viernes, 17 de enero de 2014

El boxeador viejo

Son recuerdos que traigo de cuando era chico.

En mi pueblo, todavía por aquellos años, muchas casas alrededor tenían el aire de sus orígenes. Venían del tiempo de cuando el tren era de los ingleses. Vi después que en otras líneas, del norte y del sur, era igual. Las habían construido cerca de alguna estación para el personal muchas veces importado; ingleses había, claro, pero mucho irlandés, algún escocés y algún que otro galés, aunque menos. Mi lugar, por entonces, estaba plagado de Fox, Harnan, Dixon, Williams, Duggan, Jones, y así. De allí, se supone, la diferencia en tamaños e importancia que las casas mostraban. No había forma de no darse cuenta cuál era de quién.

Las casas que digo le daban un aire simpático a los barrios y a los pueblitos. Tan simpático como irreal, porque ciertamente no eran exactamente "de acá". Aunque también pasa entre nosotros, y desde hace casi más de un siglo, que hay muchos modos de ser "de acá".

Pero, sumando y restando, aquellas casas eran simpáticas y algunas cuadras, que mantenían el estilo, eran un buen paseo arbolado, enjardinadas ellas, bien puestas. Si me apuran, siguiendo a Chesterton (ya que de ingleses se trata), hasta creo que algo de la gracia del conjunto venía precisamente de que aquellas casas tenían alrededor otros estilos.

Para mis años niños, por mis pagos, ingleses casi no quedaban.

En algunas casas vivían irlandeses -y muy bonitas irlandesas, qué le digo...-, pero la gran mayoría había sido ocupada por dueños nuevos, de otras tribus. Con el tiempo, un poco por propio empeño, otro poco por el cholulismo vernáculo, los gringos súbditos habían prosperado (hablar inglés, y chapurrear castellano, parece que siempre ayudó un poco en las pampas...), y así fue como los hijos de los hijos de los que en sus días vinieron apelmazados en los barcos y fueron a dar a los hierros y durmientes de Vía y Obra, o a palear carbón o, acaso, con más suerte, fueron personal de estación o escribientes, habitaban ahora unos caserones bastante importantes a los que trataban de parecerse, con éxito dispar.

Pero había una casa, chica, muy, igualita ella a las que tenía a cada lado y a otras cuantas más de por allí.

No quiero irme del asunto que me trae los recuerdos.

Pero.

Creo que, puestos a hacer socialismo o como más le guste llamarlo, los ingleses harán un socialismo bonito, si quiere, algo vistoso (tanto como cruel, volviendo a Chesterton...) Hay quienes dicen que "saben vivir", que les gustan las casas, los jardines, los animales. Pero es socialismo igual. Es verdad, también: no pueden dejar de ser un tantico imperialistas, socialistas o no, y casi siempre. Y por más que lo envuelvan en ese decoro simpático y agradable de horses & hounds, de garden & flowers, a mi sabor despersonaliza lo mismo, por doble vía, porque ser socialista es una cosa y ser muy inglés, es otra (de hecho, con ser inglés, alcanzaría, pero..., un poco sobreactúan de tanto en tanto...)

Viendo esas casitas, a veces he pensado que esa maqueta a repetición y a escala menor -sensiblemente menor- de las casas grandes, reproducida en toda una hilera de casitas, más que mostrar el parecido en el estilo (de hecho las grandes y las chicas son muy inglesas, ambas), quiere mostrar en todo caso las diferencias y acentuarlas. Amable y civilizadamente, claro. Claro. Y dicho así, si de socialismos se trata, no sé si no prefiero la horripilez soviética. Ya sé que es bien discutible, sí; pero... Ahí lo tiene: en la frialdad aterida y tristona de la crueldad gris y rusa, el incauto tiene que ser medio pavote, o pavote y medio, como para confundirse. Pero, entre parterres y terriers, es más fácil que el incauto crea que la uniformidad es la medida humana. La uniformidad de los siervos, se entiende. Y de los natives, claro.

