sábado, 11 de enero de 2014

Malos amores buenos

Claro. Así no es tan fácil como con los buenos amores malos, porque en esa misma expresión sólo había que precisar y entender por qué y en qué sentido se vienen malos aquellos amores buenos. Y suele ser la parte más socorrida, la más frecuentada. Hay una apologética más o menos al uso sobre esa clase de competencia entre los amores terrenos y el amor a Dios.

No que los buenos amores malos no sea verdaderamente un asunto a considerar. Claro que lo es. Y acaso es asunto mucho más grave que lo que la apologética un poco trivial, aunque a veces pomposa y tremebunda, sospecha. Y precisamente el que se trate de, en principio, buenos amores hace la cuestión más grave todavía.

Pero aquí, con los malos amores buenos, es un poco más difícil, para empezar porque hay que entender bien en la frase en qué sentidoson malos y en cuál son buenos.

Ésta es la otra idea recurrente que hay en Los cuatro amores de C. S. Lewis. Espiritual, psicológica y afectivamente, me parece tan importante como la otra. Y, según las circunstancias, puede ser más importante ésta que aquella. Creo que Lewis apunta aquí un asunto que está en la médula del cristianismo. Aunque, y por eso mismo, la cuestión se extienda a todo hombre. Como dirá, hay rastros notables respecto de esto en las Escrituras y el peligro de malentenderlos es grande. "Dios es Amor" sigue siendo frase peligrosa, precisamente porque es verdad grande.

Y es frase verdadera y peligrosa tanto para los buenos amores malos como para los malos amores buenos.

Está bien entonces que haya esas dos ideas, en equilibrio y complemento. Porque si solamente estuviera la primera idea, sería difícil entender, por ejemplo, la semejanza del hombre con Dios. Y hasta podría ser insuficiente la Esperanza tal como la conocemos. En cambio, si solamente estuviera la segunda idea, la Redención, por ejemplo, sería difícil de explicar y justificar, pues resultaría poco menos que innecesaria. También en este caso, la Esperanza sería casi un adorno caprichoso.

E insisto con lo de la Esperanza, porque es necesaria -como la Fe para saber y entender, no sólo las cosas del Otro mundo, sino también las de éste-, para transitar esta tierra de sombras, con todos sus amores peligrosamente buenos y con todos sus amores gracias a Dios redimibles. Si no hubiera posibilidad -o necesidad- de rectificar los buenos amores para que no se maleen, estaríamos en un problema y la autocomplacencia devendría demoníaca. Si no hubiera ocasión alguna de redimir los malos amores, mirándolos en lo que tienen de equivocados precisamente, habría una contradicción insalvable en la raíz misma de lo humano que llevaría a la desesperación.

Pero mejor dejemos que Lewis hable sobre estos asuntos. Esto que copio aquí está en el capítulo dedicado a la Caridad, el último.
Hasta ahora casi nada se ha dicho de nuestros amores naturales como rivales del amor a Dios. La cuestión no puede ser ya eludida por más tiempo. Mi dilación obedecía a dos razones.

Una -ya mencionada- es que esta materia no es por donde la mayor parte de nosotros necesita empezar. Rara vez se dirige "a nuestra natural condición" al comienzo. Para la mayor parte de nosotros, la verdadera rivalidad radica entre el yo egoísta y el Otro humano, no inicialmente entre el Otro humano y Dios. Resulta peligroso imponerle a un hombre el deber de llegar más allá del amor terreno cuando su verdadera dificultad consiste en llegar a él. Y sin duda es bastante más fácil amar menos a nuestros semejantes e imaginar que esto sucede porque estamos aprendiendo a amar más a Dios, cuando la verdadera razón puede ser bien diferente: es posible que sólo estemos "tomando las flaquezas de la naturaleza por un aumento de Gracia". Mucha gente no encuentra difícil odiar a su mujer o a su madre. Mauriac, en una hermosa escena, describe a los otros discípulos pasmados y asombrados de ese extraño mandamiento, pero no Judas Iscariote: éste se lo traga fácilmente.

Pero haber destacado antes en este libro esa rivalidad entre los amores naturales y el amor de Dios hubiera sido prematuro también en otro sentido. Ese recurso a la divinidad al que nuestros amores acuden tan fácilmente puede ser refutado sin necesidad de ir tan lejos. Los amores demuestran que son indignos de ocupar el lugar de Dios, porque ni siquiera pueden permanecer como tales y cumplir lo que prometen sin la ayuda de Dios. ¿Por qué molestarse en probar que algún insignificante principillo no es el Emperador legítimo, cuando sin la ayuda del Emperador ni siquiera puede conservar su trono, subordinado a él, ni puede mantener la paz por medio año en su pequeña provincia, sin ayuda del Emperador? Incluso por su propio interés, los amores naturales deben aceptar ser algo secundario, si han de seguir siendo lo que quieren ser. En este sometimiento reside su verdadera libertad: "Son más altos cuando se inclinan". Cuando Dios manda en un corazón humano, aunque a veces tenga que derrocar a algunas de sus autoridades nativas, mantiene a menudo a otras en sus puestos y, al someter su autoridad a la Suya, da por primera vez a ese corazón una base sólida.

