la noche cerca fueron defeccionando.

Era de noche y bastante tarde cuando me pareció que podía irme. El cielo estaba lleno de luces y aquel viento del sur limpiaba el aire de tal modo que, aunque no había luna, alcanzaba para ver lo necesario.


*   *   *


Podría haberme ido por el camino real, pero era tan fragante y clara la noche que en la curva de Juárez, en vez de seguir, tomé la calle angosta que desemboca en el descampado de los Fuentes, una tierra ahora medio descuidada y por eso sin alambrado. No se corta mucho camino por allí para ir a la casa, pero se abre el cielo y el llano de tal modo que tienta echarse un galope ligero, con los ruidos serenos de las noches de un verano que recién nace y es casi primavera, con el viento en la cara despejando la fiesta y trayendo una y otra vez la escena luminosa de la mandolina de Don Carmen.

El Sire, descansado y alegre, navegaba suavemente y los cueros de las riendas y la montura (Esteban lo quería estilizado y jamás se ensillaba con apero) gemían virilmente acompasando su andar armónico, suave, pero firme, con ese sutil toque de acero del bocado.

Tan en andas de la noche mansa íbamos los dos que cuando la vizcacha saltó a un costado, corriendo después histérica hacia adelante, nos sorprendimos al unísono. Hice un movimiento brusco con las riendas y el Sire se resintió. Dio un cabezazo, primero, después un bufido que quiso ser relincho bronco y se bandeó bruscamente para el lado opuesto al de la carrera de la vizcacha. Abrió los ojos con espanto, resopló con temor. Perdí la vertical con el bandazo y los estribos flamearon soltados de mis pies. Más se encabritó el Sire y tomó carrera, como alocado en medio de la noche que podía ser clara para un paseo amable, pero era oscura para una emergencia así de violenta e inadvertida.

Corrió el Sire sin tino por el descampado y parecía estar persiguiendo a la vizcacha más que escapando del objeto que lo había asustado.

Mal acomodado (ah, si hubiera sido recado…), me costaba asentarme sobre el cuero lustroso de la montura. Los frenéticos corcovos del Sire no me dejaban controlar al animal y él mandaba en esa huida a ninguna parte por ningún motivo.

A esa altura, y aunque nos íbamos acercando al pago, todavía estaba a buena distancia, y más cerca de lo de Saracho que de nuestra casa. La familia seguía exprimiendo la fiesta hasta su último jugo.

No podía haber visto las vizcacheras en esa noche y en ese trance, imposible. Ni siquiera recordé que en el descampado había ése y otros riesgos, como pozos sin destino, osamentas, restos de alambrados, algún ramerío o troncos, incluso.

El Sire pareció clavar las dos manos hacia adelante y de golpe, en un gesto brutal acompañado de un quebrarse fiero de huesos, y salí desmañada y velozmente por encima de su cuello garboso. Caí de costado y un dolor terrible en el hombro me punzó de repente hasta hacerme casi perder el sentido. La cara se arrastró por los abrojales y algunos cardos con la inercia de la caída y sentí de pronto un cosquilleo arenoso y ardiente que se sumó al atontamiento que me trajo el golpe en la cabeza. Allá atrás, alcancé a oír una especie de gemido ronco, un extraño sonido como un grito sordo de caballo.

Me quedé tendido sin poder moverme durante un rato. A cierta distancia sentí que se iba apagando el resoplido del Sire, que ni siquiera parecía hacer el intento de levantarse.

Creo que unos cinco minutos tardé en recuperar el aliento y en sentarme en medio de la noche. Tuve frío.

Busqué al Sire, pensando que podría haberse incorporado sin que me diera cuenta. No lo vi. Busqué entonces el bulto y vi que estaba a unos cuantos metros. Quise pararme pero estaba mareado y cuando intenté ir gateando despacio, el hombro me llamó al orden.

Otro rato, que no recuerdo cuánto fue, estuve sentado con la cabeza gacha, aturdido, con un zumbido interminable que parecía un motor en mi cabeza. El golpe había sido fuerte.  Me incliné hacia el lado menos golpeado del cuerpo y con dificultad me puse de pie.

Miré alrededor para orientarme siquiera algo y enseguida caminé hasta donde el Sire roncaba un silbido cada vez más débil. Tenía las manos en una posición imposible y sentí que un dolor áspero, intenso y seco me subía hasta el hombro: era el reflejo de mi propio cuerpo al pensar lo que esas quebraduras podrían estar doliéndole al pobre bicho.

Me acerqué a la cabeza. Me agaché a su lado y lo acaricié palmeándolo, con un susurro de voz que me sorprendió por lo grave y sin fuerza.

El Sire tenía los ojos fijos y apenas si los movió. Estaría doliéndole siquiera mover los ojos y hasta respirar, me imaginé.

Me quedé sentado junto a él, estaba aturdido todavía y no sabía qué hacer. No llegaría fácilmente a ninguna parte –ni a la casa, ni de vuelta a la fiesta- en ese estado penoso y dolorido.


*   *   *


Soñé inquieto. No sé cuánto tiempo, porque ni siquiera me di cuenta, con la conmoción de la rodada, de que me estaba quedando dormido.

En el sueño (no sé por qué ni cómo puedo recordar eso todavía tan claramente), parecía sonar la mandolina de Don Carmen con aplausos de fondo y -así son los sueños- la sonrisa contenida de Doña Filumé me miraba tendido en medio del descampado; a su lado, inclinado sobre mí, Esteban me consolaba y mi primera novia –así son los sueños-, de pie y con los brazos en jarras, me reprochaba haber doblado en la curva de Juárez  y no haber seguido el camino real…

Desperté como afiebrado, con escalofríos y un terrible cansancio. Me dolía ahora todo el cuerpo y no solamente el hombro y la cabeza.


A mi lado, el Sire ya no sufría.