Pero, ya... Ya. No seamos injustos: el lugar era agradable y de buen ver, con todo y eso, que después de todo, los colores con los que estoy pintando los ponen -en parte, en parte...- mis ojos.


*   *   *


Y la casita que dije también era simpática, con un terreno irregular y un jardincito monono, y bastante más grande que la casa, que dos ancianos que vivían allí cuidaban con disciplina y alegría. Él era criollo, de familia hispana, les diría; ella, me parece que de familia italiana y tal vez italiana ella misma. Con el tiempo, mi madre me contó que algo había tenido que ver él con la herrería y presumiblemente por eso mismo había trabajado en alguna ocasión para mi abuelo. Dicen que alguna vez, en otro lugar y en otro tiempo,quiso pretender a una hermana de mi padre, pero eso no lo sé. Lo cierto es que la vida lo llevó a esos pagos y ahí vivió, creo que hasta morir. Su mujer era modista y costurera y supo hacerle algunas ropas a mi madre. Tuvieron una sola hija.

Y él, en alguna vida, más joven por cierto, había sido boxeador.


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Por una razón u otra, una de las caras de mi primera infancia era la de A. T. (y lo digo así, A. T. porque... es mejor así...).

Era una cara redonda y plana con una inequívoca nariz de boxeador, asunto que mi padre me explicó hasta que lo entendí: le habían roto la nariz boxeando, cosa frecuente cuando se trata de vivir un tiempo a las piñas.

A. T. tenía los hombros anchos, muy anchos. Casi tanto como los de Nicolás, mi abuelo materno. Y eran casi de la misma altura y tal vez de la misma edad. Nicolás era gringo, blanco, rubio, de cara despejada y sonrisa fácil. A. T. tenía una perpetua mueca como de disgusto (que no era), mezclada con una sonrisa melancólica. Muy colorada la piel, se hubera dicho que vivía borracho o que recién terminaba una pelea en la que la cara había sido el paragolpes. Las cejas caídas, los ojos chicos y como hinchados, A. T. fue la cara del boxeador, cuando yo todavía ni sabía que existiera el boxeo.

Mis primeros años de colegio, los de jardín, fueron a la vuelta de lo de A.T., en lo de unas monjas. De modo que pasar frente a lo de A. T. era obligado al menos dos veces al día. Y cada vez lo veía, mientras mi madre saludaba al pasar o cruzaba unas palabras con alguno de ambos viejos, o con ambos, a los que, por alguna misteriosa razón, mi recuerdo los hace viviendo más en el jardín que en la propia casa, porque allí era donde estaban cada vez que pasábamos.


*   *   *


Y cada vez que lo veía, A. T. reproducía un ritual que me causaba un poco de gracia y una pena indescifrable, al menos de chico, que no después.

A. T. saludaba cada vez muy cortésmente a mi madre e inmediatamente (en medio del jardín, en la vereda...) adoptaba una posición de ring: abría un poco las piernas, subía la guardia, sonreía con su sonrisa melancólica, se le caían más las cejas, se le ensanchaba la nariz partida y me decía, resoplando y algo asmático: "A ver..., a ver ese campeón...., boxee, boxee, Eduardito, a ver cómo se defiende...", y todo entre fintas pesadas y movimientos lentos y sin compás de atleta.


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Hace mucho tiempo de eso. Jamás lo olvidé. Y siempre fue el emblema de algo que recién pasados muchos años pude entender mejor.

A. T. hacía fintas de boxeador, pero ya no era boxeador. Y hacía fintas de boxeador joven y entrenado, plástico y ágil, vistoso. Pero ni era joven ni entrenado, ni plástico, ni ágil ni vistoso.

Un día lo entendí. 

