martes, 14 de agosto de 2012

La frontera



Repaso general

11 de julio

Luego el silencio, todos encasillados en las literas, uno al lado del otro, uno encima del otro, como en la triste estantería de una casa de emigrantes.

Sentado en el borde del armazón -la cabeza toca el techo- Arturo toca, y el fuelle del acordeón se abre como un libro, y de las páginas surgen recuerdos, como flores secas aplastadas entre ellas. Y la música las reverdece.

Está todo. Los tibios silencios de las tardes de verano: el bar en las afueras, con las sillas de hierro y las mesitas redondas, bajo los árboles, junto a la fuente. La pequeña habitación del último piso, y el fonógrafo portátil que devana el hilo de las ilusiones enrollado en el disco reluciente.

Melancolía: por las tardes -desnutridos, mal vestidos, con el corazón lleno de riqueza y la cabeza llena de gloria- mirar el agua del torrente que pasa bajo los arcos del puente, como una noche líquida.

Mirar de noche el tren que pasa por el terraplén. La represa del torrente. A lo lejos, la ciudad fosforescente, el aviso luminoso rojo sobre el techo del hotel junto a la estación, y los ecos del baile al aire libre. En la otra orilla, junto al agua, la "Casa Roja", que le cuenta a la noche angustiosos relatos de ahogados. La tibia sequedad de una mano sutil, en la humedad que rezuma sobre el prado como aire mojado. Los niquelados de la bicicleta sumergida entre la hierba húmeda, como inmóviles luciérnagas.

Caminar a lo largo de calles desiertas durante la espera inútil, dulce y angustiosa. Pensar voluptuosamente en la muerte, mientras se cuentan los segundos con el terror de perder uno solo y los ojos arden.

Nieve en las afueras. La gran fábrica tiene oscuras todas las ventanas y a través de la helada transparencia de los vidrios espían fantasmas. Los pies mojados, el poste del farol y el círculo pequeño y exacto de la luz, como una burbuja de aire en el alquitrán de las tinieblas.

En la cara las gotas heladas del cuello del saquito de piel que lleva ella (cada pelo con una gota helada), es como meter la cara entre la hierba mojada. Y la boca tibia, y el perfume del lápiz labial que permanece mucho tiempo en los labios.

Arturo hojea el libro de la vida de cada uno, y cada canción es una imagen del pasado, y la habitación está llena de juventud.

Estuve mirando en estos días el Diario Clandestino de Giovanni Guareschi y, por otras razones, vengo diciendo algo de él en otra parte.

Esta anotación del 11 de julio de 1944, es cosa simple y temible.

Una barraca en un campo de prisioneros y Arturo -un italiano, acordeonista- que toca melodías que van llevando lejos en el espacio y en el tiempo a cada uno de los internados, a las cosas sencillas, jóvenes, vividas. El acordeón, mientras suena en la que supongo es la tarde neblinosa del Lager, las abre en el corazón de cada uno y quedan allí al aire, mudas, solares en medio de las brumas, y todos las oyen sin oírlas, y las ven en ninguna parte y en todas partes y en la cara inexpresiva y melancólica de cada uno de los prisioneros.

Me imagino la escena y digo que es temible. La presencia de cosas así en momentos así, ciertamente parece a la vez -supongo, no lo sé- dura y aliciente. Tan inalcanzable y tan presente, tan bello todo como lacerante.

De la misma materia están hechas allí la esperanza y la desesperación. Y "la dirección de la mirada", como diría Simone Weil, es la frontera entre una cosa y la otra.

Y parte de esa frontera es el mismísimo acordeón de Arturo y sus teclas de melancolía. La belleza de esas melodías inmediatas y simples, su sonoridad tan comarcana para cada uno de ellos, tan entrañable y bella. Y la distancia a veces irreal, y por eso infinita, y a veces inexistente, y por eso irreal.

No hay mucha diferencia, pienso, entre los que están de un lado u otro de la cerca. Ambos podemos pasar por esa puerta de la belleza inmediata a un mundo oscuro o luminoso. Ambos podemos llorar con la distancia que nos separa de lo que amamos y anhelamos y que resuena en unas notas de acordeón, tanto como podemos sonreír y alegrarnos con ello hondamente, tibiamente, porque no está aquí esa belleza y es a la vez una presencia tan sutil e inatrapable como el sonido que la evoca y la lleva.

Ante la belleza, estar prisionero no hace diferencia: todos somos libres, todos prisioneros. Lo que ella evoca está a la mano y es todavía inhallable. El adverbio es la marca de la esperanza, claro.