jueves, 10 de octubre de 2013

Fábula


Don Cobaya

Esta historia se la contó un Cobaya viejo a la bisabuela del indio Cleto, una bruja que entendía la lengua de los animales; y el indio Cleto me la contó a mí con la prohibición de referirla mientras él viviera. El indio Cleto ha muerto hace ya años, sargento de línea del destacamento de Fortín Tostado, Santa Fe.

El Cobaya es el bicho más ladino, vividor, endiablado y matrero que pisa monte. Se parece mucho a un ratón grande y sin cola, con su color gris tierra, hocico puntiagudo y cuatro dientes roedores; se ofende mucho que le digan ratón, porque dice que su familia es del conejo, y cuando lo llaman conejito o chanchito de la India, se pone muy orondo. Sus íntimos le dicen cuí, sus amigos apereá y  los demás cobaya.

Pues aconteció que un año don Cobaya no sembró maíz; siempre con "mañana lo haré" —y mañana llovía o estaba enfermo o tenía visita—, pasó el tiempo y cuando los maizales de sus vecinos, el Chajá, el Tigre y el Perro, estaban boyantes, lozaneando los choclos, entre la chala reventona y el barbijo bermejo, don Cobaya se halló sin una brizna en el campo y con mucha hambre en el cuerpo. Se vio entonces mal, aguzó el ingenio y salió a pedir prestado.

Al primero que llegó fue al Chajá. No estaba en casa más que la señora. "Mejor", se dijo don Cobaya:

-Buenos días, mi patrona, y toda la compañía. No se me levante, hágame el favor, usté está en su casa y yo vengo a molestar. ¿Y de quién son estas criaturitas? ¡Qué lindura de nenes! ¿Pero para qué estoy preguntando de quién son, si son el vivo retrato de su madre?

Todos saben que la Chajá es tierna esposa y madre cariñosísima. Por lo demás, don Cobaya es siempre bien recibido por las cocinas, porque es charlatán y zalamero. Lo más curioso es que ninguno de los bichos del monte cree las lisonjas y lambeterías de don Cobaya, y sin embargo a todos les gusta oírselas decir y dicen "¡Qué don Cobaya éste! ¡Qué cosas tiene! ¡Mire que decirme a mí el otro día, cuando vino a pedirme maíz, que yo era la pava más inteligente que él había visto en su vida!". Ese era el punto crítico.

-Precisamente patrona, yo venía a pedirle... ¿Usté ha visto mi maizal?

-No.

-¡Un maizal de mi flor! Pero... como sucede que sembré tarde, resulta que todavía no ha granado y yo necesito... No que me falte qué comer, que lo que es en eso, gracias a Dios, el pucherito de cada día hasta ahora en mi casa, treinta años que tengo, nunca me ha faltado... Pero como usté sabe, ahora se casa una entenada mía y hay que sacar la olla grande; así que... ¿una arrobita de choclo fresco a usté le sería de mucho perjuicio?

-No, pero...

-¡Devolveré, patrona, devolveré arroba y media pesada y contada a toda su satisfacción!

Don Cobaya llevó al fin la arroba a su casa y salió corriendo para lo de la Comadreja. A la Comadreja le habló mal del Perro, con quien ella siempre anda mal; y le dijo que era el bicho más hediondo que se había visto, lo cual para una Comadreja es el insulto peor. Pero la Comadreja es larga y no soltó los diez kilos de maíz pisingallo que le pedían hasta que el apereá le dijo dónde había pichones de Chajá y a qué hora los padres estaban fuera de casa.

Después fue a lo del Perro. El Perro estaba durmiendo, abrió un ojo, y después el otro, y lo mandó a paseo. Pero don Cobaya sabía que el Perro tiene un punto flaco, la afición a la siesta; y se le puso al lado charlando como un loro barranquero, hasta que don Barcino, aburrido, le prestó una bolsa de maíz para que se mandara mudar.

-¡Pero me la devolverás a su punto y hora! -dijo.