Emerson ha dicho: "Cuando se van los semidioses, llegan los dioses". Ésta es una máxima muy dudosa. Digamos mejor: "Cuando Dios llega, y sólo entonces, los semidioses pueden quedarse". Entregados a ellos mismos desaparecen o se vuelven demonios. Solamente en Su nombre pueden, con belleza y seguridad, "esgrimir sus pequeños tridentes". La rebelde consigna "Todo por amor" es, en realidad, la garantía de la muerte del amor (la fecha de la ejecución, por el momento, en blanco).

Pero la cuestión de esta rivalidad, postergada tan largamente por estas razones, debe ahora ser tratada; en cualquier época anterior, excepto el siglo XIX, podría aparecer a lo largo de todo un libro sobre este tema. Si los victorianos necesitaban algo que les recordara que el amor no es suficiente, teólogos más antiguos que ellos, en cambio, proclamaban continuamente y en voz bien alta que el amor natural es muy probablemente demasiado. El peligro de amar demasiado poco a nuestros semejantes se les pasaba menos por la cabeza que el de amarlos de una manera idolátrica. En cada esposa, madre, hijo y amigo, ellos veían un posible rival de Nuestro Señor (Lucas 14, 26).

Hay un método para saber con seguridad si nuestro amor hacia nuestros semejantes es inmoderado, método que me veo obligado a rechazar desde el comienzo. Y lo hago temblando, pues me lo encontré en las páginas de un gran santo y gran pensador, con quien tengo, felizmente, incalculables deudas.

Con palabras que aún pueden hacer brotar lágrimas, San Agustín describe la desolación en que lo sumió la muerte de su amigo Nebridio (Confesiones IV, 10). Luego extrae una moraleja: esto es lo que pasa, dice, por entregar nuestro corazón a cualquier cosa que no sea Dios. Todos los seres humanos mueren. No permitamos que nuestra felicidad dependa de algo que podemos perder. Si el amor ha de ser una bendición, no una desgracia, debemos dedicárselo al único Amado que jamás morirá.

Esto es, por supuesto, tener un excelente sentido común. No pongamos el agua en una vasija quebrada. No invirtamos demasiado en una casa de la que nos pueden echar. Y no hay ningún hombre que pueda asumir con más convicción que yo tan prudentes máximas: ante todo, soy partidario de la seguridad. De todos los argumentos contra el amor, ninguno atrae tanto a mi naturaleza como "¡Cuidado!, eso puede hacerte sufrir".

A mi naturaleza, a mi temperamento, sí; pero no a mi conciencia. Cuando me dejo llevar por esa atracción me doy cuenta de que estoy a mil millas de Cristo. Si de algo estoy seguro es de que su enseñanza nunca tuvo por objeto confirmar mi preferencia congénita por las inversiones seguras y los riesgos limitados. Dudo de que haya en mí algo que pueda complacerle menos que eso. ¿Y quién podría imaginar siquiera comenzar a amar a Dios sobre una base tan prudente, porque la seguridad, por así decir, es mejor? ¿Quién podría siquiera incluirla entre las razones para amar? ¿Elegiría usted una esposa o un amigo -y ya que estamos en eso, elegiría un perro- con ese espíritu? Uno debería irse fuera del mundo del amor, de todos los amores, antes de calcular así.

El Eros, el ilícito Eros, al preferir al ser amado antes que la felicidad, se parece más al Amor en sí mismo que esto.

Pienso que este pasaje de las Confesiones es menos una parte del cristianismo de San Agustín, que una resaca de las elevadas filosofías paganas en medio de las cuales creció. Está más cerca de la "apatía" estoica o del misticismo neoplatónico que de la Caridad. Nosotros somos seguidores de Uno que lloró por Jerusalén, y sobre la tumba de Lázaro, y que, amándolos a todos, tenía sin embargo un discípulo a quien, en un sentido especial, Él "amaba". San Pablo tiene más autoridad ante nosotros que San Agustín: San Pablo, el cual no parece que no haya sufrido "como un hombre" ante la grave enfermedad de Epafrodito, y que da la impresión de que hubiera sufrido del mismo modo si Epafrodito hubiese muerto (Filipenses 2, 27).

Aun cuando se diera por sentado que las seguridades contra el dolor fueran nuestra máxima sabiduría, ¿acaso Dios mismo las ofrece? Parece que no. Cristo llega al final a decir: "¿Por qué me has abandonado?".

