sábado, 1 de junio de 2013

Lo que dejé por ti

Hace ya tres días que le doy vueltas al asunto. Y él me ronda y me acucia, también, porque, aunque lo burlo con otras cosas más o menos urgentes, resulta que es volvedor. Y, al fin, veo que no son tres días sino años.

A veces pasa. Un asunto cualquiera, casi sin importancia (trampa de las cosas, claro), nos lleva a territorios mucho más hondos de la vida.

Entre 1791 y 1863 vivió un poeta romano que se llamó Giuseppe Gioachino Belli. Escribía mayormente en el dialecto de la ciudad (er romanaccio, delicioso e incomprensible) y es uno de sus monumentos literarios. Se dice que entre 1824 y 1846 escribió unos 2300 sonetos en los que quiso y logró pintar la vida cotidiana y las gentes de las calles de la Roma de entonces. Pero era un crítico social bastante ácido también y eso, entre otros asuntos, quedó dicho en sus obras, que destilan cierto desencanto y alguna indignación religiosa, política o social.

Pero por interesante que fuere, Belli llega aquí en realidad porque Rafael Alberti lo tiene en los epígrafes de varios de los sonetos que eligió de su Roma, peligro para caminantes (1964-1967) e incluyó en el librito que vengo comentando. Los de Alberti, desde su perspectiva, tienen bastante del tono de los de Belli, en la suya.

De esa selección, tomo el primero, que es el que me puso en el camino de esas cavilaciones que decía al comienzo.

Lo que dejé por ti

Ah! cchi nun vede sta parte de monno
Nun 'za nnemmanco pe cche ccosa è nnato.
G. G. Belli

Dejé por ti mis bosques, mi perdida
arboleda, mis perros desvelados,
mis capitales años desterrados   
hasta casi el invierno de la vida.

Dejé un temblor, dejé una sacudida,
un resplandor de fuegos no apagados,
dejé mi sombra en los desesperados
ojos sangrantes de la despedida.

Dejé palomas tristes junto a un río,
caballos sobre el sol de las arenas,
dejé de oler la mar, dejé de verte.

Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tú, Roma, a cambio de mis penas,
tanto como dejé para tenerte.

¡Ah! Quien no ve esta parte del mundo
no sabrá nunca para qué ha nacido.

Eso dice Belli y se refiere a Roma.

Con eso sólo, para quienes como yo no estuvimos en Roma, ya hay materia bastante. De hecho, muchas veces, en los últimos no quiero ni decir cuántos años, se me ha aparecido el asunto, preguntado por otros o por mí mismo: ¿por qué no conozco Roma? Siempre, que recuerde, he dicho y me he dicho lo mismo: porque la conozco. Todavía hoy esa respuesta me es suficiente, porque en un sentido muy laxo es verdadera. Claro, en un sentido muy laxo. Porque Belli no habla de conocer, sino de ver. No es en absoluto lo mismo. Y se entiende muy bien en este caso: el hombre era mediterráneo, no era un nórdico.

La sentencia es más demoledora todavía: Nun 'za nnemmanco pe cche ccosa è nnato.

Y hace días, pero son años, que me pregunto si no tiene un poco de razón. Y más que un poco. Y se pregunta uno, yendo de una cosa a otra, si eso mismo no tiene un aire lo bastante universal como para aplicárselo no ya a Roma sino a tanta otra cosa. Y ya no será ver o conocer, solamente que también, sino otros tantos verbos inquietantes referidos a asuntos que de un modo u otro explican -siquiera nos exigen pensar- para qué hemos nacido.


Nada fácil salir de los terribles dos versos de Belli, cosa nada fácil.

Sin embargo, saliendo o no de aquellos versos, igual me esperaban los de Alberti en su soneto. Y otro tanto de lo mismo, sobre Roma o sobre lo que cuadre. Y más.

Porque, en su caso, el último terceto avanza conminatorio sobre Roma.

Pero, ¿y si cambia uno Roma por...?

Claro.

Por eso lleva días, que son años.

Se entiende.