El Tigre le pidió noticias del hombre. Don Cobaya no sabía nada, pero al momento inventó con todo descaro que el Hombre se había ido a labrar quebracho más lejos y que la tacuara-que-escupe-fuego se le había quebrado. El manchado era avariento,  pero, bien impresionado por las noticias, le prestó rezongando nueve kilos de maíz, al veinte por ciento y ponderándolo mucho.

Y el Hombre le prestó otra arroba, con la condición de que nunca hiciese cuevas al lado de los alambrados aflojando los postes; y que le enseñáse dónde había tunas maduras y camachuís llenos.

Con cincuenta kilos de maíz, don Cobaya pasó el invierno como liebre en alfalfar. Pero amigos, el tiempo pasó y el plazo llegó y la cosa se puso fea, porque a don Cobaya no le quedó ni el afrecho; y los vecinos cada vez que lo encontraban en la pulpería le tenían que recordar sus deudas, para quemarle la sangre, porque ya se sabe que lechón fiado gruñe todo el año. ¿Qué hizo? Fue y citó para el día siguiente en su casa todos sus acreedores.

A la Chajá para las ocho de la mañana, a la Comadreja para las ocho y media, al Perro para las nueve, para las nueve y media el Tigre y al Hombre para las diez. Así que a las ocho en punto entró la Chajá muy campera, con su poncho gris plateado, sus botas amarillas, sus espuelas rojas en las alas, el collar al cuello y un penacho oscuro en el sombrero.

-Siéntese y deje el rebenque, y sírvase un matecito -dijo don Cobaya-. ¿Por quién lleva luto, mi patrona?

Por sus hijos que se los había comido la Comadreja, dijo doña Chajá; y que ella algún día iba a matar a la Comadreja, que se acordara don Cobaya de eso; y se puso fiera, se encolerizó, se encocoró y alzó la cresta, ahuecó las alas y apuntó los espolones, erizó el collarete del cuello y empezó a torear por el cuarto y a tirar cada picotazo, que el apereá andaba a los brincos, mezquinando el cuero. En eso da las ocho y media y -¡Trán, trán!

-¿Quién es?

-La Comadreja. Abrame, don.

-Ahí la tiene a tiro -dijo despacito don Cobaya.

-¡Escóndame por Dios! -dijo más despacio la Chajá-.¡No, don Cobaya! ¡Estoy en casa ajena y a mí no me gusta comprometer a un amigo, ni mover ruido por las casas de nadie! ¿Atrás de la puerta? Otro día será, usté acuérdese, mi amigo. ¿Le parece que no me verá?

¡No la iba a ver! Apenas entró la Comadreja, el apereá traicionero le hizo seña para que viese al Chajá. En dos minutos la mató y la vació por dentro y le sorbió la sangre, como acostumbran ellas. Y después se sentó muy satisfecha y razonable, porque ya se sabe que barriga llena alaba a Dios y el acreedor bien comido espera otro mesecito. El apereá necesitaba solamente que esperase media hora.Media hora y se vio la polvareda en el camino.

-¿Aquello no es el Perro que viene para acá?

-¿El Perro? ¡No diga!

-A mí me parece.

-¡Velay! ¡No hay tiempo para irse! ¿Dónde me podría esconder?

-¿Usté le tiene miedo al Perro, comadre? Pero si usté misma me dijo...

-¡Vea compadre! ¡A dos perros más grandes que ése hizo disparar mi madre, cuando yo era chica! ¡Pero usté quiere que yo mate ahora a ese bandido con lo mal que ando ahora con el comisario, desde las votaciones, y la policía usté sabe cómo es! Usté muy bien sabe; embrollos con la Justicia, el que gana sale sin camisa; ¿qué será el que pierde? Así que yo le voy a perdonar a ese perro y me voy a esconder... ¿Atrás de la puerta le parece? ¿No me verá?

Dice el sargento Cleto que más de un cuarto de hora le costó al Perro estrangular a la Comadreja y sacarla afuera, después que don Cobaya le dijo: "Mire atrás de la puerta, don", por lo cual la Comadreja salió y le tiró un mordisco al traicionero, que si lo agarra... Pero el Perro no la dejó. Le costó sin embargo. Volvió todo sudado y resollando y pidió los diez kilos de maíz para irse.

