viernes, 10 de enero de 2014

Buenos amores malos

Parece sin sentido, pero es obvio cuando se lo ve.

Y puede ser verdad para una cantidad de amores que recorren casi todos los objetos amables. Hasta Dios mismo, si acaso, y todo lo que de Él es. Pero ciertamente que de Dios para abajo, en cierto sentido, todo puede enfermarse de eso mismo.

Es asunto de cuidado, sobre todo porque la semejanza entre un dios y un demonio -para los hombres- es peligrosa y no sólo posible, sino más bien frecuente, incluso hasta por buenas razones. Eso mismo es cosa que Dios sabe. Y por cierto que lo sabe el Demonio. Somos los hombres los que tenemos problemas para distinguir.

Respecto del amor y los amores, C. S. Lewis tiene dos ideas recurrentes en Los cuatro amores y ésta es una de ellas. Ya aparece en la Introducción y es el texto que dejo ahora.
Lo dicho por San Juan -"Dios es amor"- quedó contrapuesto durante mucho tiempo en mi mente a esta observación de un autor moderno: "El amor deja de ser un demonio solamente cuando deja de ser un dios" (M. Denis de Rougemont); lo cual, por cierto, puede ser también expuesto en esta forma: "El amor empieza a ser un demonio desde el momento en que comienza a ser un dios". Este contrapeso me parece una salvaguarda indispensable. Si lo ignoramos, esa verdad de que Dios es amor puede furtivamente llegar a significar para nosotros lo contrario: todo amor es Dios.

Supongo que quien haya meditado sobre este tema se dará cuenta de lo que M. de Rougemont quiso decir. Todo amor humano, en su punto culminante, tiene tendencia a reclamar para sí la autoridad divina. Su voz tiende a sonar como si fuese la voluntad del mismísimo Dios. Nos dice que no consideremos el costo, nos exige un compromiso total, pretende atropellar cualquier otra exigencia e insinúa que cualquier acción realizada sinceramente "por amor" es legítima e incluso meritoria. Que el amor erótico y el amor a la patria puedan realmente llegar a "convertirse en dioses" es algo generalmente admitido; pero con el afecto familiar también puede ocurrir lo mismo; y, de distinto modo, también puede suceder con la amistad. No desarrollaré aquí este punto porque nos lo encontraremos una y otra vez en capítulos posteriores.

Ahora bien, hay que advertir que los amores naturales proponen esta blasfema exigencia cuando están, según su condición natural, en su mejor momento, y no cuando están en el peor, es decir, cuando son lo que nuestros abuelos llamaban amores "puros" o "nobles". Esto es evidente sobre todo en la esfera erótica. Una pasión fiel y auténticamente abnegada hablará como si fuera la misma voz de Dios. No ocurrirá lo mismo con lo que es meramente animal o frívolo. Podrá corromper a su víctima de mil maneras, pero no de ésta; una persona puede actuar según esos sentimientos, pero no puede venerarlos, así como un hombre que se rasca no venera el picor. El capricho pasajero que una estúpida mujer consiente -en realidad se lo consiente a sí misma- a su hijo malcriado -que es como su muñeca viva mientras le dura la rabieta-, tiene muchas menos probabilidades de "convertirse en dios" que la constante y exclusiva dedicación de una mujer que (de veras) "vive sólo para su hijo". Y me inclino a pensar que el tipo de amor a la patria basado en tomarse una cerveza y en condecoraciones de latón no llevará a un hombre a hacer mucho daño a su país, ni tampoco mucho bien; estará probablemente muy ocupado tomándose otro trago o reuniéndose con con sus camaradas. Y esto, ciertamente, es lo que debemos esperar: nuestros amores humanos no reclaman ser divinos hasta que el reclamo llegue a ser aparentemente válido; y no llega a ser aparentemente válido hasta que haya en él una real semejanza con Dios, con el Amor Mismo. No nos equivoquemos en esto. Nuestros amores-dádiva son realmente semejantes a Dios. Y, entre nuestros amores-dádiva, son más semejantes a Dios los más generosos y más incansables en dar. Todo lo que los poetas dicen de ellos es verdad. Su alegría, su fuerza, su paciencia, su capacidad de perdón, su deseo de bien para el amado: todo es una real y casi adorable imagen de la vida divina. Ante ellos hacemos bien en dar gracias a Dios, "que ha dado tal poder a los hombres". Se puede decir con plena verdad, y de modo simple, que quienes aman mucho están "cerca" de Dios. Pero se trata evidentemente de "cercanía por semejanza", que por sí sola no produce la "cercanía de aproximación". La semejanza nos ha sido dada; no tiene necesariamente conexión con esa lenta y dolorosa aproximación, que es tarea nuestra, lo cual no quiere decir que sea sin ayuda. Entretanto, la semejanza es algo esplendoroso. Y ésta es la razón por la que podemos confundir semejanza con igualdad. Podemos dar a nuestros amores humanos la adhesión incondicional que solamente a Dios debemos. Entonces se convierten en dioses: es decir, en demonios. De este modo se destruirán a sí mismos y nos destruirán a nosotros; porque los amores naturales que se convierten en dioses dejan de ser amores. Continuamos llamándolos así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio.

Nuestros amores-necesidad pueden ser voraces y exigentes; pero no se presentan como dioses: no están tan cerca de Dios por su semejanza como para pretenderlo siquiera.

De lo dicho se desprende que no debemos imitar ni a los que idolatran el amor humano ni a los que lo ridiculizan. Esta idolatría, tanto la del amor erótico como la de los "afectos domésticos", fue el gran error de la literatura del XIX. Browning, Kingsley y Patmore hablan a veces como si creyeran que enamorarse fuera lo mismo que santificarse; los novelistas contraponen el "Mundo" no con el Reino de los Cielos sino con el hogar. Ahora estamos viviendo una reacción contra eso. Los que ridiculizan el amor humano califican de sensiblería y de sentimentalismo casi todo lo que sus padres decían en elogio del amor. Están siempre escarbando y poniendo al descubierto las raíces sucias de nuestros amores naturales. Pero pienso que no debemos escuchar ni "al gigante supersabio ni al gigante supertonto". Lo más alto no puede sostenerse sin lo más bajo. Una planta tiene que tener raíces abajo y luz del sol arriba, y las raíces no pueden dejar de estar sucias. Por otro lado, gran parte de esa suciedad no es más que tierra limpia, siempre que se la deje en el jardín y no se la esparza sobre el escritorio. Los amores humanos no pueden sin más ser gloriosas imágenes del amor divino. Son, ni más ni menos, cercanos por semejanza, que en ocasiones pueden ayudar y en otras dificultar la cercanía de aproximación. Y a veces quizá no tengan mucho que ver con ello ni de un modo ni de otro.