Durante años, con la tierna imagen mental de A.T. y sus fintas de abuelo bonachón, algo torpes, mecánicas y desacompasadas, usé la expresión "como boxeador viejo". Y quería decir -todavía lo hago- que hay algo que no se puede repetir así como así. Que hay muchas cosas en la vida que querríamos que fueran siempre lozanas y frescas, si acaso. O siquiera que causaran la sorpresa y la emoción que causaron alguna vez. Incluso, como entonces, con buenas o malar artes (como en el boxeo...) Que pudieran repetirse siempre con la misma plasticidad. Que pudieran ser siempre eficaces. Como una agilidad, física, mental, afectiva, psíquica. Espiritual. 

O como la que en alguna época fue el arma infalible de quienes seducen, para lo que sea y lo siga siendo. Porque seducir puede ser algo de ese género. Y no siempre nos acompaña todo el tiempo de nuestras vidas, no todo el tiempo que querríamos o que parecemos necesitarlo. Y no es raro que nos abandone bastante antes de que dejemos de usar la herramienta. Con lo que, por fuerza y también en eso, nuestros gestos serán como los de "boxeador viejo": Tendrán el gesto, si acaso la mímica, pero nada más. Y, lo que es frecuente también, los demás verán que somos "boxeadores viejos", y un poco de pena daremos...

Muchos años he pensado en eso. Muchos de veras.

Siempre caigo en la misma conclusión y voy al mismo punto. Y, por alguna razón, el razonamiento se vuelve una petición, una especie de jaculatoria, que ni a oración llega.

Veo a muchos viejos que siguen, digamos así, boxeando. Y, lo que es más notable y digno de ver, siguen teniendo buena cintura, buenas piernas, buenos reflejos, rapidez para resistir o esquivar los golpes, y sin moverse ahora casi, experiencia para aguantar, y hasta sentido de la oportunidad para colocar un buen golpe. 

Claro. Han cambiado un poco su "plan de pelea": es que no tienen 20 años... Claro. Pero no son boxeadores viejos. Son viejos. Pero todavía boxean. Y no desmerecen, no.

Y también veo a muchos otros que han sido boxeadores y saben que ya no pueden boxear. Entonces no simulan boxear. No hacen fintas al aire, ridículas y algo vergonzosas. Miden sus movimientos. Han guardado su eficacia para otros asuntos. De otro modo. De mejor modo. Y lo hacen con gracia. Lo hacen con sabiduría. Y no se nota ni lentitud ni torpeza. Sólo experiencia. Bondad. Mansedumbre sabia.

Pasa en tantas cosas. Y en tantos. Y en todos, mejor decir. 

Hombre o mujer. 

Profesor o ingeniero o sacerdote o carpintero o médico o chofer o músico o albañil o amante o futbolista o padre o abuelo o amigo o...

Difícil, siempre pienso, llegar a la edad en que uno decide (de algún modo, vaya a saberse cómo, por qué...) si habrá de hacer el papel de "boxeador viejo". O no. Difícil saber cuándo es esa edad, cuándo es cuándo. Y qué hacer entonces. 


*   *   *


A. T. era un hombretón, manso, buena persona. Y tenía eso: su ritual de "boxeador viejo", que era un juego que me convidada. Pero aquello, sin quererlo él, fue algo más que un juego. Y me heredó eso, también. Sin que supiera él, ni pudiera imaginar él, adónde irían a parar sus bamboleos como de marinero en tierra. 

Y me acuerdo de él (no de eso, de él...), cada vez que recuerdo aquellos gestos, aquellas fintas incompletas, vacías. Y se lo agradezco y me alegro de haberlo conocido. A. T. jugaba conmigo. Y jugaba con los juguetes que él tenía. Y se lo agradezco infinitamente. porque, como siempre, en los juegos se aprenden muchas cosas. Como jugando...

Y de allí viene la jaculatoria. Por él. Por mí. 

Y por cualquiera que tenga adelante un ring vacío, cuando le llegó la edad de saber si sabe lo que es un "boxeador viejo". O no.