-¡Usté es un valiente que nos ha librado a todos de ese mal bicho! ¿No se enjuaga la boca, patrón? ¡Manuela, traé esa arroba de maíz que está en la cocina! ¿No se sirve un traguito de ginebra?

-No.

-¿Un pedazo de churrasco?

-No tengo hambre.

-Tengo charqui lindo.

-No me gusta.

-¿Mazamorra, no quiere?

-¡No!

-¿Un poco de dulce de zapallo?

-¡Los diez kilos de maíz!

-¡Manuela, a ver si te apurás!

El Perro venteó al Tigre. Se paró de un salto. "Me voy -dijo-, porque por aquí hay tigre y ése siempre busca camorra...".

-¿Adónde va a ir, patrón, si el Tigre ya está al cair? ¿No lo está viendo atrás de aquel espinillo? Mejor que se esconda rápido abajo de la cama.

El pobre Perro se escondió, pero don Cobaya lo traicionó y el Tigre lo descogotó y bebió la sangre caliente y aterciopelada. Y enseguida se puso a pedir a gritos, ronco y con la boca sucia, que se le pagase al punto todo lo que se le debía.

Decía el indio Cleto que el Tigre se emborracha con la sangre, y que no hay animal más caprichoso e irrazonable que un borracho cuando le da por la mala. Así que un tigre cebado en la sangre de un hombre es capaz de echarse al Paraná y asaltar a nado un buquecito de vapor, como pasó hace tiempo en el puerto de Candelaria. De modo que don Cobaya no sabía dónde estaba y trataba de arrastrar temblando una bolsa de virutas de la cocina, diciendo que era maíz, porque el manchado estaba fiero.

-¡Apuráte o te mato!

-¡Mire afuera, don Manchado, que me parece que viene gente!

El Tigre miró... y agachó las orejas, se golpeó las ancas con la cola y se le fue como un soplo la mamúa. Por la picada polvorienta y llena de sol, a la vera del algarrobo, venía el Hombre chiflando, con su escopeta al hombro. El Tigre pidió muy mansito que lo escondiera -no es por él, sino por la tacuara-que-escupe-fuego- y el apereá lo metió en el cuarto de al lado y le echó la llave. De modo que cuando lo denunció, el Hombre no tuvo más que abrir un postigo y dejarlo seco de dos balazos. Y después lo desolló en cuatro tajos, porque era baquiano en eso, sobre que animal caliente se cuerea fácilmente; se echó al hombro el cuero, se acomodó la escopeta y dijo al Cobaya:

-Me voy a estaquiarlo pronto, para que no se me abiche. Cuarenta pesos me dan a la fila por este cuero. Los diez kilos de maíz que me debe, qué diablos, yo se los regalo, porque ya aquí llevo la ganancia del día.

-¡Que San Antonio se la guarde y se la aumente! --dijo el apereá muy devoto.

Y al acabar aquí su cuento, decía el sargento Cleto que, a pesar de todo, no había que tomar ejemplo del apereá; porque al fin y al cabo estuvo mal hecho; y si esta vez le salió bien, otra vez podía torcerse la boleadora, y salirle gallareta en vez de pato, porque el mejor jinete encuentra también su vizcachera. Y la prueba está, decía Cleto, que al año siguiente a don Cobaya lo comió la Culebra, y no le valieron mañas. Quien mal anda, mal acaba. Pero en esto último no todos estaban conformes, y había también sus dudas. Sin embargo, ésta era la opinión del sargento Cleto.


Es de Leonardo Castellani, de Camperas, en el capítulo de las Fábulas que pasaron en el monte virgen.

Me gusta mucho. Literariamente es poderosa, y tiene ese rasgo dramático, teatral, muy eficaz.

Mete un poco de miedo, eso sí.

Al menos, es para pensar. Mucho.

Y en muchas cosas.

Digan si no.