viernes, 1 de marzo de 2013

Pedro, el sueño y la Iglesia (II)

Será muy comprensible, sí. Muy humano.

Pero no deja de ser un tropiezo para la mirada y, por consecuencia, un casi definitorio tropiezo analítico: los hombres tendemos a creer, sentir, y pensar que la historia humana es algo principalmente humano, cuando no, de hecho, excluyentemente humano.

Con ese aire siempre ridículamente pomposo de las declamaciones, se incurre de habitual en el casi y nada casi pietismo de meter a Dios en nuestros asuntos -al principio, en el medio o en el final- y se le concede una participación mística tanto como maquiavélica. Se le reconoce su omnipotencia y sabiduría, se lo tiene por rey y padre, por creador y redentor, por alfa y omega. Sí. Pero la historia es -y es invariablemente vista como- cosa de los hombres: tramada y amasada con la excluyente humanidad.

De habitual, creo, los hombres creemos más bien -casi sin pensarlo siquiera- que la historia es un asunto humano en el que Dios interviene o porque es un metido, o a pedido de los protagonistas o por misericordia, o como vengador o porque no queda más remedio. O de la misma manera que llamamos a un técnico en lavarropas para que, con lo que él sepa del asunto porque después de todo es un técnico en lavarropas, arregle nuestro lavarropas; donde nuestro es la palabra importante.

Y aunque podamos proclamar con aires aguerridos o sumisos que Dios es el Señor de la Historia, o aunque profesamos cabalmente aquella verdad respecto de que origen y fin de la historia son metahistóricos, como diría Pieper, lo cierto es que nuestra mirada se dirige una y otra vez hacia el hombre como protagonista, diseñador, sujeto principal y excluyente.

Tal vez, una de las razones por las cuales esto resulta así sea, precisa, misteriosa y paradójicamente porque Dios mismo parece quererlo así.
¿Qué es el hombre para que Tú lo recuerdes,
o el hijo del hombre para que te ocupes de él?
dice el Salmo 8 y no es único lugar en el que las Escrituras hablan de este modo. Una glorificación de lo humano que parece hundir su raíz en la mismísima voluntad divina, cosa no menos oscura para nosotros de la que solemos extraer conclusiones completamente disparatadas, por ortodoxas que sean nuestras creencias y hasta opiniones respecto del plan divino y del sentido de la historia.

Claro.

Pero una cosa es lo que Dios sabe y otra lo que los hombres creemos saber respecto del hombre y aun respecto de lo que creemos saber acerca de lo que Dios sabe. Y específicamente ahora respecto de la historia, y de la historia del hombre.

Así las cosas, y pego aquí un salto, vuelvo al sueño de los pasajes de los que estoy hablando.

Porque parece ser que en ellos se dice que, cuando los hombres estamos haciendo historia, subidos a la barca que navega el mar del tiempo y de este mundo, que es en un sentido no lateral la misma historia, subidos y temblorosos porque no podemos gobernar el tiempo, ni este tiempo, ni ese aspecto de la historia misma que nos resulta excesivo para nuestras fuerzas y acomoda brutalmente nuestra pretendida omnipotencia y nuestro afán de protagonismo excluyente, Jesús duerme.

Y a su vez, contrariamente, en el momento mismo en que Jesús hace historia y mezcla su propia sangre y divinidad con las raíces mismas de lo humano de un modo definitorio y terminante, especialmente definitorio y terminante para la naturaleza misma de lo humano y la naturaleza misma de la historia y su significado real y verdadero, los hombres dormimos.

¿Qué es la historia, entonces?

¿Y qué es ese sueño humano y aquel otro divino, tan sorprendentemente puesto como quicio y signo de la parte que a cada uno -a Jesús y a los hombres- le toca en el asunto?

No es menos humano ese modo nuestro de confundir los signos con las cosas significadas. Y es la causa de que entendamos de habitual las cosas al revés.

Como si dijera que más bien creemos y pensamos de hecho que Dios está esperando a ver quién es el próximo papa o el próximo presidente del banco Vaticano o qué se le ocurrirá a La Cámpora o quién será el próximo arzobispo de Buenos Aires, para ver qué hará Él con eso, bien que apelando a una creatividad táctica que no podemos menos que reconocerle.

Como si dijera que Dios está esperando ver cómo se resuelve la crisis española o griega para ver qué ficha le conviene mover entonces, si las cosas están así.

Como si dijera que, amaneciendo un día y viendo que Adán falló, Dios tiene que llamar de urgencia al Comité de Crisis y elucubrar a las apuradas un Plan B.

Como si dijera que Dios se queda dormido y por esa incuria y negligencia de ¿vigilador? ¿mayordomo? ¿timonel? termina armándose una tormenta espantosa que pone en peligro no tanto lo que Él ha hecho, sino la barca que el hombre -cree que- tan ingeniosa y trabajosamente ha diseñado, construido y trata de sostener a lo largo de su historia.