De acuerdo con las líneas sugeridas por San Agustín, no hay escapatoria. Ni tampoco de acuerdo con otras líneas. No hay inversión segura. Amar, de cualquier manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de pasatiempos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo. Pero en ese cofre -seguro, oscuro, inmóvil, sin aire- cambiará. No se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa de la tragedia, o al menos del riesgo de la tragedia, es la condenación. El único sitio, aparte del Cielo, donde se puede estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el Infierno.

Creo que los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la voluntad de Dios que una falta de amor consentida, con la que uno se protege a sí mismo. Es como esconder el talento en un pañuelo, y por una razón muy parecida. "Supe de ti que eres un hombre muy duro". Cristo no enseñó ni sufrió para que llegáramos a ser, aun en los amores naturales, más cuidadosos de nuestra propia felicidad. Si el hombre no deja de hacer cálculos respecto de los seres amados de esta tierra a quienes ha visto, es poco probable que no haga esos mismos cálculos con Dios, a quien no ha visto. Nos acercaremos a Dios no mediante el intento de evitar los sufrimientos inherentes a todos los amores, sino aceptándolos y ofreciéndoselos a Él, arrojando lejos toda armadura defensiva. Si es necesario que nuestros corazones se rompan y si Él elige ese medio para que se quiebren, que así sea.

Ciertamente, sigue siendo verdad que todos los amores naturales pueden ser desordenados. "Desordenado" no significa "insuficientemente cauto", ni tampoco quiere decir "demasiado grande"; no es un término cuantitativo. Es probable que sea imposible amar a un ser humano simplemente "demasiado". Podemos amarlo demasiado "en proporción" a nuestro amor por Dios; pero es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado. Esto también debe ser clarificado, porque si no podríamos perturbar a algunos que van por el camino correcto, pero se alarman porque no sienten ante Dios una emoción tan cálida y sensible como la que sienten por el ser Amado de esta tierra. Sería muy deseable -por lo menos eso creo yo- que todos nosotros, siempre, pudiéramos sentir lo mismo; tenemos que rezar para que ese don nos sea concedido. Pero el problema de si amamos más a Dios o al ser Amado de la tierra no es, en lo que se refiere a nuestros deberes de cristianos, una cuestión de intensidad comparativa de dos sentimientos; la verdadera cuestión es -al presentarse esa alternativa-, a cuál servimos, o elegimos, o ponemos primero. ¿Ante qué exigencia, en última instancia, se inclina nuestra voluntad?

Como sucede con tanta frecuencia, las mismas palabras de Nuestro Señor son a la vez muchísimo más duras y muchísimo más tolerables que las de los teólogos. Él nada dice acerca de precaverse contra los amores de la tierra por miedo a quedar herido; dice algo -que restalla como un latigazo- acerca de pisotearlos todos desde el momento en que nos impidan seguir tras Él. "Si alguno viene a Mí y no odia a su padre y a su madre y a su esposa... y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo" (Lucas 14, 26).

¿Pero cómo he de entender la palabra "odiar"? Que el Amor mismo nos esté mandando lo que habitualmente entendemos por odio -ordenándonos fomentar el resentimiento, alegrarnos con la desgracia del otro, gozándonos en hacerle daño- es casi una contradictio in terminis. Yo pienso que Nuestro Señor, en el sentido que aquí se entiende, "odió" a San Pedro cuando le dijo: "¡Apártate de mí, Satanás! ¡Tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!" (Mateo 16, 23). "¡Apártate de mí!". Odiar es rechazar al ser amado, enfrentarse a él, no concederle nada cuando nos susurra las mismas insinuaciones del Demonio, por muy tierna y por muy lastimosamente que lo haga. Un hombre, dice Jesús, que intenta servir a dos señores "odiará" a uno y "amará" al otro. No se trata aquí, ciertamente, de meros sentimientos de aversión y de atracción, sino de lo que estamos tratando: es decir, se adherirá a uno, le obedecerá, trabajará para él, y, en cambio, no lo hará con el otro.







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Por otras razones, aunque en algo parecidas a las que ahora aparecieron sin pedir permiso, ya había hablado de una parte de este texto hace algunos años.

Me es bueno y necesario recurrir a estas páginas de nuevo. Y por eso las traigo ahora. Creo, sin embargo, y a la vez, que hay mucha cosa todo alrededor como para que haya que traerlas otra vez, de todas maneras, y ver toda clase de asuntos, desde la política y la Fe hasta la cultura o la convivencia personal, y hasta el tiempo libre si me apura, a la luz de lo que dice Lewis sobre los amores humanos. Y para ver mejor, esto va sin decirlo, nuestros amores, humanos y divinos.