lunes, 20 de agosto de 2012

No te reinventarás


En estos últimos días, durante bastante tiempo estuve mirando la fotografía de San Martín, este daguerrotipo de 1848 sobre el que se hicieron retratos y otras secuencias. Volvieron a publicarlo en estos días cuando difundieron la necrológica que el abogado Adolphe Gérard publicó en 1850 en L’Impartial de Boulogne sur Mer, texto ya conocido, aunque poco frecuentado.

No me interesa ahora tanto el texto, que tiene sus cosas (muchas ya las dijo Aragón aquí), sino simplemente el retrato.

La ventaja de esta toma es, para mí, la de la expresión nítida.

Siempre será una discusión si la pintura puede más que el servilismo de la fotografía. Pero no habrá que desdeñar que si en alguna de ambas puede menos la mano –y el ojo- del que retrata, más bien parece que será en la fotografía. A la inversa, en la fotografía parece que los rasgos son los mismos que los del retratado, más inmediatamente puestos frente al observador, sin la necesaria intromisión del artífice. En un caso, parece que la luz misma pinta. En el otro, la mano. Tiene ventajas y desventajas una cosa y la otra. Será, no será. No es el caso.

Si me valió de algo mirar a este hombre en su retrato, fue precisamente ver al hombre. Era cosa nomás de verlo como el señor José de San Martín. Y me llamó la atención que se pareciera tanto al General Don José de San Martín. Y más: se parecía mucho más este hombre al general, que lo que se parece a este hombre el General Don José de San Martín, dicho así, con la voz engolada, vera o falsa, con la que se suele tomar de rehén a un personaje público, importante, fundacional, para ponerlo de pantalla de lo que sea, bueno o malo.

Está esa cosa de vieja chismosa de peluquería que se le ha pegado a las viejas chismosas de peluquería que firman libros como historiadores, esa cosa de hurgar con mirada socarrona, madura y suspicaz en los calzones de los grandes, esa cosa de que la vida privada visibiliza (aghh…, las palabrejas de la jerga progre…) la realidad del hombre completo, esa cosa de contar la vida pormenor como si una foto de San Martín en el wáter, con los briches por las rodillas, nos explicara más acabadamente y nos permitiera conocer en toda la vera verdad el Cruce de los Andes…

Nada de eso ahora. Cuando digo el hombre digo el hombre a secas. Hombre, así visto, es más que lo demás por separado y todo junto: como que el todo es más que la suma de las partes. Y no menos, como las viejas teñidas piensan cuando creen que hay que bajar al General para ver al hombre, que está más abajo, no más adentro y más raigal: un escalón más abajo, más a nuestra altura.

Imbéciles: Hombre lleva puesto el general, el padre o el amigo, lleva puesto el soldado o el amante, lleva puesto el piadoso y el enfermo, lleva puesto el correntino y el argentino, lleva puesto el monárquico y el revolucionario. 

Y creo que eso fue lo que vi porque eso miraba en el retrato. La ancianidad y la picardía, el dolor, la ceguera, la semisonrisa, la delgadez austera y simpática, la mirada levemente ladeada, matizante, escrutadora y sagaz a la vez, el atuendo sobrio, criollo diría. Acicalado por caridad y pulcritud, no por coquetería y manipulación. Libre y manso. Despierto, vivaz y vivido. Con el ceño del que considera y delibera, reflexivo. Y los rasgos firmes y la mirada quieta del que manda y hace. Y hasta esa boca sin rencor ni mueca, cerrada de prudente y juiciosa.

Pensaba mirando este retrato en que son tiempos los nuestros en los que la gente se reinventa.

Nuevo look, nueva vida, nuevas apariencias, nuevas manipulaciones, nuevas fachadas para engrupir, para engañar, para sostener el vacío. Hacer creer, hacerse ser sin ser, decir ser. Es curioso eso de reinventarse. Hacerse uno nuevo, hacer aparecer uno nuevo, no quien se es.

Proteico. Estúpido.

Es lo que tiene de bueno este retrato del señor José de San Martín: es el señor José de San Martín. Y nada más.

Y se nota.

Y eso es notable.

Un hombre así merece de nosotros –si fuéramos mejores- algo mejor que un feriado largo.

Tendrá que esperar.